– ¡Eh!

El grito llegó del final de la calle; Mountford se detuvo. Un hombre corpulento corría hacia ellos.

Mountford maldijo. Le clavaba los dedos con fuerza en los brazos cuando se dio la vuelta para mirar hacia el otro lado. Volvió a maldecir, un vulgar improperio. Un rastro de miedo surgió en su rostro y soltó un gruñido bajo.

Leonora miró y vio que Trentham también se acercaba corriendo. Un poco más allá, lo seguía otro hombre, pero fue la expresión que mostraba el rostro de Trentham lo que la impresionó y lo que paralizó momentáneamente a Mountford hasta que pudo liberarse de aquella feroz mirada y volvió a centrarse en ella. La arrastró hacia él y la obligó a retroceder hasta el muro. Leonora gritó, pero el sonido se interrumpió cuando se golpeó la cabeza con la piedra. Sólo fue vagamente consciente de que se desplomaba despacio y quedó hecha un amasijo de faldas sobre la acera.

A través de una blanca neblina, vio cómo Mountford cruzaba la calle a toda prisa, y evitaba así a los hombres que corrían hacia él desde ambos lados. Trentham no lo siguió. Se fue directo hacia ella.

Leonora lo oyó maldecir. Desde su semiinconsciencia, se dio cuenta de que la maldecía a ella, no a Mountford. Luego se vio envuelta por su fuerza y sintió que la levantaban del suelo. La abrazó, sosteniéndola. Estaba de nuevo en pie, pero Trentham soportaba la mayor parte de su peso. Parpadeó, su visión se despejó y contempló ante sus ojos un rostro en el que una primitiva emoción similar a la furia batallaba con la preocupación.

Para su alivio, venció la preocupación.

– ¿Estás bien?

Ella asintió y tragó saliva.

– Sólo un poco aturdida. -Se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza, se la tocó con cuidado, luego sonrió, aunque fue una sonrisa trémula-. Sólo es un pequeño chichón. Nada serio.

Trentham apretó los dientes y la miró con los ojos entornados. Luego, su vista se dirigió hacia el lugar por donde Mountford había huido.

Leonora frunció el cejo e intentó zafarse de él.

– Deberías haberlo seguido.

No la soltó.

– Lo han hecho los otros.

¿Los otros? Entonces ató cabos…

– ¿Tenías hombres vigilando la calle?

Él la miró brevemente.

– Por supuesto.

No le extrañaba que hubiera sentido aquella continua sensación de que la observaban.

– Podrías habérmelo dicho.

– ¿Para qué? ¿Para que así pudieras hacer algo tan tonto como esto?

Leonora ignoró el comentario y miró hacia el otro lado de la calle. Mountford se había metido en el jardín de la casa de enfrente. Los otros dos hombres, ambos más pesados y lentos que él, lo habían seguido.

Ninguno volvió a aparecer.

Trentham tenía los labios apretados en una adusta línea.

– ¿Hay una callejuela tras esas casas?

– Sí.

Reprimió el sonido, pero Leonora sospechó que se trataba de otra maldición. La estudió con la mirada, pero luego relajó el brazo con que la sujetaba.

– Te creía con más sentido común…

Ella levantó una mano para interrumpirlo.

– No tenía ninguna razón para pensar que Mountford estaría ahí fuera. Y, ya que hablamos, si tenías a hombres vigilando a ambos lados de la calle, ¿por qué lo han dejado pasar ante ellos?

Trentham volvió a mirar hacia donde sus hombres se habían dirigido.

– Debió de verlos. Seguramente se te ha acercado del mismo modo que se ha ido, a través de una callejuela y del jardín de alguien.

Volvió a estudiar su rostro.

– ¿Cómo te sientes?

– Bastante bien. -Mejor de lo que esperaba; el modo en que Mountford la había cogido la había afectado más que la colisión contra el muro. Tomó aire y lo soltó despacio-. Sólo un poco temblorosa.

Trentham asintió brevemente.

– Es el shock.

Ella se concentró en él.

– ¿Qué haces aquí?

Él finalmente se resignó. Sus hombres no iban a regresar, ni tampoco Mountford. La soltó y la tomó del brazo.

– Ayer trajeron los muebles del tercer piso. Le había prometido a Gasthorpe que vendría a verlos para darles mi aprobación. Hoy es su día libre, se ha ido a Surrey a visitar a su madre y no volverá hasta mañana. Había pensado matar dos pájaros de un tiro comprobando la casa a la vez que los muebles.

La contempló con atención, aún estaba demasiado pálida. La hizo volverse y la guió despacio por el muro del número 12 hacia el 14.

– Al final, he venido más tarde de lo que había previsto. Biggs debería estar ya dentro, así que todo irá bien hasta que Gasthorpe regrese.

Leonora asintió mientras caminaba a su lado y se apoyaba en su brazo. Cuando llegaron a la altura de la verja del número 12, se detuvo. Inspiró hondo y lo miró a los ojos.

– Si no te importa, quizá pudiese entrar y ayudarte a comprobar los muebles. -Sonrió, sin duda de un modo trémulo, luego apartó la vista. Un poco jadeante, añadió-: Preferiría quedarme contigo un poco más hasta que me recupere y pueda hacerle frente al servicio.

Ella llevaba la casa de su tío, así que no cabía duda de que habría gente esperando hablar con ella en cuanto entrara.

Tristan vaciló, pero Gasthorpe no estaba allí para mostrar su desaprobación. Y en la lista de actividades que probablemente levantarían el ánimo de una mujer, ver muebles nuevos seguramente estaría entre las primeras.

– Si así lo deseas. -Mientras ella se entretenía con los muebles, él aprovecharía para pensar cómo protegerla mejor. Por desgracia, no podía esperar que permaneciera prisionera en el interior de su propia casa.

Sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta principal y frunció el cejo cuando la hizo atravesar el umbral.

– ¿Dónde está tu perra?

– La han llevado a dar un paseo por el parque. -Volvió la vista hacia él-. La pasean los sirvientes porque es demasiado fuerte para mí.

Tristan asintió y se dio cuenta de que, una vez más, ella había seguido el hilo de sus pensamientos. Él había creído que si salía a pasear, lo haría con Henrietta. Pero si la perra era demasiado fuerte, entonces, ésa no era una opción viable más allá del jardín de la casa.

Leonora se dirigió a la escalera y él la siguió. Habían subido los primeros peldaños cuando una tos atrajo su atención hacia la puerta de la cocina. Biggs estaba allí. Saludó.

– Todo controlado aquí, milord. Estoy alerta.

Tristan le dedicó una sonrisa encantadora.

– Gracias, Biggs. La señorita Carling y yo vamos a mirar los nuevos muebles. No hará falta que nos acompañes cuando acabemos. Continúa alerta.

El hombre le hizo una reverencia y regresó a la cocina, desde donde les llegó el leve aroma a comida.

Leonora lo miró a los ojos sonriente, luego se dio la vuelta, se cogió de la baranda y continuó.

Tristan la observó, pero no la vio vacilar. Sin embargo, cuando llegaron al segundo piso, respiraba con cierta dificultad.

Frunció el cejo de nuevo y la cogió del brazo.

– Ven. -La llevó al dormitorio más grande, el que estaba sobre la biblioteca-. Siéntate. -Había un gran sillón colocado junto a la ventana y él la acercó allí.

Leonora se sentó con un pequeño suspiro y le sonrió débilmente.

– No me desmayaré.

Tristan la miró con los ojos entornados. Ya no estaba pálida, pero había una extraña tensión en ella.

– Quédate sentada y examina los muebles que puedas ver desde aquí. Yo comprobaré las otras habitaciones, luego podrás darme tu veredicto.

Leonora asintió, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo.

– Esperaré aquí.

Tristan vaciló, luego se dio la vuelta y se marchó.

Cuando se fue, ella abrió los ojos y estudió la habitación. La gran ventana daba al jardín trasero. Durante el día, entraría mucha luz, pero en ese momento la estancia estaba sumida en sombras. Había una chimenea en el centro de la pared frente al sillón; la leña estaba preparada, pero nadie la había encendido.

En ángulo junto a la chimenea había un diván; más allá, en el otro extremo del dormitorio, se alzaba un enorme armario de oscura y brillante madera. Esa misma madera adornaba la cama con dosel, que parecía enorme. Con la mirada fija en la colcha de seda color rubí, pensó en Trentham. Seguramente, sus amigos eran igual de grandes. Las cortinas de brocado rojo oscuro estaban recogidas en los postes de la cabecera de la cama. Las últimas luces se demoraban en las curvas y remolinos del adorno tallado en el cabezal, que se repetía en los postes a los pies de la cama. Con su grueso colchón, el lecho resultaba una pieza sustancial, sólida, firme. El elemento central de la habitación; el núcleo de atención de sus sentidos. Ése era, decidió, el lugar perfecto para su seducción. Mucho mejor que el invernadero. Y nadie podría interrumpirlos ni interferir. Gasthorpe estaba en Surrey y Biggs en la cocina, demasiado lejos para oír nada, siempre que cerraran la puerta.

Se volvió para examinar la sólida puerta de roble.

El encuentro con Mountford había intensificado su determinación de seguir adelante. No estaba tan temblorosa como tensa; necesitaba sentir los brazos de Trentham a su alrededor para convencerse de que se encontraba a salvo. Deseaba estar cerca de él. Deseaba el contacto físico, el placer sensual compartido. Necesitaba la experiencia, en ese momento más que nunca.

Dos minutos más tarde, Trentham entró y Leonora le señaló la puerta.

– Ciérrala para que pueda ver la cómoda.

Se volvió e hizo lo que le pedía.

Estudió diligentemente la alta cajonera.

– Entonces -Trentham se acercó, se detuvo junto al sillón y la observó-, ¿te parecen bien los muebles?

Leonora alzó la vista hacia él y sonrió despacio.

– Por supuesto, me parecen perfectos.

Los hombres mujeriegos tenían razón; cuando se presentaba la oportunidad, había que aprovecharla.

Levantó la mano. Cuando Tristan se la cogió y se la levantó con suavidad, esperaba que ella retrocediera. En cambio, movió un pie y se irguió directamente delante de él, tan cerca que le rozó el abrigo con el pecho.

Lo miró a la cara, se acercó aún más, alzó las manos, le bajó la cabeza y pegó sus labios a los suyos con un descarado beso con la boca abierta, uno en el que sólo pudo evitar caer de cabeza. Su control le falló, algo que no era habitual. La agarró de la cintura, con fuerza, para evitar devorarla.

Leonora interrumpió el beso y se echó hacia atrás, pero sólo un poco. Alzó los párpados y clavó sus ojos en los suyos. Los de ella brillaban azules entre las pestañas. Sin dejar de mirarlo, se desató la capa y dejó que la prenda cayera al suelo.

– Quería darte las gracias.

Su voz sonó ronca, grave. Lo atravesó y Tristan sintió que el cuerpo se le tensaba al reconocer lo que quería decir. Antes de que el eco se apagara, la estaba atrayendo más hacia él, con fuerza, cuerpo contra cuerpo, y bajando la cabeza.

Leonora lo detuvo con un dedo, que le deslizó por el labio inferior mientras seguía el movimiento con la mirada. Pero en lugar de apartarse, se acercó más y se dejó caer contra él.

– Porque estabas ahí cuando te he necesitado.

Sin pensar, Tristan la abrazó. Leonora lo miró a los ojos y volvió a deslizar la mano hasta su nuca.

– Gracias.

Él tomó su boca cuando se la ofreció y se sumergió profundamente. No sólo sintió placer, sino una sensación de tranquilidad que se deslizó por sus venas. Le pareció bien que le diera las gracias así; no vio ningún motivo para renunciar a ese momento, para hacer otra cosa que no fuera saciar sus sentidos con el tributo que le ofrecía.

Ella se pegó a él, su cuerpo era una promesa de felicidad absoluta.

Entre los dos, de las brasas encendidas surgieron unas llamaradas que saltaron bajo su piel. Tristan sintió cómo se avivaba el fuego y confiado en que sabía hasta dónde podía llegar ella, dejó que ardiera. Dejó que sus dedos se deslizaran hasta sus pechos. Cuando notó los dulces montículos prietos y tensos, buscó los encajes. Se encargó de ellos y de los lazos de la camisola con gran destreza.

Sus senos quedaron libres en sus manos. Leonora jadeó a través del beso. Tristan la abrazó, la atrajo, amasándolos posesivamente y avivando aún más las llamas.

Interrumpió el beso, hizo que levantara la cabeza y apoyó los labios en su garganta. Descendió hasta donde su pulso palpitaba frenéticamente, luego lamió, acarició, succionó.

Ella jadeó, el sonido resonó en el silencio y lo empujó a seguir. La hizo darse la vuelta, se sentó sobre el brazo del sillón y la atrajo hacia él, al tiempo que le bajaba el vestido y la camisola hasta la cintura para poder devorarla.

Le había ofrecido su regalo y él lo había aceptado. Con los labios y la lengua tomó y reclamó. Recorrió sus firmes curvas. Besó ardientemente aquellos tensos pezones. Escuchó su respiración entrecortada y sintió cómo le clavaba los dedos en el cuero cabelludo mientras la provocaba.