CAPÍTULO 11
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Leonora estudió su agenda social. Estaba mucho más apretada de lo que lo había estado tres días antes.
– Tú decides -le había dicho Mildred cuando ella bajó del carruaje la noche anterior.
Mientras se comía la tostada, sopesó sus posibilidades. Aunque la Temporada propiamente dicha no empezaba hasta al cabo de unas semanas, había dos bailes esa noche a los que estaban invitadas. El evento más importante era en Colchester House, en Mayfair, el menos destacado y sin duda menos formal, en casa de los Massey, en Chelsea.
Trentham esperaría que asistiera al de los Colchester, que apareciera allí como lo había hecho la noche anterior en casa de lady Holland.
Leonora se levantó y se dirigió al salón para escribirles una nota rápida a Mildred y Gertie informándolas de que le apetecía visitar a los Massey esa noche. Sentada a su escritorio, redactó la breve nota y llamó a un sirviente. Albergaba la esperanza de que, en ese caso, la distancia apagara el fuego en lugar de avivarlo; aparte de que su ausencia en casa de los Colchester disgustaría a Trentham, existía también la posibilidad de que, si lo dejaba solo en aquella situación, quizá se viera atraído por alguna otra dama, o tal vez lo distrajera alguna de la calaña de Daphne…
Leonora alzó la vista cuando entró el sirviente y le dio la nota para que la entregara. Hecho eso, se recostó y centró su atención en asuntos más serios. Dada su testaruda negativa a aceptar la petición de mano de Trentham, quizá fuera una ingenua al creer que continuaría ayudándola en el asunto de Montgomery Mountford. Sin embargo, cuando intentó imaginárselo perdiendo interés, retirando a los hombres que tenía vigilando la casa, no lo logró. Independientemente de su relación personal, sabía que él no permitiría que se enfrentara sola a Mountford. De hecho, en vista de lo que había descubierto sobre su carácter, la idea parecía de risa.
Seguirían con su asociación no declarada hasta que el misterio se resolviera; por lo tanto, le convenía acelerar el asunto lo máximo posible. Mantenerse alejada de las trampas de Trentham mientras trataba con él a diario no sería fácil, así que prolongar el peligro era una imprudencia. No podía esperar respuesta a sus cartas durante al menos unos días más. Entonces, ¿qué más podía hacer?
La sugerencia de Trentham de que el trabajo de Cedric era el objetivo más probable de Mountford había sido muy acertada. Además de las cartas de aquél, en el taller había más de veinte libros de contabilidad y diarios. Leonora los había subido al salón y los había dejado en un rincón. Al verlos, se acordó de la elegante, descolorida y apretada escritura de su difunto primo.
Se levantó, subió por la escalera e inspeccionó el dormitorio de Cedric. Estaba cubierto por una capa de polvo de varios centímetros y había telarañas por todas partes. Encargó a las doncellas que limpiaran la habitación; la registraría al día siguiente. A continuación, bajó al salón y se acomodó para revisar los diarios.
Cuando anocheció, no había descubierto nada más excitante que la receta de un mejunje para quitar las manchas de la porcelana; era difícil creer que Mountford y su misterioso extranjero estuvieran interesados en eso. Dejó a un lado los libros y subió al piso de arriba para cambiarse.
La residencia de los Massey era muy antigua. Se trataba de una laberíntica casa de campo construida a la orilla del río. Los techos eran más bajos de lo que en ese momento se consideraba moderno y había una gran cantidad de madera oscura en las vigas y los paneles, pero las sombras se dispersaban junto a las lámparas, candelabros y apliques diseminados generosamente por las habitaciones. Las grandes estancias interconectadas eran perfectas para un entretenimiento menos formal. Una pequeña orquesta desafinaba en el extremo del comedor que daba al río, convertido para la ocasión en una zona de baile.
Tras saludar a la anfitriona en el vestíbulo, Leonora entró en el salón mientras se decía a sí misma que lo pasaría bien, que el aburrimiento causado por la falta de un propósito que habitualmente la aquejaba no la afectaría esa noche, porque realmente tenía un propósito.
Por desgracia, divertirse con otros caballeros sin Trentham allí para verlo… Le resultaba difícil convencerse de que pudiera sacarle demasiado provecho a aquella velada. No obstante, allí estaba, ataviada con un vestido de seda de un oscuro azul turbulento que ninguna dama joven y soltera debería llevar. Como no tenía especial interés en hablar, podría bailar.
Dejó a Mildred y a Gertie con un grupo de amigas, atravesó la estancia y se detuvo para saludar aquí y allá mientras avanzaba. Un baile acababa de terminar cuando entró en el comedor; examinó rápidamente a los presentes considerando cuál de los caballeros…
Unos largos dedos y una dura palma se cerraron sobre su mano; sus sentidos reaccionaron informándola de quién estaba a su lado incluso antes de que se volviera y se encontrara con su mirada.
– Buenas noches. -Con los ojos fijos en ella, Trentham se llevó su mano a los labios y arqueó una ceja-. ¿Bailas?
Sólo ver su expresión y oír el tono de su voz la hizo cobrar vida. Sus nervios se tensaron, sus sentidos vibraron. Una oleada de placentera anticipación la atravesó. Leonora tomó aire mientras su imaginación le proporcionaba con entusiasmo detalles de cómo sería bailar con él.
– Yo… -Apartó la vista y la dirigió al mar de bailarines que esperaban a que empezara la siguiente pieza.
Trentham no dijo nada, simplemente esperó. Cuando Leonora se volvió hacia él, la miró.
– ¿Sí?
Sus ojos color avellana se veían perspicaces, atentos; tras ellos acechaba una leve diversión.
Ella se sintió apretar los labios y levantó la barbilla.
– En realidad… ¿por qué no?
Trentham sonrió, no con encanto, sino con la depredadora satisfacción que le causaba que aceptara el desafío. La guió hacia adelante cuando las primeras notas de un vals empezaron a sonar.
Tenía que ser un vals. En cuanto la atrajo hacia sus brazos, Leonora supo que se encontraba en apuros. Mientras, valerosa, luchaba por reprimir la respuesta ante semejante cercanía, ante la percepción de su fuerza envolviéndola de nuevo, de aquella mano extendida sobre la seda de su espalda, buscó una distracción y frunció el cejo.
– Creía que asistirías a la fiesta de los Colchester.
Él sonrió.
– Sabía que tú estarías aquí. -La contempló burlón, perverso, peligroso-. Créeme, estoy muy satisfecho con tu elección.
Si Leonora había albergado alguna duda sobre a qué se refería, el giro en el extremo de la sala se lo aclaró todo. Si hubieran estado en casa de los Colchester, bailando el vals en su enorme salón de baile, no habría podido pegarla tanto a él, no habría podido cerrar los dedos tan posesivamente alrededor de su mano, ni estrecharla tan fuerte en los giros que sus caderas se rozaban. Allí, sin embargo, la pista de baile estaba atestada con otras parejas, todas absortas en sí mismas, inmersas en el momento. No había damas sentadas junto a las paredes, observando, a la espera de mostrar su desaprobación.
Cuando le separó las piernas con la suya, todo él poder reprimido, mientras la hacía girar, Leonora no pudo contener un estremecimiento en respuesta, no pudo impedir que sus nervios, que todo su cuerpo reaccionara.
Tristan estudió su rostro, se preguntó si tendría idea de lo receptiva que era, de lo que provocaba en él ver sus ojos ardiendo, luego oscureciéndose, ver cómo sus pestañas descendían y sus labios se abrían. Pero supo que ella no era consciente de todo eso, lo que sólo empeoró e intensificó el efecto y lo dejó con un dolor aún mayor. El insistente sentimiento había ido aumentando a lo largo de los últimos días, convirtiéndose en una acuciante molestia con la que no había tenido que batallar nunca antes. Antes había sido fácil de aplacar. Pero ahora…
Todos sus sentidos se centraron en Leonora, en el balanceo de su maleable cuerpo en sus brazos, en la promesa de su calidez, el evasivo y provocador tormento de la pasión que parecía decidida a negarle.
Eso último era algo que él no permitiría, que no debería permitir.
La música acabó y se vio obligado a parar, a soltarla. Lo hizo de mala gana, y los ojos abiertos como platos de Leonora le indicaron que había notado su actitud reacia.
Carraspeó y se alisó el vestido.
– Gracias. -Miró a su alrededor-. Ahora…
– Antes de que pierdas el tiempo planeando algo más, como atraer a otros caballeros para que bailen contigo o algo así, te diré que mientras estés conmigo no bailarás con nadie más.
Ella se volvió hacia él.
– ¿Disculpa?
No podía creer lo que acababa de oír.
Los ojos de Trentham se mantuvieron fijos en ella y arqueó una ceja.
– ¿Quieres que te lo repita?
– ¡No! Quiero olvidar que he oído una impertinencia tan ofensiva.
Él parecía totalmente insensible a su creciente ira.
– Eso sería desaconsejable.
Leonora sintió que su genio se disparaba; habían mantenido el tono de voz bajo, pero no le cabía duda hacia qué derroteros se dirigía la discusión, así que se irguió, adoptó la pose más altiva que pudo e inclinó la cabeza.
– Si me disculpas…
– No. -Unos dedos de acero le rodearon el codo; Trentham señaló con la cabeza el otro extremo de la sala-. ¿Ves esa puerta de allí? Vamos a salir por ella.
Ella tragó una gran bocanada de aire, contuvo la respiración y contestó con cuidado:
– Soy consciente de que tu experiencia en la buena sociedad…
– La buena sociedad me mata de aburrimiento. -La miró y empezó a guiarla de un modo eficaz y discreto hacia la puerta cerrada-. Por lo tanto, no es probable que preste mucha atención a sus críticas.
El corazón le martilleaba en el pecho. Cuando lo miró a los ojos, se dio cuenta de que no estaba jugando sólo con un lobo, sino con un lobo salvaje. Uno que no reconocía ninguna norma más allá de las suyas propias.
– No puedes limitarte a…
«Secuestrarme. Violarme.»
La intensidad de su mirada la dejó sin respiración. Trentham mantenía los ojos fijos en su rostro, evaluando, juzgando, mientras la hacía atravesar con habilidad la atestada sala.
– Sugiero que nos retiremos a un lugar donde podamos hablar sobre nuestra relación en privado.
Había estado en privado con él muchas veces, así que no había necesidad de que sus sentidos saltaran al oír la palabra. No había necesidad de que su imaginación se descontrolara. Irritada por su reacción, se esforzó por tomar las riendas de nuevo. Levantó la cabeza y asintió:
– Muy bien, estoy de acuerdo. Es evidente que necesitamos hablar sobre nuestras diferentes opiniones y dejarlo todo claro.
Ella no iba a casarse con él, ése era el punto que Trentham debía aceptar. Si subrayaba ese hecho, si se aferraba a eso, estaría a salvo.
Llegaron a la puerta y él se la abrió; Leonora entró en un pasillo al que daban las salas de recepción. Era lo bastante amplio como para que pudieran caminar el uno junto al otro; un lado estaba revestido de paneles tallados en los que se encontraban las puertas, el otro era una pared con ventanas que daban a los jardines privados.
A finales de primavera y en verano, esas ventanas estarían abiertas y el pasillo se convertiría en un maravilloso lugar donde los invitados podrían pasear. Pero esa noche, con un crudo viento soplando y la promesa de la helada en el aire, todas las puertas y ventanas estaban cerradas y el pasillo desierto. Así y todo, entraba suficiente luz de la luna para que pudiera verse. Los muros eran de piedra, las puertas de sólido roble. En cuanto Trentham cerró la puerta del pasillo tras ellos, se encontraron sumidos en un mundo privado y plateado. La soltó y le ofreció el brazo, pero Leonora fingió que no se había dado cuenta del gesto. Con la cabeza alta, caminó despacio.
– El punto que debemos tratar…
Se interrumpió cuando la mano de Trentham se cerró alrededor de la suya, posesiva. Se detuvo y bajó la mirada hacia sus dedos engullidos por aquella palma.
– Esto -afirmó con la mirada fija en aquella imagen- es un perfecto ejemplo del tema que debemos discutir. No puedes ir por ahí cogiéndome la mano, agarrándome como si, de algún modo, te perteneciera…
– Me perteneces.
Leonora alzó la vista y parpadeó.
– ¿Disculpa?
Tristan la miró a los ojos; le gustó explicarse.
– Tú me perteneces. -Se sintió bien al afirmarlo, reforzando así la realidad.
Cuando ella abrió los ojos como platos, él continuó:
– No sé lo que imaginaste que estabas haciendo, pero te entregaste a mí. Te ofreciste a mí. Yo te acepté y ahora eres mía.
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