Una revelación impactante en cualquier circunstancia, pero se centró en pintar la sensual realidad entre ellos en colores vivos y fuertes lo mejor posible para impresionarla con su poder, su potencia, su verdad no disimulada.

Leonora lo sintió, interrumpió el beso, lo miró. Suspiró.

– Realmente tenía intención de que esta noche sólo bailáramos.

No hubo resistencia, ni renuencia, sólo aceptación.

Tristan le cerró las manos sobre el trasero y se movió sugerentemente contra ella mientras bajaba la cabeza para rozarle los labios.

– Vamos a bailar… pero no será al ritmo de un vals.

Ella sonrió y su mano se tensó en su nuca, atrayéndolo.

– Al ritmo de nuestra propia música entonces.

Tristan la besó y asumió el control.

El canapé colocado en ángulo junto a las ventanas era ideal para tumbarla, para tenderse a su lado y devorar sus pechos hasta que sus suaves jadeos se volvieran urgentes y necesitados, hasta que se arqueara y le hundiera los dedos en el pelo.

Reprimiendo una sonrisa de triunfo, se recostó aún más en el canapé, le levantó la falda y se la dobló sobre la cintura para dejar expuestas sus caderas y sus largas y esbeltas piernas. Recorrió sus curvas con los dedos primero, le abrió las piernas y luego bajó la cabeza para acercar los labios a su punto más suave.

Leonora gritó e intentó cogerlo de los hombros, pero no lograba alcanzarlo. Sus dedos se enredaron en su pelo y se cerraron allí mientras él lamía, chupaba y luego succionaba levemente.

– ¡Tristan! No…

– Sí. -La sujetó y se sumergió aún más, saboreando su sabor ácido, haciéndola elevarse más y más…

Leonora se estremecía al borde del clímax cuando él se movió, liberó su erección de los confines de los pantalones y se cernió sobre ella, que lo agarró de los brazos, clavándole las uñas con fuerza y levantando las rodillas para sujetarlo por los costados. En todas las líneas de su rostro había grabada una sensual súplica; la urgencia impulsaba a su inquieto cuerpo, que se movía deseoso, intentando atraerlo hacia ella.

Leonora arqueó la espalda cuando él se hundió en su interior. Llegó al orgasmo, un glorioso y ondulante alivio, cuando él la penetró por completo. La hizo volar de nuevo, continuar. Ella se aferró, sollozó y volvió a alcanzarlo, junto con él cuando ascendieron de nuevo con cada poderosa embestida. Luego se quebraron, se hicieron pedazos y se vieron arrastrados al vacío, al sublime calor de su unión, a aquel momento en que todas las barreras caían y sólo estaban ellos dos unidos en una desnuda honestidad, envueltos en aquella poderosa realidad.

Con el pecho agitado, el corazón atronando y el calor recorriéndolos bajo la piel, se detuvieron, aguardaron íntimamente unidos a la espera de que aquella gloria desapareciera. Se miraron, pero ninguno se movió.

Leonora levantó una mano y le recorrió la mejilla. Estudió sus ojos, asombrada.

Tristan giró la cabeza y le dio un beso en la palma. Cuando ella inspiró profundamente, él supo que, aunque su cuerpo y sus sentidos aún estaban sumidos en el éxtasis, su mente se había liberado, había empezado a pensar de nuevo. Resignado, la miró a los ojos y arqueó una ceja.

– Has dicho que había mencionado el instinto primitivo equivocado, que no es la respuesta ante un desafío lo que te impulsa. -Le sostuvo la mirada-. Si no es eso, ¿qué es? ¿Por qué estamos aquí?

Tristan conocía la respuesta, pero no logró esbozar una sonrisa.

– Estamos aquí porque te deseo.

Leonora soltó un bufido.

– Entonces, es sólo lujuria…

– No. -Se pegó más a ella y logró atraer toda su atención-. Lujuria no, nada de eso. No estás escuchando lo que digo. Yo… te quiero… a ti. A ninguna otra mujer; ninguna otra será suficiente. Sólo tú.

Ella frunció el cejo.

Los labios de Tristan se curvaron, pero sin sonreír.

– Por eso estamos aquí. Por eso te perseguiré pase lo que pase hasta que accedas a ser mía.


«Sólo tú.»

Mientras se tomaba el té del desayuno, a la mañana siguiente, Leonora analizó esas palabras.

No estaba del todo segura si comprendía las implicaciones, si comprendía lo que Tristan había querido decirle. Los hombres, al menos los de su clase, eran una especie desconocida para ella; se sentía incómoda al atribuir demasiado significado a la frase, o el significado que habría querido.

Además, había otras complicaciones. La facilidad con que había minado sus decididas intenciones en casa de los Huntly, al igual que lo había hecho las noches previas, la hacía pensar que era ridículo que albergara una verdadera esperanza de resistirse a él y a su experta seducción.

Dejaría de fingir a ese respecto porque, si realmente deseaba rechazarlo, tendría que ponerse un cinturón de castidad. E incluso entonces… lo más probable era que Tristan pudiera forzar la cerradura.

Aunque era evidente que, al demostrar su hipótesis no resistiéndose, le daría ventaja. Si tenía razón en su suposición del motivo que había tras la pasión de él, entonces, no resistirse a la idea de casarse haría que su interés disminuyera. Pero ¿y si no era así?

Se había pasado la mitad de la noche preguntándoselo, imaginándoselo…

La suave tos de Castor la hizo regresar a la realidad; no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado reflexionando, absorta en aquella inesperada visión, encantada con una perspectiva a la que hacía tiempo que había creído dar la espalda. Frunciendo el cejo, apartó a un lado la tostada sin tocar y se levantó.

– Cuando saquen a pasear a Henrietta, por favor, di que me avisen. Hoy los acompañaré.

– Por supuesto, señorita. -El mayordomo se inclinó cuando ella se retiró.


Esa noche, en compañía de Mildred y Gertie, Leonora entró en el salón de baile de lady Catterthwaite. No habían llegado ni muy tarde ni muy temprano. Tras saludar a la anfitriona, se unieron a los demás invitados. Cada día que pasaba, más gente chic regresaba a la ciudad y los bailes se volvían cada vez más concurridos. El salón de baile de lady Catterthwaite era pequeño y estaba atestado. Cuando acompañó a sus tías hacia un grupo de sillas y divanes que proporcionaban a las mujeres de más edad un lugar donde sentarse, vigilar a las jóvenes a su cargo e intercambiar las últimas noticias, Leonora se sorprendió al no descubrir a Trentham esperándola entre la multitud para abordarla y reclamarla.

Ayudó a Gertie a acomodarse en un sillón mientras fruncía el cejo para sus adentros por lo acostumbrada que estaba a sus atenciones. Se irguió y le hizo un gesto con la cabeza a sus tías.

– Voy a saludar.

Mildred ya estaba hablando con una conocida, Gertie asintió y luego se volvió hacia el grupo.

Leonora se adentró en la ya considerable multitud. Le resultaría fácil atraer a algún caballero o unirse a un grupo de conocidos. Sin embargo, no le apetecía hacer ninguna de las dos cosas. Estaba… no precisamente preocupada, pero sí extrañada por la ausencia de Tristan. La noche anterior, tras pronunciar las palabras «sólo tú», había percibido un cambio en él, una repentina cautela, una actitud vigilante que no había sido capaz de interpretar. No se había aislado de ella, no se había retirado, pero había percibido una cierta autoprotección por su parte, como si hubiera ido demasiado lejos, como si hubiera dicho más de lo que era seguro… o, quizá, de lo que era verdad.

La posibilidad la acosaba; ya estaba teniendo bastantes problemas para intentar descifrar sus motivos y hacer frente al hecho de que sus razones, totalmente en contra de sus deseos o de su voluntad, se hubieran vuelto importantes para ella, así que la idea de que no fuera sincero u honesto… Ese camino era una ciénaga de incertidumbre en la que no tenía intenciones de adentrarse. Y ésa precisamente era el tipo de situación que reforzaba su inflexible postura contra el matrimonio. Continuó paseando sin rumbo, parándose aquí y allá para intercambiar saludos, cuando, totalmente de improviso, justo delante de ella, vio unos hombros que reconoció al instante.

Iba vestido de escarlata, igual que años atrás. Como si sintiera su mirada, el caballero miró a su alrededor, la vio y sonrió. Encantado, se dio la vuelta y le tendió las manos.

– ¡Leonora! Qué alegría verte.

Ella le devolvió la sonrisa y le ofreció las manos.

– Mark. Veo que no te has retirado.

– No, no. Un militar hasta la médula, ése soy yo. -Se volvió para incluir a la dama que estaba a su lado-. Permíteme que te presente a mi esposa, Heather.

La sonrisa de Leonora vaciló un segundo, pero Heather Whorton sonrió con dulzura y le estrechó la mano. Si recordaba que Leonora era la mujer con la que su marido había estado prometido antes de casarse con ella, no lo demostró. Relajada, algo que en cierto modo la sorprendió, Leonora se descubrió escuchando un relato de la vida de los Whorton en los últimos siete años, desde el nacimiento de su primer hijo hasta la llegada del cuarto, los rigores de seguir el redoble del tambor o bien las largas separaciones impuestas a las familias de militares.

Tanto Mark como Heather hablaron; era imposible no darse cuenta de cuánto dependía ella de su esposo. Estaba cogida de su brazo, pero además, parecía totalmente entregada a él y sus hijos. No parecía tener otra identidad más allá de la de esposa y madre. Algo que no era lo normal en el círculo en que Leonora se movía.

Mientras escuchaba y sonreía con educación, haciendo los comentarios apropiados, fue consciente de lo poco que ella había encajado en Mark. Por las respuestas que daba a Heather, quedó totalmente claro que se alegraba de su necesidad de él, una necesidad que Leonora nunca había sentido, y nunca se habría permitido sentir.

Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que no amaba a Mark. Cuando se prometieron, ella era una joven ingenua de diecisiete años, que creía desear lo que todas las demás damas deseaban y codiciaban: un marido apuesto. Ahora, al escuchar a Mark y recordar, podía reconocer que no había estado enamorada de él, pero sí decidida a enamorarse, a casarse y a tener su propio hogar, a obtener lo que para las chicas de esa edad había sido el Santo Grial.

Escuchó, observó y elevó mentalmente una sincera plegaria de agradecimiento; realmente, había tenido suerte de escapar.


Tristan bajó la escalera que daba al salón de baile de lady Catterthwaite con toda tranquilidad. Llegaba más tarde de lo habitual. Un mensaje de uno de sus contactos había hecho necesaria otra visita a los muelles y ya había anochecido cuando regresó a casa.

Se detuvo a dos peldaños del final y examinó la sala, pero no vio a Leonora, aunque sí a sus tías. Se le erizó el vello de la nuca de preocupación. Bajó y se acercó a las ancianas empujado por la necesidad de encontrar a Leonora, un impulso cuya fuerza lo puso nervioso. Su conversación de la noche anterior, la explicación que le había dado de que ella y sólo ella podía satisfacer esa necesidad, había servido para confirmar, para exacerbar su creciente sensación de vulnerabilidad. Se sentía como si fuera a entrar en batalla sin una parte de su protección, como si se estuviera exponiendo a sí mismo y sus emociones de un modo insensato, estúpido y sin motivo.

Su instinto deseaba guardarse inmediata y completamente de semejante debilidad, ocultarla, protegerse lo más rápido posible. Sin embargo, no podía evitar ser el tipo de hombre que era, hacía tiempo que había aceptado su modo de ser. Sabía que no le serviría de nada luchar contra su creciente necesidad de asegurarse a Leonora, de hacerla inequívocamente suya, de lograr que accediera a casarse con él lo antes posible.

Cuando llegó junto al grupo de viejas damas, se inclinó ante Mildred y les estrechó la mano tanto a ella como a Gertie. Luego tuvo que soportar una tanda de presentaciones del círculo de ansiosas e interesadas mujeres.

Mildred lo salvó señalando con la mano a la multitud.

– Leonora está por ahí, en algún lugar entre el gentío.

– ¡Ya era hora de que llegara! -Gruñendo entre dientes, Gertie, sentada en un lado del grupo, atrajo su atención-. Está allí. -Señaló con su bastón; Tristan se volvió, miró y vio a Leonora hablando con un oficial de algún regimiento de infantería.

Gertie bufó.

– Ese sinvergüenza de Whorton está dándole la lata. Es imposible que a ella le esté resultando agradable, así que será mejor que vaya y la rescate.

Nunca había sido una persona que se precipitara a actuar sin estudiar antes la situación. Aunque el trío del que formaba parte Leonora estaba a cierta distancia, desde aquel ángulo resultaban perfectamente visibles. Y aunque sólo podía ver el perfil de ella, su postura y sus ocasionales gestos, no le parecía que estuviera nerviosa ni molesta. Tampoco daba muestras de desear escapar.