Llegó al final del camino y se encontró en una zona despejada y rodeada de altos macizos de arbustos y flores. Había un estanque circular en el suelo; la pequeña fuente del centro era la responsable del sonido. Más allá del estanque, un amplio banco lleno de almohadones seguía la curva que trazaba el muro acristalado. Se acercó y se sentó sobre ellos. Eran mullidos, cómodos, perfectos para sus propósitos. Reflexionó, luego se levantó y recorrió otro de los caminos que seguía el curvado muro exterior. Mejor que se encontrara a Trentham de pie, así podría guiarlo hacia aquel asiento junto a la pared acristalada…

Un destello de movimiento en el jardín atrajo su mirada. Se detuvo y miró, pero no pudo ver nada inusual. Las sombras se habían intensificado mientras paseaba; ahora, la oscuridad se arremolinaba bajos los árboles.

Entonces, de uno de aquellos rincones oscuros, surgió un hombre. Alto, moreno, delgado, llevaba un abrigo destrozado y unos pantalones de pana, y una maltrecha gorra le cubría la cabeza. Miró furtivamente a su alrededor mientras se acercaba de prisa a la casa.

Leonora jadeó. Los pensamientos sobre otro ladrón inundaron su mente; los recuerdos del hombre que la había atacado dos veces la dejaron sin respiración. Aquél era mucho más corpulento; si le ponía las manos encima, no podría zafarse de él. Y sus largas piernas lo estaban llevando directo al invernadero.

El pánico la dejó paralizada entre las sombras de las plantas. La puerta estaría cerrada con llave, se dijo a sí misma. El mayordomo de Trentham era excelente…

El hombre llegó a la puerta, cogió el pomo y lo giró. La puerta se abrió hacia adentro y él entró.

La tenue luz del lejano pasillo lo alcanzó cuando cerró, se dio la vuelta y se irguió.

– ¡Dios santo!

La exclamación estalló desde el tenso pecho de Leonora, que se quedó mirándolo incapaz de creer lo que veían sus ojos.

Trentham volvió la cabeza ante su exclamación.

Se quedó mirándola, luego apretó los labios y frunció el cejo. El reconocimiento fue, entonces, completo.

– ¡Chist! -Le indicó por señas que guardara silencio, escudriñó el pasillo y luego, sin hacer ruido, se acercó a ella-. A riesgo de repetirme, ¿qué diablos haces aquí?

Leonora se limitó a contemplarlo, la suciedad en su rostro, la oscura sombra de la barba en la mandíbula. Una mancha de hollín le subía desde una ceja y desaparecía bajo el pelo, que ahora caía lacio bajo aquella gorra, una desgastada monstruosidad a cuadros que era aún peor de cerca.

Bajó la vista para contemplar el abrigo, destrozado y muy sucio, los pantalones de pana, los calcetines de punto y las hoscas botas de trabajo que Trentham calzaba. Luego lo recorrió de nuevo con los ojos hasta volver a encontrarse con los de él, con su irritada mirada.

– Responde a mi pregunta y yo responderé a las tuyas. ¿De dónde vienes con ese aspecto?

Trentham apretó los labios.

– ¿Qué aspecto tengo?

– Pareces un peón del más peligroso barrio en la ciudad. -Un claro aroma le llegó; Leonora olisqueó-. Quizá de los muelles.

– Muy aguda -gruñó él-. Y ahora, ¿qué te ha traído hasta aquí? ¿Has descubierto algo?

Ella negó con la cabeza.

– Quería ver tu invernadero. Me dijiste que me lo enseñarías.

La tensión, la aprensión que lo había atravesado al verla allí, desapareció. Se miró e hizo una mueca.

– Has venido en mal momento.

Leonora frunció el cejo con la mirada clavada una vez más en su vergonzosa indumentaria.

– Pero ¿qué has estado haciendo, Tristan? ¿Adónde has ido vestido así?

– Como tú tan perspicazmente has supuesto, he estado en los muelles. -Buscando cualquier pista, cualquier rastro, cualquier rumor sobre un tal Montgomery Mountford.

– Eres un poco mayor para permitirte estas aventuritas. -Alzó la vista y lo miró a los ojos-. ¿Haces estas cosas a menudo?

– No. -Ya no. No había esperado tener que ponerse aquella ropa nunca más, pero al hacerlo esa mañana se había sentido peculiarmente justificado en su negativa de tirarla-. He estado visitando el tipo de antros que los supuestos ladrones frecuentan.

– Oh, entiendo. -Volvió a mirarlo, ahora con un abierto y ávido interés-. ¿Has averiguado algo?

– No directamente, pero he hecho correr la voz…

– Oh, entonces, ¿la joven está aquí, Havers? -se oyó.

Ethelreda. Tristan maldijo entre dientes.

– Le haremos compañía hasta que nuestro querido Tristan regrese.

– No hay necesidad de que espere como un alma en pena, sola.

– ¿Señorita Carling? ¿Está ahí?

Él volvió a maldecir. Estaban todas y venían directas hacia ellos.

– ¡Por Dios santo! -masculló. Fue a coger a Leonora, pero entonces recordó que tenía las manos sucias. Las mantuvo lejos de ella-. Tendrás que distraerlas.

Era un claro ruego; la miró a los ojos, infundiendo a su expresión hasta la última brizna de suplicante candor de que era capaz.

Leonora lo miró.

– Ellas no saben que vas por ahí haciéndote pasar por un patán, ¿verdad?

– No. Y les dará un ataque si me ven así.

Un ataque sería lo mínimo; Ethelreda tenía la horrible costumbre de desvanecerse.

Se acercaban por el camino, avanzando inexorablemente.

Tristan extendió las manos, suplicante.

– Por favor.

Ella sonrió. Despacio.

– De acuerdo. Te salvaré. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia el lugar de donde provenían el parloteo femenino, luego por encima del hombro, lo miró a los ojos.

– Pero me debes un favor.

– Lo que sea. -Suspiró aliviado-. Pero sácalas de aquí. Llévatelas al salón.

Leonora amplió la sonrisa, se volvió y continuó avanzando. «Lo que sea», había dicho. Un excelente resultado de una iniciativa por lo demás inútil.

CAPÍTULO 08

Leonora estaba totalmente convencida de que organizarlo todo para ser seducida no debía de ser tan complicado. Al día siguiente, mientras estaba sentada en el salón, copiando una y otra vez su carta para enviársela a los corresponsales de Cedric, reevaluó su situación y consideró todas las posibilidades.

La tarde anterior se había llevado diligentemente a las tías de Trentham al salón; él se reunió con ellas quince minutos más tarde, limpio, impoluto, con su habitual aire elegante y desenvuelto. Como Leonora había utilizado como excusa su interés por los invernaderos para explicarles su visita a las damas, le hizo varias preguntas cuya respuesta Trentham negó conocer y finalmente le comentó que enviaría a su jardinero para que la visitara.

Pedirle que la llevara a dar una vuelta por el invernadero no habría servido de nada, porque sus tías los habrían acompañado.

Muy a su pesar, tachó el invernadero de su lista mental de lugares adecuados para la seducción; podría arreglárselas para encontrar el momento oportuno, y el banco junto a la ventana era un lugar excelente, pero allí nunca podrían tener asegurada la intimidad.

Trentham pidió que prepararan su carruaje, la ayudó a subir y la envió a casa. Insatisfecha, incluso más ávida que cuando había salido y más determinada.

Así y todo, la excursión no había sido en balde, porque ahora guardaba un as en la manga y pretendía usarlo con astucia. Eso significaba que primero debería superar los obstáculos del momento, la ubicación y la intimidad al mismo tiempo. No tenía ni idea de cómo se las arreglaban los hombres mujeriegos. Quizá se limitaban a esperar que surgiera la oportunidad y la aprovechaban.

Sin embargo, en su caso, tras esperar pacientemente todos aquellos años, y habiéndose decidido al fin, no deseaba sentarse a esperar más. Lo que necesitaba era la oportunidad adecuada y, si era necesario, la crearía.

Todo eso estaba muy bien, pero no se le ocurría cómo hacerlo.

Se exprimió el cerebro durante todo el día. Y durante el todo el día siguiente. Incluso consideró la oferta de su tía Mildred de introducirla en la buena sociedad. A pesar de su falta de interés por las fiestas y bailes, era consciente de que dichos acontecimientos proporcionaban lugares donde los caballeros y las damas podían encontrarse en privado. Sin embargo, por lo que las tías de Trentham habían dejado caer, además de los cáusticos comentarios que él mismo había hecho, había deducido que el conde sentía poco entusiasmo por la vida social, así que no tenía sentido que ella hiciera semejante esfuerzo si no era probable que fuera a encontrárselo allí, ya fuera en privado o en público.

Cuando el reloj dio las cuatro, dejó la pluma y estiró los brazos por encima de la cabeza. Casi había acabado de escribir todas las cartas, pero en lo referente a lugares para la seducción, su mente seguía obstinadamente en blanco.

– ¡Tiene que haber un lugar! -Se levantó de la silla, irritada e impaciente. Frustrada. Dirigió la mirada a la ventana. El día había sido bueno, pero ventoso. Ahora, el viento había cedido y llegaba la noche, benévola aunque fría.

Salió al vestíbulo y cogió la capa, pero no se molestó en ponerse el sombrero, no iba a estar fuera mucho tiempo. Miró a su alrededor, esperando ver a Henrietta, luego se acordó de que uno de los sirvientes la había llevado a pasear al cercano parque.

– ¡Maldición! -Ojalá hubiera llegado a tiempo para acompañarlos. Deseaba, necesitaba, caminar al aire libre. Necesitaba respirar, dejar que el frío la refrescara, acabar con su frustración y revigorizar su cerebro.

No había paseado sola fuera de la casa desde hacía semanas. Sin embargo, era difícil que el ladrón estuviera observando todo el rato.

Con un revuelo de faldas, se dio la vuelta, abrió la puerta principal y salió. La luz aún era buena. En ambas direcciones, la calle, una calle siempre tranquila, estaba vacía. Era segura. Echó a andar con brío por la acera.

Al pasar por el número 12, miró hacia la casa, pero no vio ningún signo de movimiento. Toby la había informado de que Gasthorpe ya había contratado a todo el personal, aunque la mayoría aún no se había instalado. Biggs, sin embargo, iba allí todas las noches y Gasthorpe rara vez salía de la casa. No se había producido ningún otro incidente.

De hecho, desde que Leonora vio al hombre al fondo de su jardín y éste salió corriendo, no había pasado nada más. La sensación de ser observada se había desvanecido. Si bien era cierto que ocasionalmente aún se sentía vigilada, la sensación era más distante, menos amenazadora.

Siguió caminando, reflexionando sobre ello, considerando qué podía significar todo aquello respecto al asunto de Montgomery Mountford y lo que fuera que éste estuviera tan decidido a conseguir de la casa de su tío. Aunque sus planes de ser seducida eran sin duda una distracción, no se había olvidado del señor Mountford. Quienquiera que fuese.

Ese pensamiento le evocó otros; recordó las recientes investigaciones de Trentham. Directo y al grano, decisivo, resuelto. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no pudo imaginar a ningún otro caballero disfrazándose como él lo había hecho. Parecía muy cómodo con aquella indumentaria. Le había parecido incluso más peligroso de lo que normalmente se lo parecía.

La imagen era excitante. Recordaba haber oído hablar de damas que se permitían vivir apasionados romances con hombres que eran de niveles sociales claramente inferiores a los suyos. ¿Podría ella? Más adelante, ¿sería susceptible de ceder ante semejantes anhelos?

La verdad era que no tenía ni idea, lo cual sólo confirmaba cuánto le quedaba por aprender aún, no sólo de pasión, sino también de sí misma. Y con cada día que pasaba era más consciente de esto último.

Llegó al final de la calle y se detuvo en la esquina. La brisa era allí más fuerte, la capa se le hinchó. Leonora la sujetó y miró hacia el parque, pero no vio a ningún perro desgarbado que regresara con un sirviente. Consideró la posibilidad de esperar, pero la brisa era demasiado fría y lo bastante fuerte como para despeinarla, así que se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos. Se sentía mucho mejor.

Con la mirada clavada en la acera, empezó a pensar decidida en la pasión, en concreto, en cómo probarla.

Las sombras se estaban alargando; el anochecer se aproximaba. Había llegado a los límites del número 12 cuando oyó unos pasos rápidos detrás de ella. Se asustó, se dio la vuelta y retrocedió hacia el alto muro de piedra al mismo tiempo que su mente le señalaba con calma las pocas probabilidades que había de que la atacaran de nuevo. Con sólo una mirada al rostro del hombre que se acercaba a toda velocidad hacia ella, supo que, en esta ocasión, su mente le mentía. Abrió la boca para gritar, pero Montgomery Mountford gruñó y la agarró con fuerza. Unas manos se cerraron de manera cruel sobre sus brazos, mientras él la arrastraba hasta el medio de la amplia acera y la zarandeaba violentamente.