Octubre de 1815


– La situación de su alteza real debe de ser verdaderamente desesperada si tiene que convocar a la flor y nata de su corte simplemente para deleitarse en el esplendor reflejado.

En ese comentario, expresado con desgana, había algo más que un poco de cinismo; Tristan Wemyss, cuarto conde de Trentham, miró hacia el otro lado de la abarrotada sala de música, repleta de invitados, aduladores y toda clase de perrillos falderos, dedicados a lo suyo.

Prinny, apodo con el que se referían al príncipe regente, se encontraba en medio de un círculo de admiradores. Con su uniforme carmesí, adornado con los consiguientes galones dorados y los flecos de las altas charreteras, el regente estaba de un excelente humor y volvía a contar proezas basadas en los despachos de recientes batallas, en particular la de Waterloo.

Tanto Tristan como el caballero de pie junto a él, Christian Allardyce, marqués de Dearne, conocían las verdaderas historias; ellos habían estado allí. A través de la multitud, habían retrocedido hasta el lateral de la opulenta cámara para evitar escuchar las arteras mentiras.

Era Christian quien había hablado.

– En realidad -murmuró Tristan Wemyss-, yo lo consideraría como una maniobra de distracción, una hábil treta, si lo prefieres.

Christian arqueó las cejas.

– ¿Escuchar mis historias sobre la grandeza de Inglaterra y no os preocupéis por que el erario público esté vacío y la gente se muera de hambre?

Los labios de Tristan se curvaron hacia abajo.

– Algo así.

Christian desvió la atención de Prinny y su corte para examinar a los demás invitados que atestaban la sala circular. Había una multitud totalmente masculina, compuesta por representantes de los regimientos y secciones más importantes de las fuerzas armadas que habían combatido recientemente; la estancia era un mar de coloridos uniformes, galones, pulido cuero, pieles e incluso plumas.

– Es revelador que decidiera organizar esta especie de recepción de una victoria en Brighton en lugar de en Londres, ¿no crees? Me pregunto si Dalziel habrá tenido algo que ver en ello.

– Por lo que he podido saber, nuestro príncipe no es muy apreciado en Londres, pero parece que nuestro antiguo comandante no ha asumido ningún riesgo con los nombres que proporcionó para la lista de invitados de esta noche.

– ¿Oh?

Hablaban en voz baja. Por costumbre, simulaban que su conversación no era más que un educado intercambio de impresiones entre conocidos. Los viejos hábitos no se perdían fácilmente, sobre todo porque, hasta hacía poco, dichas prácticas habían sido esenciales para mantenerse con vida.

Tristan sonrió levemente e ignoró a un caballero que miró en su dirección; el hombre decidió no inmiscuirse.

– He visto a Deverell en la mesa, no estaba sentado muy lejos de mí. Ha mencionado que Warnefleet y St. Austell también están aquí.

– Puedes añadir a Tregarth y a Blake, los he visto al llegar… -Christian dejó la frase sin acabar-. Ah, ya veo. ¿Dalziel sólo ha permitido que apareciéramos los que ya estamos retirados?

Tristan le hizo una señal; la sonrisa que nunca desaparecía del todo de sus labios se amplió.

– ¿Puedes imaginar a Dalziel permitiendo que Prinny identifique a los más secretos de sus espías secretos?

Christian ocultó una sonrisa, se llevó la copa a los labios y bebió.

Dalziel, no se lo conocía por ningún otro nombre o título honorífico, era el responsable de Asuntos Exteriores que, desde su despacho sepultado en las profundidades de Whitehall, dirigía la red de espías en el extranjero de su británica majestad, una red que había sido decisiva para que Inglaterra y sus aliados obtuvieran la victoria, tanto en la campaña de la Península como, más recientemente, en Waterloo. Junto a un tal lord Whitley, su homólogo en el Ministerio del Interior, Dalziel era el responsable de todas las operaciones encubiertas, tanto en Inglaterra como en los territorios más allá de sus fronteras.

– No sabía que Tregarth o Blake estuvieran en el mismo barco que nosotros, y a los demás los conozco sólo por su reputación. -Christian miró a Tristan-. ¿Estás seguro de que ellos también se retiran?

– Sé que Warnefleet y Blake sí. Por las mismas razones que nosotros. En cuanto a los demás, son puras conjeturas, pero no veo a Dalziel comprometiendo a un espía del calibre de St. Austell, o de Tregarth o Deverell, sólo para satisfacer el último capricho de Prinny.

– Cierto. -Christian contempló de nuevo el mar de cabezas.

Tanto él como Tristan eran altos, esbeltos y de hombros anchos, con la contenida fuerza de hombres acostumbrados a la acción, una fuerza no del todo oculta por el elegante corte de los trajes de gala. Bajo aquellas ropas, ambos llevaban las cicatrices de años de servicio activo; aunque tenían las uñas perfectamente arregladas, aún pasarían meses antes de que los evidentes signos de su inusual, y a menudo poco caballerosa ocupación, desaparecieran de sus manos: los callos, las asperezas, las palmas duras como el cuero.

Ellos dos, y los cinco colegas que sabían que también estaban presentes, habían servido a Dalziel y a su país durante, al menos, una década. En el caso de Christian, eran casi quince años. Lo habían hecho asumiendo cualquier papel que fuera necesario, desde el de noble hasta el de barrendero, desde el de oficinista hasta el de peón. Para ellos, sólo podía hablarse de éxito si descubrían la información que se les había ordenado conseguir tras las líneas enemigas y lograban sobrevivir el tiempo suficiente para transmitírsela a Dalziel.

Christian suspiró y se acabó la copa.

– Voy a echarlo de menos.

La risa de Tristan fue breve.

– ¿Acaso no lo haremos todos?

Christian dejó la copa vacía en un aparador próximo.

– Por mucho que así sea, dado que ya no estamos en la nómina de su majestad, no entiendo por qué tenemos que estar aquí cuando podríamos estar mucho más cómodos charlando en otro lugar… -Su mirada gris se encontró con los ojos de un caballero que estaba considerando claramente acercarse; sin embargo, el hombre lo volvió a considerar y dio media vuelta-. Y sin correr el riesgo de tener que hacer el paripé con cualquier adulador que nos atrape y pida escuchar nuestras historias.

Christian miró a Tristan y arqueó una ceja.

– ¿Qué te parece, nos vamos a algún lugar más agradable?

– Por mí, sí. -Le entregó su copa vacía a un sirviente que pasaba por allí-. ¿Tienes en mente algún sitio en particular?

– Siempre he tenido debilidad por el Ship and Anchor. Tiene una salita privada muy acogedora.

Tristan inclinó la cabeza.

– Al Ship and Anchor, pues. ¿Qué opinas? ¿Nos permitimos el lujo de salir juntos?

Los labios de Christian se curvaron.

– Cabezas juntas, semblantes serios, tono bajo y apremiante. Si nos dirigimos a la puerta discretamente pero con decisión, no veo motivo para que no podamos superar el reto sin problemas.


Así lo hicieron, y todo el que los vio, dio por sentado que al uno lo habían enviado a buscar al otro para algún propósito secreto pero de gran importancia; los sirvientes se apresuraron a entregarles los abrigos y salieron al frío de la noche.

Una vez fuera, los dos se detuvieron, tomaron una profunda bocanada de aire para aliviar los pulmones del ambiente cargado y sofocante, intercambiaron una leve sonrisa y echaron a andar por la calle.

El Pavilion se encontraba en North Street. Giraron a la derecha y avanzaron con los relajados andares de unos hombres que sabían que se dirigían a Brighton Square y luego a las afueras. Al llegar a las estrechas calles adoquinadas, flanqueadas por casitas de pescadores, se colocaron uno detrás de otro y en cada cruce cambiaban de posición, con los ojos siempre atentos, estudiando las sombras. Si alguno de los dos fue consciente de que estaban en casa, en tiempo de paz, de que ya no eran fugitivos, de que ya no estaban en guerra, no lo comentó ni intentó evitar aquel comportamiento que se había convertido en algo natural para ambos.

Se dirigieron hacia el sur, hacia el sonido del mar, que susurraba en la oscuridad más allá de la orilla. Finalmente, giraron hacia Black Lion Street. Al final de la calle se encontraba el canal, la frontera más allá de la cual habían vivido la mayor parte de la última década. Se detuvieron bajo el bamboleante cartel del Ship and Anchor, con los ojos fijos en la oscuridad enmarcada por las casas del final de la calle. El viento les llevó el perfume al mar, al agua salada, el familiar olor de las algas, tan penetrante.

Los recuerdos los retuvieron a ambos durante un instante; luego, como si fueran una sola persona, se volvieron. Christian empujó la puerta y entraron.

La calidez los envolvió, los sonidos de voces inglesas, el olor con toques de lúpulo de la buena cerveza de su tierra. Los dos se relajaron y se liberaron de una indefinible tensión. Christian se acercó a la barra.

– Dos jarras de tu mejor cerveza.

El dueño asintió a modo de saludo y les sirvió rápidamente.

Christian miró hacia la puerta entrecerrada que había tras la barra.

– Nos sentaremos en tu salita privada.

El dueño lo miró, dejó las espumosas jarras sobre la barra y lanzó una rápida mirada a la puerta de la salita.

– Por mí no hay problema, señor, pero hay un grupo de caballeros ya dentro y puede que no reciban con agrado a unos desconocidos.

Christian arqueó las cejas, estiró la mano hacia la portezuela del mostrador, la levantó y pasó tras él mientras cogía una jarra.

– Nos arriesgaremos.

Tristan ocultó una sonrisa llena de picardía, tiró unas monedas sobre la barra para pagar las cervezas, cogió la segunda jarra y siguió a Christian.

Se encontraba ya junto a su amigo cuando éste abrió la puerta de par en par.

El grupo reunido alrededor de dos mesas se volvió para mirar; cinco pares de ojos se clavaron en ellos. Y cinco sonrisas les dieron la bienvenida.

Charles St. Austell se recostó en la silla colocada en el extremo de una de las mesas y con un gesto magnánimo de la mano les indicó que entraran.

– Sois mejores hombres que nosotros. Estábamos a punto de apostar cuánto tiempo lo soportaríais.


Los demás se pusieron de pie para poder reorganizar las mesas y sillas. Tristan cerró la puerta, dejó su jarra de cerveza y luego se unió a la tanda de presentaciones.

Aunque todos habían servido a las órdenes de Dalziel, nunca habían coincidido los siete juntos. Cada uno conocía a alguno de los demás, pero ninguno los conocía a todos.

Christian Allardyce, el mayor y el más veterano, había trabajado en el este de Francia, a menudo en Suiza, Alemania y en los otros estados más pequeños y principados; con su tez clara y su facilidad para los idiomas, tenía un talento innato para ese entorno.

Tristan había servido de un modo más general, a menudo en el centro de la acción, en París y en las principales ciudades industriales; su fluidez con el francés, además del alemán y el italiano, su pelo castaño, ojos pardos y su natural encanto habían resultado de gran utilidad para él y para su país.

Nunca había coincidido con Charles St. Austell, el que más llamaba la atención del grupo por su aspecto. Con aquellos largos rizos negros y sus centelleantes ojos azul oscuro, Charles atraía como un imán a las damas, tanto mayores como jóvenes. Era medio francés y contaba con la lengua y el ingenio necesarios para aprovechar al máximo sus atributos físicos; había sido el principal espía de Dalziel en el sur de Francia, en Carcasonne y Toulouse.

Gervase Tregarth, originario de Cornualles, de pelo castaño rizado y unos agudos ojos color avellana, había pasado, según descubrió Tristan, la mayor parte de la última década en Bretaña y Normandía. Conocía a St. Austell, pero nunca habían coincidido en ninguna misión.

Tony Blake era otro vástago de una casa inglesa que también era medio francés. De pelo y ojos negros, era el más elegante del grupo. Sin embargo, bajo aquella afable apariencia había una gran astucia subyacente; era el espía que Dalziel había usado con más frecuencia para interceptar y desbaratar las redes del espionaje francés, una empresa espantosamente peligrosa, centrada en los puertos franceses del norte. Que Tony estuviera vivo era una prueba de su valía.

Jack Warnefleet en apariencia era un enigma; se le veía tan abiertamente inglés, tan asombrosamente apuesto, con su pelo castaño y los ojos pardos, que era difícil imaginar que hubiera logrado infiltrarse sin problemas en todos los niveles del transporte francés y en muchos acuerdos de negocios. Era incluso más camaleónico que los demás, con una alegre y amistosa cordialidad en la que pocos veían algo más.