El reloj dio las tres. Alzó la vista, echó la silla hacia atrás, se levantó y se dirigió al vestíbulo.
Havers se reunió allí con él, donde lo ayudó a ponerse el abrigo, le dio el bastón y le abrió la puerta.
Tristan salió, bajó rápidamente la escalera y se dirigió a Montrose Place.
Encontró a Leonora en el taller de su primo Cedric, una gran habitación en el sótano del número 14. Las paredes eran de sólida piedra, gruesas y frías. Una hilera de ventanas altas, a la altura del suelo, daba a la parte delantera de la casa. En su momento, habrían dejado entrar una luz razonable, pero ahora estaban empañadas y agrietadas. Tristan se fijó en seguida en que eran demasiado pequeñas para que ni siquiera un niño pudiera pasar por ellas.
Leonora no lo había oído entrar; tenía la nariz metida en un tomo mohoso. Cuando rozó el suelo con una suela a propósito, ella alzó la vista y le sonrió encantada.
Tristan le devolvió la sonrisa y dejó que ese sencillo gesto lo animara mientras entraba, estudiando la estancia.
– Creí que me habías dicho que este lugar había estado cerrado durante años.
No había telarañas y todas las superficies -mesas, suelos y estantes- estaban limpias.
– He mandado a las doncellas esta mañana para que la limpiaran. -Lo miró a los ojos cuando él se volvió hacia ella-. No me gustan mucho las arañas.
Tristan se fijó en una pila de polvorientas cartas amontonadas en el banco, al lado de ella, y olvidó la frivolidad.
– ¿Has encontrado algo?
– Nada en especial. -Cerró el libro y una nube de polvo subió de las páginas. Le señaló el organizador de madera, un cruce entre librería y casillero, que cubría la pared de detrás del banco-. Era pulcro, pero no metódico. Parece ser que lo guardaba todo. He estado separando las facturas y cuentas de las cartas, las listas de la compra de los borradores de documentos eruditos.
Tristan cogió el viejo pergamino que había en lo alto de la pila. Era una carta escrita con tinta borrosa. En un principio, pensó que la había escrito una mujer, pero el contenido era claramente científico. Miró la firma.
– ¿Quién es A. J.?
Leonora se inclinó para comprobar la carta; su pecho le rozó el brazo.
– A. J. Carruthers.
Cuando se alejó para colocar el viejo tomo en el estante, Tristan reprimió el fuerte impulso de atraerla hacia él para restablecer el sensual contacto.
– Carruthers y Cedric se escribían con frecuencia. Parece ser que estaban trabajando en algo antes de que mi primo muriera.
Una vez guardó el tomo, Leonora se volvió. Mientras él continuaba hojeando las cartas, ella se acercó con la mirada fija en la pila de pergaminos. No calculó bien y se acercó demasiado. Lo rozó desde el hombro hasta el muslo y el deseo se encendió, ardió entre ellos.
Tristan intentó tomar aire, pero no pudo. Las cartas se le escaparon de los dedos. Se dijo a sí mismo que debía retroceder, pero sus pies no se movieron. Su cuerpo ansiaba demasiado el contacto para negárselo.
Leonora le lanzó una fugaz mirada a través de las pestañas, luego, como si se avergonzara, retrocedió un poco y dejó un hueco de menos de un centímetro entre los dos.
Demasiado, aunque no suficiente. Tristan levantó los brazos automáticamente para atraerla hacia él de nuevo, pero cuando se dio cuenta de lo que hacía, los bajó. Ella, por su parte, cogió las cartas y las extendió.
– Yo iba… -su voz sonó ronca. Hizo una pausa para carraspear- iba a revisar estas cartas. Puede que haya algo en ellas que nos ayude a descubrir algo.
A Tristan le costó más de lo que le gustaría volverse a centrar en las cartas. Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Tomó aire y exhaló. Su mente se despejó. Dijo:
– Tal vez nos dejen ver si Mountford va detrás de algo que Cedric descubrió. No deberíamos olvidar que quiso comprar la casa, y todo esto es algo que él esperaba que se hubiera quedado en ella.
– O algo a lo que, al ser comprador, pudiera tener acceso, antes de que nosotros tres nos marcháramos.
– Cierto. -Acabó de repartir las cartas sobre la superficie del banco, luego alzó la vista hacia los grandes casilleros. Acto seguido, se alejó de la tentación que ella representaba, dio la vuelta a la habitación siguiendo el banco, mientras examinaba los estantes encima de éste en busca de más cartas. Sacó todo lo que vio y lo dejó sobre el banco-. Quiero que revises todas las cartas que puedas encontrar y separes las escritas en el año anterior a la muerte de Cedric.
Leonora lo siguió y frunció el cejo a su espalda, luego intentó verle el rostro.
– Habrá centenares.
– Por muchas que haya, tendrás que leerlas todas. Después, haz una lista de corresponsales y escribe y pregunta a cada uno de ellos si sabe si Cedric estaba trabajando en algo que pudiera tener una importancia comercial o militar.
Ella parpadeó.
– ¿Importancia comercial o militar?
– Ellos lo sabrán. Los científicos pueden estar tan absortos en su trabajo como tu tío y tu hermano, pero a menudo reconocen las posibilidades de aquello en lo que están trabajando.
– Hum. -Con la mirada clavada entre sus omóplatos, Leonora continuó siguiéndolo-. Entonces, tengo que escribir a todos los contactos de su último año de vida.
– A todos. Si había algo relevante, alguien lo sabrá.
Tristan llegó al final de la estancia y se volvió. Ella miró hacia abajo y chocó contra él, que la sujetó; Leonora alzó la cabeza y fingió sorpresa. Aunque no tuvo que fingir su agitado pulso ni el repentino martilleo del corazón. Trentham se concentró en sus labios; la mirada de ella se posó en los de él. Luego, miró hacia la puerta.
– Todo el personal está ocupado. -Se había asegurado de ello.
Trentham volvió a mirarla a la cara. Ella le devolvió la mirada brevemente y, cuando no se movió en seguida, Leonora liberó las manos y las alzó para apoyar una en su nuca y agarrarle de la solapa con la otra.
– Deja de ser tan remilgado y bésame.
Él parpadeó. Entonces, ella se movió en sus brazos, provocando sin querer a aquella parte de su anatomía más sensible a su cercanía. Sin pensarlo más, Tristan la besó.
Se fue de allí casi una hora más tarde. Se sentía claramente perplejo. Hacía años, décadas, que no se había permitido un comportamiento tan ilícito. Sin embargo, lejos de preocuparle, sus sentidos se mostraban satisfechos, regocijándose en los placeres robados.
Mientras avanzaba por el camino de entrada, se pasó la mano por el pelo, con la esperanza de que eso bastara. Leonora se había aficionado a alborotar su corte normalmente elegante. Aunque no era que se quejara porque, mientras ella lo despeinaba, él había estado saboreando su boca, sus curvas.
Bajó el brazo y se fijó en que tenía la manga manchada de polvo. Se lo sacudió. Las doncellas habían limpiado el polvo de las superficies, pero no habían limpiado las cartas. Cuando finalmente se habían separado, tuvo que sacudirse el polvo con un cepillo, tanto de sí mismo como de Leonora, que no sólo lo tenía pegado a la ropa.
La imagen de ella flotaba en su mente. Tenía los ojos brillantes, pero oscurecidos de deseo, los párpados pesados, los labios inflamados por sus besos, lo cual atraía aún más su atención a su boca, una boca que cada vez le evocaba más imágenes mentales no asociadas en general a damas virtuosas.
Cerró la verja tras él y reprimió un bufido totalmente masculino mientras ignoraba el efecto que tenían en él dichos pensamientos. Los descubrimientos de la tarde habían mejorado su humor significativamente. Al repasar el día, sintió que había avanzado en numerosos frentes.
Había ido al taller de Cedric decidido a hacer progresos en la investigación de los robos. La impaciencia lo azuzaba. Era su deber casarse para proteger a su tribu de ancianas de cualquier privación, pero antes de poder hacerlo con Leonora, tenía que acabar con la amenaza que se cernía sobre ella. Eliminar esa amenaza era su primera prioridad; era demasiado inmediata, demasiado evidente como para dejarla en segundo plano. Hasta que no completara esa misión con éxito, se mantendría centrado en eso en todo momento.
Así que, tras haber adelantado en sus propias investigaciones en los diversos estamentos de los bajos fondos, había ido para valorar qué posibilidades de avance ofrecería el taller de Cedric.
Sin duda las cartas de éste les serían útiles. Primero, para eliminar sus trabajos como un posible objetivo del ladrón, después, para mantener a Leonora entretenida.
Bueno, quizá no entretenida, pero desde luego sí ocupada. Demasiado ocupada como para que no tuviera tiempo de embarcarse en ningún otro asunto.
Había conseguido muchas cosas en un solo día. Satisfecho, siguió caminando y se puso a pensar en el siguiente.
Idear su propia seducción, o al menos animarla activamente, estaba resultando más difícil de lo que Leonora había pensado. Había esperado llegar más lejos en el taller de Cedric, pero Trentham no había cerrado la puerta cuando entró y atravesar la estancia para cerrarla ella misma habría sido demasiado descarado.
No era que las cosas no hubieran progresado, el problema era que no lo habían hecho tanto como a ella le habría gustado. Y ahora él la había cargado con la tarea de revisar la correspondencia de Cedric. Al menos, había limitado la búsqueda a su último año de vida.
Se había pasado el resto del día leyendo y seleccionando, esforzándose por distinguir la escritura borrosa, descifrando fechas ilegibles. Esa mañana, se había llevado todas las cartas relevantes al salón y las había colocado sobre las mesas auxiliares. Se sentó a su escritorio e hizo una lista de todos los nombres y direcciones.
Una larga lista.
Luego, escribió una carta informando al destinatario de la muerte de Cedric y solicitándole que contactara con ella si disponía de alguna información referente a cualquier cosa de valor, descubrimientos, inventos o posesiones, que pudiera encontrarse entre los efectos de su difunto primo. En lugar de mencionar el interés del ladrón, comentó que, debido a limitaciones de espacio, tenían previsto quemar todos los documentos, sustancias y equipos que no fueran valiosos.
Si algo sabía sobre expertos era que si tenían conocimiento de algún dato del más mínimo valor, la idea de que lo quemaran haría que cogieran la pluma y la escribieran.
Tras el almuerzo, empezó la ardua tarea de copiar la carta y enviar cada una de las copias a cada uno de los nombres de la lista.
Cuando el reloj sonó y vio que eran las tres y media, dejó la pluma y estiró la dolorida espalda.
Suficiente por ese día. Ni siquiera Trentham esperaría que acabara el proceso en una sola jornada.
Pidió el té. Cuando Castor trajo la bandeja, Leonora se lo sirvió y bebió. Y pensó en seducción. La suya. Un tema claramente estimulante, sobre todo, para una virgen de veintiséis años, reacia pero resignada. Ésa era una descripción razonable de lo que había sido, pero ya no estaba resignada. La oportunidad había llamado a su puerta y estaba decidida a aprovecharla.
Miró el reloj. Demasiado tarde para ir a tomar el té a casa de Trentham. Además, no quería encontrarse rodeada por sus viejas damas, porque eso no ayudaría a su causa.
Pero perder todo un día sin haber hecho nada tampoco era su estilo. Tenía que haber algún modo, alguna excusa que pudiera usar para visitarlo y tenerlo para ella sola en el lugar apropiado.
– ¿Quiere que se lo enseñe, señorita?
– No, no. -Leonora cruzó el umbral del invernadero de la casa de Trentham y le dedicó una tranquilizadora sonrisa al mayordomo-. Pasearé un poco y esperaré al señor. Si está seguro de que regresará pronto.
– Estoy convencido de que llegará a casa antes de que anochezca.
– En ese caso… -Sonrió e hizo un gesto a su alrededor al tiempo que se adentraba en la estancia.
– Si necesita cualquier cosa, la campana está a la derecha. -Sereno e imperturbable, el mayordomo le hizo una reverencia y se marchó.
Leonora miró a su alrededor. El invernadero de Trentham era mucho más grande que el suyo; de hecho, era monstruoso. Al recordar su supuesta necesidad de información sobre invernaderos, soltó un bufido. No es que fuera más grande simplemente, también era mejor. La temperatura se mantenía mucho más constante, el suelo estaba cubierto por hermosas baldosas que formaban mosaicos azules y verdes. El agua de una pequeña fuente se oía en algún lugar, aunque no podía verla a través de la vegetación verde, exuberante y hábilmente cuidada.
Encontró un camino y lo siguió.
Eran las cuatro, y fuera, tras los muros de cristal, la luz se apagaba rápidamente. Trentham no tardaría, pero no podía entender por qué iba a sentirse impulsado a regresar a casa antes de que anocheciera. Sin embargo, el mayordomo se había mostrado bastante seguro en ese punto.
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