Volvió a cogerla de la cadera para sujetarla y empujó. Observó su rostro mientras se hundía más. Le soltó la cadera para llevar la mano a su trasero y empujarla hacia él. Con la otra mano, le levantó una pierna.
– Rodéame las caderas con las piernas.
Leonora tomó aire y obedeció. Entonces le cogió el trasero con ambas manos, la acercó hasta el borde del banco y empujó, hundiéndose centímetro a centímetro mientras sentía cómo el cuerpo de ella cedía, lo aceptaba, lo tomaba.
Mantuvo los ojos fijos en los de él mientras sus cuerpos se unían. Cuando finalmente avanzó el último centímetro y se hundió por completo en su interior, contuvo la respiración. Cerró los ojos, sumida en la pasión mientras saboreaba el momento. Él estaba con ella, observando, consciente, sintiéndolo. Sólo cuando sus párpados se alzaron y volvió a mirarlo a los ojos, él se movió. Despacio.
A Tristan, el corazón le martilleaba, sus demonios rugían, el deseo le latía en las venas, pero mantuvo el control, porque el momento era demasiado precioso para perdérselo. La asombrosa intimidad cuando retrocedía lentamente y luego volvía a llenarla de nuevo; observó cómo sus ojos se oscurecían aún más. Repitió el movimiento, en sintonía con los latidos de su corazón, con su deseo, con la urgencia que había en Leonora, no un deseo duro y potente como el suyo, sino una hambre más suave, más femenina. Una hambre que Tristan necesitaba saciar más que la suya propia, por lo que mantuvo un ritmo lento y vio cómo se elevaba, cómo se deshacía en sus brazos, y cómo sus ojos se volvían cristalinos, oyó cómo su respiración se agitaba. Tuvo que besarla para silenciar los reveladores gritos, la más dulce sinfonía que él hubiera oído nunca.
La abrazó, se sumergió en su cuerpo y en su boca cuando Leonora se estremeció, se quebró y llegó al clímax. Se vio sólo fugazmente sorprendido cuando lo arrastró con ella al éxtasis. El lento, ardiente y profundamente satisfactorio baile se ralentizó hasta detenerse. Se quedaron allí unidos mientras intentaban recuperar el resuello frente contra frente. El corazón les atronaban en los oídos. Abrieron los ojos, se miraron. Sus labios se rozaron, sus respiraciones se fundieron. La calidez entre ellos los sostuvo. Tristan estaba totalmente sumergido en su prieto calor y no sentía ningún deseo de moverse, de romper el hechizo. Leonora le rodeaba el cuello con los brazos y las caderas con las piernas, pero tampoco hizo ningún esfuerzo por cambiar de postura, por alejarse, por abandonarlo. Parecía incluso más aturdida, más vulnerable que él.
– ¿Estás bien?
Tristan susurró las palabras mientras observaba cómo sus ojos volvían a enfocar.
– Sí. -La respuesta llegó en una suave exhalación. Se lamió los labios y lo miró brevemente. Carraspeó-. Eso ha sido…
No tenía palabras para describirlo.
Finalmente, fue Trentham quien habló:
– Formidable.
Leonora lo miró a los ojos; no hizo falta que asintiera, y lo sabía. Sólo pudo maravillarse de la locura que la había dominado. Y del hambre, el crudo deseo que lo había dominado a él. Los ojos se le veían oscuros, pero más suaves, no tan penetrantes como habitualmente. Parecía percibir su asombro; sus labios se curvaron y los acercó a los de ella.
– Te deseo. -Volvió a rozárselos-. De todas las formas posibles.
Leonora supo que era verdad, lo reconoció en el timbre de su voz. Tuvo que maravillarse.
– ¿Por qué?
Tristan la hizo echar la cabeza hacia atrás con la boca y le recorrió la mandíbula con los labios.
– Por esto. Porque nunca tendré bastante de ti.
Ella pudo sentir la fuerza de su hambre aumentando de nuevo. Sintió cómo se hacía más definido en su interior.
– ¿Otra vez? -Leonora distinguió el perplejo asombro de su voz.
Él le respondió con un grave gruñido que podría haber sido una risita muy masculina.
– Otra vez.
Nunca debería haber accedido, no debería haber consentido aquella segunda y acalorada unión en el armario de la ropa blanca.
Mientras se bebía su té del desayuno, a la mañana siguiente, Leonora tomó la firme resolución de no mostrarse tan débil en el futuro, durante el resto de mes que les quedaba. Trentham… Tristan, como había insistido en que lo llamara, la había acompañado finalmente al salón con un aire pagado y posesivo totalmente propio de un hombre que a Leonora le había parecido irritante en extremo. Sobre todo, porque sospechaba que aquella petulancia era fruto de su afianzada creencia de que a ella le parecerían tan adictivos sus encuentros sexuales que, al final, accedería a casarse con él sin mostrar ninguna resistencia.
El tiempo le mostraría su error. Entretanto, debía actuar con cierta cautela. Después de todo, en ese último encuentro, ella no había pretendido acceder a hacerlo la primera vez, mucho menos la segunda.
No obstante… había aprendido más, había acumulado más experiencia. Y, en vista de las condiciones de su acuerdo, no tenía nada que temer; el impulso, la necesidad física que los unía disminuiría gradualmente, así que una ocasional satisfacción no era tan grave. Excepto por la posibilidad de quedarse encinta. La idea surgió en su mente. Mientras cogía otra tostada, la consideró. Y se dio cuenta, sorprendida, de su impulsiva reacción inicial al respecto. No había sido la que ella había esperado. Frunció el cejo mientras esperaba que el sentido común se impusiera. Finalmente, fue consciente de que su relación con Trentham le estaba enseñando, revelando, cosas de sí misma que no sabía. Ni siquiera las había sospechado.
A lo largo de los siguientes días, se mantuvo ocupada estudiando los diarios de Cedric, encargándose de Humphrey y Jeremy y de los habituales asuntos de la vida diaria en Montrose Place. Por las noches, sin embargo…
Empezó a sentirse como la eterna Cenicienta, que iba de baile en baile y noche tras noche acababa inevitablemente en los brazos de su príncipe. Un príncipe excesivamente apuesto y dominante que, a pesar de su firme resolución, siempre lograba hacerle perder la cabeza… y llevarla a algún lugar privado donde pudieran satisfacer sus sentidos y aquella apasionada necesidad de estar juntos, de compartir sus cuerpos y convertirse en un solo ser.
Su éxito era asombroso; Leonora no tenía ni idea de cómo se las arreglaba. Incluso cuando ella evitaba la evidente elección suponiendo a qué evento esperaría él que asistiera e iba a cualquier otro, Tristan siempre lograba aparecer a su lado en cuanto entraba en la sala.
En cuanto a su conocimiento sobre las casas de los anfitriones, aquello empezaba a rozar lo extraño. Ella había pasado mucho más tiempo que él codeándose con la buena sociedad. Sin embargo, con infalible precisión, Tristan la guiaba a un pequeño salón o a una aislada biblioteca o estudio o invernadero. A finales de la semana, estaba empezando a sentirse seriamente acosada. Comenzaba a darse cuenta de que quizá había subestimado los sentimientos entre ellos. O incluso, aún más aterrador, había juzgado mal la naturaleza de los mismos.
CAPÍTULO 12
Había muy poco que Tristan no supiera sobre cómo establecer una red de informadores. El cochero de lady Warsingham no veía ningún problema en informar al barrendero local de adónde le habían comunicado que iría cada noche; uno de los sirvientes de Tristan paseaba a mediodía hasta encontrarse con el barrendero y regresaba con la información.
Su propio personal doméstico estaba demostrando ser una fuente de datos ejemplar. Todos se mostraban intrigados e impacientes por desvelarle los detalles de las casas que Leonora decidía honrar con su presencia. Y Gasthorpe, por su propia iniciativa, le había proporcionado un contacto vital.
Toby, el limpiabotas de los Carling, vivía en la cocina del número 14 y, por lo tanto, tenía conocimiento de todos los movimientos de los señores de la casa. El muchacho siempre estaba ansioso por escuchar los relatos del ex sargento; a cambio, proporcionaba a Tristan del modo más inocente información sobre las actividades diarias de Leonora.
Esa noche, ella había decidido asistir a la gala de la marquesa de Huntly. Él llegó unos minutos antes que el grupo de lady Warsingham, según sus cálculos.
Lady Huntly lo saludó con un destello en los ojos.
– Tengo entendido que tiene un interés especial por la señorita Carling -comentó.
Él la miró a los ojos, extrañado…
– De lo más especial.
– En ese caso, debería advertirle que esta noche vendrán algunos de mis sobrinos. -Lady Huntly le palmeó el brazo-. Ya sabe, a buen entendedor, con pocas palabras basta.
Tristan inclinó la cabeza y se adentró entre la multitud mientras se estrujaba el cerebro en busca de la conexión relevante. ¿Sus sobrinos? Estaba a punto de ir en busca de Ethelreda o Millicent, que se encontraban en algún lugar de la sala, para pedirles una aclaración cuando se acordó de que el apellido de soltera de lady Huntly era Cynster.
Mientras mascullaba una maldición, dio media vuelta y se colocó junto a las puertas principales.
Leonora entró unos pocos minutos más tarde y Tristan reclamó su mano en cuanto quedó libre de la línea de recepción. Ella arqueó una ceja y pudo ver cómo en su mente se formaba un comentario sobre aquella actitud suya tan posesiva. Él puso una mano sobre la de ella y le apretó los dedos.
– Acomodemos a tus tías y luego podremos bailar.
Leonora lo miró a los ojos.
– Sólo un baile.
Una advertencia, una que no tenía intención de seguir. Juntos, acompañaron a sus tías hasta un grupo de divanes donde otras viejas damas se habían reunido.
– Buenas noches, Mildred. -Una de las presentes inclinó la cabeza regiamente.
Lady Warsingham le devolvió el saludo.
– Lady Osbaldestone, estoy segura de que recuerda a mi sobrina, la señorita Carling.
La dama, aún atractiva a su modo, aunque con unos ojos negros aterradoramente perspicaces, estudió a la joven, que le hizo una reverencia. La vieja bruja resopló.
– Sí, la recuerdo, señorita… pero ya va siendo hora de que deje de ser señorita. -Su mirada se desvió hacia Tristan-. ¿Quién es?
Lady Warsingham hizo las presentaciones; él se inclinó.
Lady Osbaldestone bufó.
– Bueno, esperemos que logre hacer cambiar de opinión a la señorita Carling. La pista de baile está por allí.
Con el bastón, indicó un arco más allá del cual había parejas dando vueltas. Tristan captó la tácita despedida.
– Si nos disculpan…
Sin esperar más autorización, se llevó a Leonora. Cuando se detuvieron bajo el arco, preguntó:
– ¿Quién es lady Osbaldestone?
– Un auténtico terror de la buena sociedad. No le hagas caso. -Leonora estudió a las parejas que bailaban-. Y, te lo advierto, esta noche sólo vamos a bailar.
Él no le respondió. En vez de eso, le cogió la mano, la guió a la pista de baile y la hizo girar al ritmo de un vals, que usó para provocar el máximo efecto. Aunque, por desgracia, dadas las limitaciones de una pista de baile medio vacía, éste no fue tan potente como le hubiera gustado.
El siguiente baile era un cotillón, una danza que no le sirvió de mucho, porque le proporcionó muy pocas oportunidades de provocar los sentidos de su compañera. Todavía era demasiado pronto para engatusarla para que fueran hasta el pequeño salón que daba a los jardines; cuando Leonora le comentó que estaba sedienta, la dejó a un lado de la sala y fue a buscar dos copas de champán.
La estancia donde se servía la bebida estaba fuera del salón de baile y Tristan sólo se ausentó un momento. Sin embargo, cuando regresó, descubrió a Leonora conversando con un hombre alto, de pelo oscuro, que reconoció como Devil Cynster.
Sus masculladas maldiciones fueron virulentas, pero cuando se aproximó, ni Leonora ni Cynster, a quien no le entusiasmó la interrupción, no detectaron nada más que cortesía en su trato.
– Buenas noches. -Le entregó a ella su copa y saludó con la cabeza al hombre, que le devolvió el saludo mientras su mirada se agudizaba.
Un aspecto que saltaba a la vista al instante era lo muy parecidos que eran, no sólo en altura, en la amplitud de hombros o en su elegancia, sino también en su carácter, en su naturaleza… su temperamento.
Pasó un momento mientras ambos asimilaban ese hecho, luego, Cynster le tendió la mano.
– St. Ives. Mi tía mencionó que estuvo en Waterloo.
Tristan asintió y le estrechó la mano.
– Trentham, aunque éste no era mi nombre entonces.
Mentalmente, se esforzó por encontrar el mejor modo de responder a las inevitables preguntas; había oído lo suficiente sobre la participación de los Cynster en las recientes campañas para saber que St. Ives sabría lo bastante como para detectar el modo en que habitualmente eludía la verdad.
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