St. Ives lo observaba con atención, de un modo escrutador.
– ¿En qué regimiento?
– La Guardia Real.
Tristan lo miró directamente a sus ojos verdes, omitiendo a propósito cualquier detalle más. La mirada del otro se hizo más escrutadora, pero él se la sostuvo y luego murmuró:
– Usted estaba en la caballería pesada, que yo recuerde. Con algunos de sus primos, relevaron a la compañía de Cullen en el flanco derecho.
St. Ives se quedó inmóvil y parpadeó; entonces, una sonrisa irónica y bastante sincera le curvó los labios. Volvió a mirar a Tristan a los ojos e inclinó la cabeza.
– Eso es.
Sólo alguien con muy elevados conocimientos militares sabría de aquella pequeña excursión; Tristan casi pudo ver las conexiones que se establecían tras los claros ojos del hombre. También vio cómo su rápida mirada volvía a estudiarlo antes de retroceder con un movimiento casi imperceptible, que ambos captaron y comprendieron.
Leonora había estado mirando al uno y al otro, irritada al percibir una comunicación que no podía seguir. Cuando abrió la boca, St. Ives se volvió hacia ella y le sonrió con una devastadora fuerza puramente depredadora.
– Tenía intención de hacerle perder la cabeza con mis encantos, pero creo que la dejaré en manos de Trentham. No se suele contrariar a un compañero oficial y parece que no cabe la menor duda de que Trentham merece tener vía libre.
Leonora alzó la barbilla y entornó los ojos.
– Yo no soy un enemigo al que haya que capturar ni conquistar.
– Eso es una cuestión de opinión. -El cortante comentario de Tristan la hizo mirar en su dirección.
St. Ives amplió la sonrisa, sin mostrarse en absoluto arrepentido. Se inclinó y se retiró mientras saludaba a Tristan desde detrás de la espalda de ella.
Él vio ese último gesto, aliviado. Con suerte, St. Ives avisaría a sus primos y a cualquier otro de su clase.
Leonora lanzó una mirada disgustada al hombre que se iba.
– ¿A qué se refería con lo de que mereces tener vía libre?
– Supongo que lo ha dicho porque yo te vi primero.
Ella se volvió de nuevo mientras la expresión de disgusto de su rostro se intensificaba.
– Yo no soy ninguna clase de -gesticuló con la copa aún en la mano- presa.
– Como he dicho, es una cuestión de opinión.
– Tonterías. -Se detuvo con los ojos fijos en los suyos, luego continuó-: De verdad espero que no estés pensando en esos términos, porque te advierto que no tengo ninguna intención de ser capturada, conquistada y mucho menos atada.
Su dicción se había vuelto más definida a medida que hablaba y su última palabra hizo volverse a los caballeros que había cerca.
Tristan la cogió de la mano y le entrelazó el brazo con el suyo.
– Éste no es el lugar idóneo para comentar mis intenciones.
– ¿Tus intenciones? -Leonora bajó la voz-. Por lo que a mí concierne, no tienes ninguna. Ninguna que tenga alguna probabilidad de llegar a buen término.
– Lamento tener que contradecirte, por supuesto. Sin embargo… -Tristan siguió hablando mientras la guiaba hacia una puerta lateral. Pero cuando alargó un brazo para abrirla, Leonora se dio cuenta del movimiento y se detuvo en seco.
– No. -Lo miró con los ojos aún más entornados-. Esta noche sólo bailaremos. No hay motivo para que necesitemos estar en privado.
Él le arqueó una ceja.
– ¿Te retiras en desbandada?
Ella apretó los labios y sus ojos se convirtieron en dos finas ranuras.
– Nada de eso, pero no me atraparás con un señuelo tan evidente.
Tristan soltó un exagerado suspiro. A decir verdad, era demasiado pronto y las salas no estaban lo bastante llenas como para que pudieran arriesgarse a desaparecer.
– Muy bien. -Dio la espalda a la sala-. Parece que van a tocar un vals.
Le cogió la copa y entregó ambas a un sirviente que pasaba, luego la llevó a la pista de baile.
Leonora se relajó bailando, dejó libres sus sentidos. Al menos, allí, en presencia de los demás, le resultaba seguro hacerlo. En privado no se fiaba ni de él ni de sí misma. La experiencia le había enseñado que, una vez en sus brazos, no podía confiar en que su intelecto la guiara. Los argumentos lógicos y racionales nunca parecían vencer cuando se encontraba inmersa en aquella cálida oleada de necesitado anhelo, de deseo, porque ahora sabía lo suficiente para ponerle nombre a la pasión que los impulsaba, que encendía su atracción. Se lo había reconocido a sí misma como tal, pero sabía perfectamente que no debía permitir que su comprensión fuera evidente.
Sin embargo, mientras giraba en brazos de él, relajada pero con los sentidos excitantemente vivos, era un aspecto diferente de su relación lo que la preocupaba. Un aspecto que las palabras de Devil Cynster y su charla con Tristan habían puesto más claramente de manifiesto.
Contuvo la lengua hasta que el baile acabó, pero entonces se les unieron dos parejas más y conversaron todos juntos. Cuando los músicos tocaron las primeras notas de un cotillón, miró a Trentham en una fugaz advertencia y aceptó la mano de lord Hardcastle.
Trentham… Tristan la dejó ir sin más reacción que un endurecimiento de la mirada. Animada, regresó a su lado cuando el baile acabó, pero cuando el siguiente resultó ser una danza folclórica, volvió a aceptar una invitación de otro joven caballero, lord Belvoir, que seguramente algún día sería como Tristan y St. Ives, pero que en ese momento sólo era un compañero divertido de su misma edad.
De nuevo, Tristan -había empezado a pensar en él con su nombre propio; ya se lo había sonsacado las suficientes veces en circunstancias lo bastante únicas y memorables como para que no se le olvidara- en apariencia soportó su deserción con una estoica calma. Aunque Leonora estaba lo bastante cerca para ver su actitud posesiva y, más que otra cosa, la extrema atención de sus ojos.
Fue eso último lo que le confirmó cómo la veía él y, finalmente, esa circunstancia hizo que se olvidara de la prudencia en un intento de razonar con su lobo. Su lobo salvaje; no lo olvidaba, pero a veces era necesario asumir riesgos.
Aguardó el momento oportuno, hasta que el pequeño grupo se dispersó. Antes de que otros pudieran acercárseles, apoyó una mano en el brazo de Tristan y lo dirigió hacia la puerta que él le había indicado previamente.
Tristan la miró y arqueó las cejas.
– ¿Lo has pensado mejor?
– No. He pensado otra cosa. -Le dirigió una fugaz mirada y continuó avanzando hacia la puerta-. Quiero hablar, sólo hablar, contigo, y supongo que será mejor que sea en privado.
Cuando llegaron a la puerta, se detuvo y lo miró a los ojos.
– Supongo que conoces un lugar en esta mansión donde podremos estar seguros de que no nos molesten.
Los labios de él se curvaron en una sonrisa muy masculina; le abrió la puerta y la hizo pasar.
– No es mi intención decepcionarte.
No lo hizo; la estancia a la que la llevó era pequeña y estaba amueblada para hacer las veces de salita de estar donde la señora de la casa podría sentarse en una cómoda intimidad y contemplar sus cuidados jardines. Para llegar hasta allí había que recorrer un laberinto de pasillos que se entrecruzaban y estaba a cierta distancia de las salas de recepción, un lugar perfecto para una conversación privada, verbal o de otra clase.
¿Cómo lo hacía? Meneando la cabeza para sus adentros, se fue directa a las ventanas y contempló el jardín cubierto de niebla. Fuera no había luna, ninguna distracción. Oyó cómo la puerta se cerraba y luego sintió que Tristan se aproximaba. Tomó aire, se dio la vuelta y le apoyó la palma en el pecho para refrenarlo.
– Quiero hablar sobre cómo me ves.
No parpadeó, pero era evidente que ella había adoptado una táctica que él no esperaba.
– ¿Qué…?
Leonora lo hizo callar levantando una mano.
– Cada vez está más claro que me ves como una especie de desafío. Y los hombres como tú sois incapaces por naturaleza de dejar pasar un desafío. -Lo miró con severidad-. ¿Estoy en lo cierto si pienso que conseguir que acceda a casarme contigo es un reto para ti?
Tristan le devolvió la mirada, cada vez más desconfiado. Era difícil pensar en la situación de otro modo.
– Sí.
– ¡Ajá! Ése es nuestro problema.
– ¿Qué problema?
– El problema es que no eres capaz de aceptar un «no» por respuesta.
Tristan apoyó el hombro en el marco de la ventana y observó su rostro. Le brillaban los ojos con entusiasmo ante su supuesto descubrimiento.
– No te sigo.
Leonora soltó un bufido.
– Por supuesto que sí. Pero no quieres pensar en ello porque no encaja con tus intenciones.
– Ten paciencia con mi confusa mente masculina y explícamelo.
Ella le lanzó una sufrida mirada.
– No puedes negar que muchas damas se han esforzado por atraer tu interés, y que lo harán aún más en cuanto empiece la Temporada propiamente dicha.
– No. -Era uno de los motivos por los que se quedaba pegado a su lado, uno de los motivos por los que deseaba conseguir que accediera a casarse con él lo antes posible-. ¿Qué tienen que ver ellas con nosotros?
– No tanto con nosotros como contigo. Tú, como la mayoría de los hombres, aprecias poco lo que puedes obtener sin esfuerzo. Equiparáis lo que cuesta conseguir algo con su valor. Cuanto más dura y difícil es la batalla, más valioso es lo conseguido. Aplicáis a las mujeres la misma lógica que a las guerras. Cuanto más se resiste una dama, más deseable se vuelve.
Clavó la mirada en él.
– ¿Estoy en lo cierto?
Tristan pensó antes de asentir.
– Es una hipótesis razonable.
– Desde luego, pero ¿ves dónde nos deja eso a nosotros?
– No.
Ella soltó un exasperado murmullo.
– Quieres casarte conmigo porque yo no quiero casarme contigo, por ninguna otra razón. Ese… -agitó ambas manos- primitivo instinto tuyo es lo que te impulsa y está evitando que nuestra atracción desaparezca. Desaparecería, pero…
Él alargó el brazo, cogió una de sus gesticulantes manos y la atrajo hacia sí. Leonora chocó contra su pecho y soltó un grito ahogado cuando la rodeó con los brazos. Tristan sintió cómo su cuerpo reaccionaba al suyo del mismo modo que siempre lo había hecho, del mismo modo que siempre lo hacía.
– Nuestra atracción mutua no ha desaparecido.
Ella tomó aire.
– Eso es porque la estás confundiendo con… -Sus palabras se apagaron cuando él bajó la cabeza-. ¡He dicho que sólo hablaríamos!
– Eso es ilógico. -Le rozó los labios con los suyos, complacido cuando ella no retrocedió. Se movió para acoplarla mejor en sus brazos, apoyándole las caderas en las suyas, la suave curva del estómago en su erección. Bajó la mirada para estudiar sus ojos, muy abiertos, oscurecidos. Curvó los labios pero no en una sonrisa-. Tienes razón. Es un instinto primitivo lo que me impulsa. Pero te equivocas de instinto.
– ¿Qué…?
Leonora tenía la boca abierta y Tristan se la llenó. Tomó posesión de ella con un largo, lento y concienzudo beso. Ella intentó resistirse, contenerse, pero finalmente cedió.
Cuando levantó la cabeza, Leonora suspiró y murmuró:
– ¿Qué hay de ilógico en hablar?
– No concuerda con tu conclusión.
– ¿Mi conclusión? -Lo miró parpadeando-. Ni siquiera he llegado a una conclusión.
Tristan le volvió a acariciar los labios para que no viera su sonrisa lobuna.
– Deja que la plantee por ti. Si, como dice tu hipótesis, la única razón por la que quiero casarme contigo, la única razón verdadera que motiva nuestra atracción mutua, es que te estás resistiendo, ¿por qué no intentas no resistirte y ves lo que sucede?
Leonora se quedó mirándolo aturdida.
– ¿No resistirme?
Él se encogió levemente de hombros mientras su mirada vagaba hasta sus labios.
– Si tienes razón, demostrarás que la tienes. -Volvió a tomar posesión de su boca antes de que pudiera pensar en lo que sucedería si se equivocaba.
Le acarició la lengua con la suya; Leonora se estremeció delicadamente, luego le devolvió el beso. Dejó de resistirse, como normalmente hacía llegados a ese punto. Aunque Tristan no era tan estúpido, y sabía que eso sólo significaba que se había encogido de hombros para sus adentros y había decidido tomar lo que pudiera, aún firmemente convencida de que el deseo entre ellos desaparecería.
Sin embargo, él sabía que no sería así, al menos por su parte. Lo que sentía por ella era muy diferente a cualquier cosa que hubiera sentido antes por ninguna otra mujer, por nadie en absoluto. Se sentía protector, posesivo hasta la médula e incuestionablemente bien. Era esa convicción de que aquello era lo correcto lo que lo impulsaba a tomarla una y otra vez, incluso a pesar de sus decididas negativas, a demostrar la amplitud y profundidad, la creciente fuerza de todo lo que estaba surgiendo entre los dos.
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