Leonora apretó los dientes y los ojos le centellearon.
– Eso no es lo que pasó. Dios sabe por qué, pero estás malinterpretando a propósito el incidente.
No dijo nada más, pero lo miró desafiante.
– Vas a tener que esforzarte mucho más para convencerme de que tenerte desnuda debajo de mí en la cama en Montrose Place fue producto de mi imaginación.
Ella apretó la mandíbula.
– Malinterpretar, no imaginar.
– Ah, así que reconoces que lo hiciste, de hecho…
– Lo que sucedió -lo interrumpió-, como tú bien sabes, fue que disfrutamos de un agradable encuentro.
– Que yo recuerde, me rogaste que… «te iniciara». Ése fue, creo, el término que acordamos.
Incluso bajo aquella tenue luz, pudo ver cómo se ruborizaba. Pero Leonora asintió.
– Ése es.
Cuando ella se volvió y avanzó por el pasillo, Trentham la siguió, aún cogiéndola de la mano.
No habló en seguida, en lugar de eso, tomó una profunda inspiración y Tristan fue consciente de que iba a conseguir al menos parte de una explicación.
– Tienes que comprender, y aceptar, que no deseo casarme, ni contigo ni con nadie. No tengo ningún interés en ello. Lo que sucedió entre nosotros… -Leonora alzó la cabeza y contempló el largo pasillo- fue sólo porque yo deseaba saber, experimentar… -Bajó la vista y continuó caminando-. Y pensé que eras una elección prudente como maestro.
Tristan esperó, luego, con tono controlado, nada agresivo, dijo:
– ¿Por qué pensaste eso?
Ella se soltó y movió la mano entre los dos.
– La atracción era evidente. Simplemente estaba ahí, tú sabes que lo estaba.
– Sí. -Tristan empezaba a entender… Se detuvo.
Leonora también se paró y se volvió hacia él, lo miró a los ojos, estudió su rostro.
– Entonces, lo entiendes, ¿verdad? Fue sólo para saber… eso es todo. Sólo una vez.
Con mucho cuidado, él preguntó:
– Eso es todo. Ya está. ¿Es el fin?
Ella levantó la cabeza y asintió.
– Sí.
Tristan le sostuvo la mirada durante un largo momento, luego murmuró:
– Ya te advertí en la cama en Montrose Place que no habías calculado bien tu estrategia.
Leonora levantó la cabeza un poco más, pero afirmó sin inmutarse:
– Eso lo dijiste cuando sentiste que tenías que casarte conmigo.
– Sé que tengo que casarme contigo, Leonora, pero no me refiero a eso.
La exasperación destelló en los ojos de ella.
– ¿A qué te refieres pues?
Tristan sintió que una sonrisa adusta y cínica luchaba por aparecer en sus labios, pero la alejó y mantuvo el semblante impasible.
– Esa atracción que has mencionado, ¿ha desaparecido?
Leonora frunció el cejo.
– No. Pero desaparecerá, sabes que desaparecerá… -Se detuvo porque él estaba negando con la cabeza.
– Yo no sé semejante cosa.
Una cauta irritación inundó sus facciones.
– Admito que aún no ha desaparecido, pero sabes perfectamente bien que los caballeros no se sienten atraídos por la misma mujer durante mucho tiempo. En unas pocas semanas, en cuanto hayamos identificado a Mountford y ya no me veas a diario, te olvidarás de mí.
Tristan dejó que el momento se prolongara mientras valoraba sus alternativas. Al final, preguntó:
– ¿Y si no me olvido?
Ella entornó los ojos y abrió los labios para reiterar que sí lo haría, pero Trentham la interrumpió al acercarse más, más cerca, y pegarla a las ventanas. De inmediato, el calor surgió entre ellos, evocador, atrayente. Los ojos le ardieron, dejó de respirar, luego continuó más rápido. Leonora alzó las manos, las apoyó levemente en su torso y bajó las pestañas cuando él se inclinó más cerca.
– Nuestra atracción mutua no ha desaparecido lo más mínimo. Más bien se ha intensificado. -Le susurró esas palabras junto a la mejilla. No la estaba tocando, no la sujetaba con nada más que con su cercanía-. Tú dices que desaparecerá, yo digo que no. Yo estoy seguro de que tengo razón, aunque tú estás segura de que la tienes tú. Quieres solucionar el asunto y yo estoy dispuesto a llegar a un acuerdo.
Leonora se sentía mareada. Sus palabras eran ominosas, contundentes, magia negra en su mente. Le rozó la sien con los labios, el más leve contacto; sintió su aliento en la mejilla. Tomó aire.
– ¿Qué acuerdo?
– Si la atracción desaparece, aceptaré liberarte. Hasta que no sea así, eres mía.
Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal.
– Tuya. ¿A qué te refieres con eso?
Sintió que sus labios se curvaban contra su mejilla.
– Exactamente lo que estás pensando. Hemos sido amantes, somos amantes. -Su boca descendió para acariciarle la mandíbula-. Continuemos así mientras dure la atracción. Si continúa, como estoy seguro de que continuará, pasado un mes, nos casamos.
– ¿Un mes? -Su proximidad estaba minando su razón, la dejaba aturdida.
– Estoy dispuesto a satisfacerte durante un mes, no más.
Leonora se esforzó para concentrarse.
– Y si la atracción desaparece, aunque no muera por completo, sino que en un mes se apague, ¿estarás de acuerdo en que un matrimonio entre nosotros no estará justificado?
Tristan asintió.
– Eso es.
Le rozó los labios con los suyos y los rebeldes sentidos de ella saltaron.
– ¿Estás de acuerdo?
Leonora vaciló. Había salido para aclarar lo que había entre ellos; lo que él sugería parecía un modo razonable de avanzar… Asintió.
– Sí.
Y cuando bajó los labios hasta los suyos, suspiró mentalmente de placer, sintió que sus sentidos se desplegaban como pétalos bajo el sol, deleitándose, disfrutando, absorbiendo el placer, saboreando el impulso, su atracción mutua.
Se apagaría, lo sabía, no le cabía la menor duda. Puede que se hiciera más fuerte en ese momento simplemente porque, al menos para ella, era algo nuevo. Sin embargo, al final, inevitablemente, su poder disminuiría. Hasta entonces… podría aprender más, comprender más, explorar más. Al menos un poco más. Deslizó las manos hacia arriba, le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso. Abrió los labios para él, le entregó su boca y sintió cómo surgía la adictiva calidez entre los dos cuando Trentham aceptó la invitación.
Él se acercó más, la pegó por completo a la ventana rodeándole la cintura con una dura mano para sostenerla mientras sus bocas se fundían, mientras sus lenguas se batían en duelo y se entrelazaban, se acariciaban, se exploraban, se reclamaban de nuevo. El deseo estalló. Leonora lo sintió en él, un evidente endurecimiento de sus músculos, un anhelo reprimido, y notó su propia respuesta, una creciente oleada de ardiente afán que manó y la inundó. Eso hizo que se pegara más a él, que le recorriera la mandíbula con la mano mientras lo tentaba a profundizar el beso. Trentham lo hizo y, por un momento, el mundo desapareció. Las llamas destellaron, rugieron.
De repente, él se echó hacia atrás. Interrumpió el beso lo suficiente para murmurar contra sus labios:
– Necesitamos encontrar un dormitorio.
Leonora se sentía mareada, aturdida. Lo intentó, pero no pudo concentrarse.
– ¿Por qué?
Los labios de él se pegaron de nuevo a los suyos, tomando, necesitando, dando, pero volvió a retirarse, su respiración sonaba alterada.
– Porque deseo llenarte y tú deseas que lo haga. Y aquí es demasiado peligroso.
Sus crudas palabras la impactaron, la excitaron. Hicieron que recuperara un poco la compostura. Lo suficiente para que pudiera pensar más allá del calor que le recorría las venas, del martilleo en la sangre. Lo suficiente para darse cuenta de que… ¡era demasiado peligroso en cualquier parte! No porque él se equivocara, sino porque tenía toda la razón. El simple hecho de oírselo decir había aumentado su deseo, había intensificado su ardiente anhelo, el vacío que sabía que él podría llenar y que lo haría. Deseaba desesperadamente volver a vivir ese placer de tenerlo unido a ella.
Se zafó de sus brazos.
– No, no podemos.
Trentham la miró y parpadeó aturdido.
– Sí, sí podemos. -Pronunció estas palabras con convicción, como si le estuviera asegurando que podían pasear por el parque.
Leonora se quedó mirándolo. Se dio cuenta de que no tenía ninguna esperanza de darle una razón convincente contra aquella afirmación. Nunca se le había dado bien mentir.
Antes de que pudiera cogerla de la muñeca, como solía hacer, y llevarla hasta una cama, se dio la vuelta y salió corriendo por el pasillo. Le dio la impresión de que la seguía mientras ella abría una de las muchas puertas. Cuando la atravesó a toda prisa, se quedó con la boca abierta en una silenciosa exclamación. Se detuvo, tambaleándose de puntillas en la entrada de un gran armario para la ropa blanca. Se encontraba junto al comedor; había manteles y servilletas pulcramente apilados en los estantes de ambos lados. Al fondo de la diminuta cámara, llenando el hueco entre dichos estantes, había un banco para doblar. Antes de que pudiera darse la vuelta, sintió a Trentham detrás, en la puerta, bloqueando cualquier vía de escape.
– Excelente elección. -Su voz fue un ronroneo profundo y siniestro. Curvó la mano alrededor de su trasero, la empujó hacia adelante y, entrando tras ella, cerró la puerta.
Leonora se dio la vuelta.
Tristan la atrajo hacia él, acercó los labios a los suyos y dio rienda suelta a su pasión. La besó desesperadamente, dejó que el deseo lo dominara, permitió que las pasiones contenidas de la última semana surgieran.
Leonora se dejó caer sobre él, envuelta en la vorágine. Tristan saboreó su respuesta. Sintió cómo se le tensaban los dedos, cómo le clavaba las uñas en los hombros cuando lo alcanzó, lo aplacó, lo atormentó… Luego lo urgió a continuar.
No tenía ni idea de por qué se había opuesto a buscar una cama; quizá deseaba expandir sus horizontes. Tristan estaba demasiado dispuesto a complacerla, a demostrarle todo lo que podría lograrse incluso en aquel lugar.
Una estrecha claraboya sobre la puerta dejaba entrar un haz de luz de luna, lo suficiente para permitirle ver. Su vestido le recordaba a un mar sacudido por una tormenta, del que sus pechos surgían, ardientes e inflamados, anhelantes de su contacto. Cerró las manos sobre ellos y la oyó gemir. Oyó la súplica, la urgencia en aquel sonido.
Estaba tan excitada, tan ansiosa como él. Trazó círculos con los pulgares alrededor de sus pezones, unos duros bultitos bajo la seda, prietos, calientes y deseosos.
Se sumergió más profundamente en su boca, hundiéndose en ella, presagiando deliberadamente lo que vendría a continuación. Le soltó los pechos, desató hábilmente los lazos y dejó que el oscuro vestido le cayera hasta la cintura mientras encontraba y desabrochaba los diminutos botones de la parte delantera de la camisola. Le bajó los tirantes por los hombros, desnudándola de cintura para arriba. Sin interrumpir el beso, la cogió, la levantó y la sentó sobre el banco. Sólo entonces volvió a tomar posesión de sus pechos, uno en cada mano, e interrumpió el beso para inclinar la cabeza y rendirles homenaje con la boca.
Leonora respiró con dificultad, tensó los dedos sobre su cráneo y arqueó la espalda mientras la devoraba. Su respiración era entrecortada, desesperada, pero él no tuvo piedad; lamió, succionó hasta que la oyó sollozar. Hasta que su nombre salió de sus labios con un suplicante jadeo:
– Tristan.
El conde lamió un torturado pezón, luego alzó la cabeza y le cubrió de nuevo los labios en un abrasador beso.
Le levantó la falda, subiéndole las suaves enaguas hasta la cintura al tiempo que le abría las piernas y se colocaba entre ellas. Cerró una mano alrededor de la desnuda cadera mientras con los dedos de la otra ascendía por la sedosa cara interna de un muslo y cubría su sexo con la palma. El estremecimiento que la sacudió casi lo hizo caer de rodillas. Lo obligó a interrumpir el beso, tomar una gran bocanada de aire e intentar buscar desesperadamente una pequeña porción de control. Lo suficiente como para evitar violarla.
Cuando se acercó más, haciendo más presión en sus rodillas para abrirla a su contacto, sus párpados se agitaron, los ojos le centellearon a través de las pestañas. Tenía los labios inflamados, abiertos; respiraba con dificultad; sus pechos, aquellos montículos de alabastro, subían y bajaban; su piel se veía nacarada a la plateada luz.
Tristan la miró a los ojos y le sostuvo la mirada mientras deslizaba un dedo en su prieta vaina. Leonora dejó de respirar, luego soltó una brusca exhalación cuando lo hundió más y sintió que le clavaba los dedos en los antebrazos. Estaba resbaladiza, húmeda, tan caliente que lo abrasó y sólo deseó sumergir su dolorida erección en aquel atrayente calor.
Sus miradas se encontraron. Tristan la preparó, hundiéndose profundamente, moviendo la mano, excitándola para que estuviera totalmente lista. Se desabrochó los pantalones, luego buscó su entrada.
"La Prometida Perfecta" отзывы
Отзывы читателей о книге "La Prometida Perfecta". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "La Prometida Perfecta" друзьям в соцсетях.