Entonces, se introdujo un duro pezón en la boca, lo rozó levemente y Leonora se tensó. Succionó con delicadeza, luego la calmó con la lengua y aguardó hasta que se relajó para chuparlo y succionarlo de nuevo.

Ella gritó al tiempo que se arqueaba en sus brazos, pero Tristan no mostró ninguna piedad, succionó vorazmente un pecho primero, luego el otro.

Los dedos de ella se tensaron sujetándolo contra su cuerpo. Él le deslizó las manos por la cintura, por la cadera y después hacia atrás para atraparle el trasero, abrió las piernas y la pegó a sus caderas. La atrajo de forma que su estómago quedase pegado al suyo, aliviando y provocando al mismo tiempo su ardiente anhelo.

Cuando cerró las manos y la acarició, sintió más que oyó su jadeo, pero no se detuvo, sino que la exploró más íntimamente. La mantuvo a su merced. Provocó y jugueteó con los labios en sus inflamados pechos, mientras ella movía la parte inferior del cuerpo de un modo sugestivo, acercando las caderas, el estómago y los muslos a él a su antojo.

Leonora tomó aire y bajó la cabeza. Tristan le soltó los pechos, alzó la vista y ella atrapó su boca. Se deslizó en su interior, lo acarició y excitó, lo dejó sin respiración y luego se retiró.

De inmediato, Tristan sintió las manos de ella en la garganta, quitándole el pañuelo. Sus bocas volvieron a fundirse mientras Leonora le deslizaba los dedos por el torso. Le abrió la camisa. Se la sacó de la cinturilla del pantalón y le pasó la punta de los dedos por el pecho de una manera provocativa, leve, enloquecedora.

– Quítate el abrigo.

Las palabras fueron un susurro que le atravesó el cerebro. La piel le ardía, así que le pareció una buena idea. La soltó durante un segundo, se levantó y se lo quitó. El pañuelo, el abrigo y la camisa cayeron sobre el sillón.

Grave equivocación. En el instante en que sus pechos desnudos le rozaron el torso, Tristan supo que había cometido un error, pero no le importó. La sensación fue tan erótica, tan totalmente acorde con alguna necesidad más profunda, que se deshizo de aquella advertencia con la misma facilidad con que lo había hecho de la camisa. La abrazó, se sumergió en aquella acogedora boca, consciente hasta la médula del leve contacto de sus manos sobre la piel; inocente, vacilante, exploradora. Consciente de la oleada de placer que le provocaba, de la respuesta que surgía del interior de aquella mujer.

No la presionó, sino que la dejó sentir y aprender tanto como quiso mientras su ego se complacía increíblemente por su ávido deseo. La pegó a él con las manos extendidas sobre su espalda desnuda y recorrió sus delicados músculos dorsales.

La sintió delicada, maleable, pero con su propia fuerza femenina, un eco de todo lo que era.

Nunca había estado con una mujer a la que deseara más, una que prometiera saciarlo tan completamente. No sólo sexualmente, sino a un nivel más profundo, uno que, en su estado actual, no reconocía ni comprendía. Fuera lo que fuese, la compulsiva necesidad que provocaba en él era fuerte. Más fuerte que cualquier lujuria, que el mero deseo.

Su control nunca había tenido que vérselas con semejante sentimiento. Se quebró, se hizo añicos y él ni siquiera se dio cuenta. Ni siquiera tuvo el sentido común de retroceder cuando los exploradores dedos de ella descendieron más, y se limitó a gruñir cuando lo recorrió, de una forma tentadora, abiertamente asombrada.

Asustada, apartó la mano, pero él se la cogió. Cerró la suya alrededor y volvió a guiarla hasta allí. La urgió a descubrirlo del mismo modo en que él pretendía descubrirla a ella. Interrumpió el beso y observó su rostro mientras lo hacía. Disfrutó de su inocencia y aún más de su despertar.

Los pulmones se le constriñeron hasta que se sintió mareado. Continuó observándola, mantuvo los sentidos centrados en ella, lejos de la conflagración que estaba causando, de la urgente necesidad que lo atravesaba, palpitante.

Sólo cuando Leonora alzó de nuevo los ojos con los labios abiertos, sonrosados por sus besos, se movió para atraerla otra vez hacia él y volver a tomar su boca para sumergirla más profundamente en la magia, más profundamente en su hechizo.

Cuando por fin liberó sus labios, Leonora apenas podía pensar. Tenía la piel en llamas, igual que él. Tocaran donde tocasen, surgía el ardor, vibraban. Los pechos le dolían, insoportablemente sensibles por el roce del oscuro vello que cubría el torso de él, un torso que era una maravillosa escultura de duros músculos. Sus dedos encontraron cicatrices y rasguños aquí y allá; el leve bronceado del rostro y el cuello se extendía por su pecho, como si de vez en cuando trabajara al aire libre sin camisa. Sin ésta era asombroso, parecía un dios que hubiera cobrado vida. Leonora sólo había visto cuerpos masculinos como ése en los libros de antiguas esculturas. Sin embargo, el suyo tenía vida, era real y totalmente masculino. El contacto de su piel, la elasticidad de los músculos, la pura fuerza que poseía la abrumó.

Sus labios, su lengua provocaban a la de ella hasta que levantó la cabeza y la besó en la sien.

Finalmente, le susurró en la oscuridad:

– Quiero verte. Acariciarte.

Retrocedió lo justo para poder mirarla a los ojos. Los de él se veían oscuros, terriblemente decididos. Su fuerza la rodeaba, la envolvía, mientras le acariciaba la piel desnuda con las manos. Leonora sintió cómo las deslizaba por sus costados y luego se tensaban, preparadas para bajarle aún más el vestido y la camisola.

– Déjame que lo haga.

Era una orden y una petición al mismo tiempo. Ella dejó escapar el aire despacio y asintió muy levemente. Trentham empujó el vestido y la camisola. Una vez pasada la curva de las caderas, ambas prendas cayeron sin más. El suave y sedoso susurro de la tela resonó en la estancia.

Había oscurecido, sin embargo, aún quedaba suficiente luz para que pudiera ver su rostro cuando bajó la mirada, mientras con un brazo la rodeaba y con la otra mano la recorría desde el pecho a la cintura, luego a la cadera para acariciar hacia afuera y hacia adentro la parte superior del muslo.

– Eres tan hermosa…

Las palabras escaparon de sus labios, ni siquiera pareció darse cuenta, como si no las hubiera dicho conscientemente. Sus rasgos se veían tensos, sus facciones severas, sus labios eran una dura línea. No había ninguna suavidad en su rostro, ni rastro de su encanto. Todas las dudas que aún tenía sobre la corrección de sus acciones se carbonizaron en ese momento, se convirtieron en cenizas con la dura emoción que vio en el rostro de él. Leonora no sabía lo suficiente para darle nombre, pero fuera lo que fuese esa emoción, era lo que ella deseaba, lo que necesitaba. Se había pasado la vida anhelando que un hombre la mirara de ese modo, como si fuera más preciosa, más deseable que nadie. Como si estuviera más que dispuesto a entregar el alma por lo que ella sabía que ocurriría a continuación. Lo buscó al mismo tiempo que él la buscaba. Sus labios se unieron y las llamas rugieron.

Se habría sentido asustada si él no hubiera estado allí, sólido y real, alguien a quien poder aferrarse, su ancla en la vorágine que los atravesaba, que los envolvía.

Sus manos se deslizaron hacia abajo, la rodearon, se cerraron sobre su trasero desnudo; la acarició y una oleada de calor le atravesó la piel. Le siguió la fiebre, un ardiente deseo urgente que se inflamó y aumentó cuando le saqueó evocadoramente la boca, cuando la abrazó, le levantó las caderas hacia él y sugestivamente pegó su suave carne contra la rígida línea de su erección.

Leonora gimió, caliente, hambrienta y deseosa.

Lasciva. Ansiosa. Decidida.

Cuando la levantó aún más, le rodeó instintivamente los hombros con los brazos y las caderas con sus largas piernas.

Su beso se tornó incendiario. Y Tristan lo interrumpió únicamente para darle una breve instrucción.

– Ven. Túmbate conmigo.

Leonora respondió con otro beso abrasador mientras Tristan la llevaba hasta la cama y los dejaba caer a ambos sobre ella. Se colocó encima de Leonora y colocó una pierna entre las suyas.

Sus labios se unieron, se fundieron. Tristan se sumergió en el beso, dejó que sus errantes sentidos se deleitaran con el divino placer de tenerla debajo de él, desnuda y ávida. Una primitiva parte de su alma, totalmente masculina, se llenó de alegría. Deseaba más. Dejó que sus manos vagaran, modelaran sus pechos, descendieran, le acariciaran las caderas, se deslizaran para abarcar el trasero. Le hizo abrir más las piernas, le apoyó una mano en el estómago y sintió cómo reaccionaban los músculos, cómo se contraían. Llevó entonces los dedos más abajo, los enredó en los oscuros rizos que cubrían el punto donde se unían sus piernas. Los hundió allí y acarició la suave y dulce carne que ocultaban. Sintió su estremecimiento. Le hizo abrir aún más las piernas y la abarcó por completo con la palma de la mano. Leonora inspiró y Tristan abrió la boca y la besó más profundamente, luego se retiró un poco, pero dejó que sus labios se rozaran, se tocaran, lo suficiente para que ella lo sintiera plenamente.

Sus respiraciones se entremezclaron, acaloradas y urgentes; sus miradas se encontraron y siguieron fijas la una en la otra mientras él movía la mano y la tocaba, la acariciaba, la recorría íntimamente. Leonora le mordió el labio inferior cuando la hizo abrirse, cuando la provocó, disfrutando del resbaladizo calor de su cuerpo. Luego, lentamente, sin prisa, deslizó un dedo en su interior.

Se quedó sin aliento y cerró los ojos. Su cuerpo se elevó bajo el de él.

– Quédate conmigo -dijo Tristan mientras la acariciaba, entrando y saliendo, dejando que se acostumbrara a su contacto, a esa sensación.

Ella respiraba con dificultad, pero se obligó a abrir los ojos; poco a poco, su cuerpo se relajó. Despacio, muy despacio, floreció para él.

Tristan observó cómo sucedía, cómo el sensual placer se elevaba y la arrastraba lejos, cómo se le oscurecían los ojos, sintió cómo se le tensaban los dedos y le clavaba las uñas en los músculos.

Entonces, la respiración de Leonora se quebró, arqueó la espalda, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos.

– Por favor… bésame. -La voz terminó en un jadeo cuando la sensación aumentó, se arremolinó allí, se intensificó.

– No. -Con los ojos fijos en su rostro, la empujó a seguir-. Quiero verte.

Ella apenas podía respirar, luchaba por mantener la cordura.

– Recuéstate y deja que suceda. Déjate llevar.

Tristan alcanzó a ver un atisbo de brillante azul entre sus pestañas. Le introdujo otro dedo junto al primero y empujó más profundamente, más rápido.

Y Leonora estalló.

Tristan pudo ver cómo el clímax la dominaba, oyó el suave grito que escapó de sus inflamados labios, sintió cómo se contraía, potente y prieta y luego se relajaba, mientras las ondulantes réplicas se repetían a través de aquel aterciopelado calor.

Con los dedos aún en su interior, se inclinó y la besó. Larga y profundamente, dándole todo lo que pudo, permitiéndole saborear su deseo, sentir su avidez, después, poco a poco, retrocedió.

Cuando retiró los dedos y levantó la cabeza, las manos de Leonora, entrelazadas en su nuca, se cerraron y lo apretaron. Abrió los ojos y estudió los de él, su rostro. Fue consciente de la decisión que había tomado, pero cuando se echó hacia atrás para dejarla respirar, para su sorpresa, Leonora lo agarró con más fuerza, lo pegó a ella, le sostuvo la mirada y luego se lamió los labios.

– Me debes un favor. -Su voz era un ronco susurro y ganó fuerza con las siguientes palabras-. Lo que sea, dijiste. Así que prométeme que no te detendrás.

Tristan parpadeó.

– Leonora…

– No. Te quiero conmigo. No te detengas. No me dejes.

Él apretó los dientes. Lo había pillado por sorpresa. Estaba desnuda, tumbada debajo de su cuerpo, todavía vibrante… y le estaba rogando que la tomara.

– No es que no te desee…

Ella movió un muslo. Tristan inspiró bruscamente. Gruñó y cerró los ojos. No pudo bloquear sus sentidos. Decidido, apoyó las palmas en la cama y se levantó, lejos de su calor. Sólo entonces volvió a abrirlos. Y se detuvo. Los de ella se veían brillantes. ¿Eran lágrimas? Leonora parpadeó con fuerza, pero no apartó la mirada de la suya.

– Por favor, no me dejes.

Se le quebró la voz. Algo en el interior de Tristan también se quebró. Su resolución, su seguridad se hicieron añicos.

La deseaba tanto que apenas podía pensar. Sin embargo, lo último que debía hacer era sumergirse en su suave calor, tomarla, reclamarla así, en aquel momento. Pero no era inmune a la necesidad que veía en sus ojos, una necesidad que no podía identificar, pero que sabía que tenía que satisfacer.

A su alrededor, la casa estaba en silencio, tranquila. Fuera, había caído la noche. Estaban solos, envueltos en las sombras, desnudos sobre una amplia cama. Y ella lo deseaba en su interior.