Volvió a mirar a Gertie.

– Supongo que Whorton es el capitán con el que está hablando. -Gertie asintió-. ¿Por qué lo ha llamado sinvergüenza?

La anciana entornó sus viejos ojos y apretó los labios mientras lo estudiaba con atención. Desde el principio, ella había sido la menos alentadora de las tías de Leonora. Sin embargo, no había intentado estropearle los planes. De hecho, según pasaban los días, Tristan pensaba que había llegado a verlo de un modo favorable.

Al parecer pasó el examen, porque, de repente, la mujer asintió y miró de nuevo a Whorton. Su rostro reflejaba claramente la aversión que sentía por aquel hombre.

– Porque la dejó plantada, por eso. Estuvieron prometidos cuando ella tenía diecisiete años, antes de que él se fuera a España. Regresó al año siguiente y se fue directo a verla. Todos esperábamos saber cuándo sonarían las campanas de boda, pero entonces, Leonora lo acompañó a la puerta y regresó para decirnos que le había pedido que lo liberara de su compromiso. Al parecer, le gustaba la hija de un coronel.

El bufido de Gertie fue elocuente.

– Por eso lo llamo sinvergüenza. Le rompió el corazón, eso hizo.

Un complejo remolino de emociones recorrió a Tristan. Se oyó a sí mismo decir:

– ¿Ella lo liberó?

– ¡Por supuesto que sí! ¿Qué dama no lo haría en semejantes circunstancias? El muy canalla no quería casarse con Leonora porque había encontrado un mejor partido para él.

El tono de su voz reflejó el cariño que sentía por su sobrina, su angustia. Impulsivamente, Tristan le dio unas palmaditas en el hombro.

– No se preocupe, iré a rescatarla.

Pero no iba a convertir a Whorton en un mártir. Aparte de todo lo demás, estaba condenadamente feliz de que el muy canalla no se hubiera casado con Leonora.

Con los ojos clavados en el trío, se abrió paso entre la multitud. Acababan de proporcionarle una pieza vital del rompecabezas que para él era la joven y de su actitud respecto al matrimonio, pero no podía perder tiempo deteniéndose a reflexionar, colocar las piezas y ver exactamente dónde encajaba ni lo que le diría.

Llegó junto a Leonora, que alzó la vista y le sonrió.

– Ah… aquí estás.

Tristan le cogió la mano y se la llevó brevemente a los labios. Cuando se la colocó sobre la manga, como tenía por costumbre, ella arqueó las cejas levemente, resignada, y se volvió hacia los otros.

– Permíteme que te presente.

Así lo hizo; a Tristan le impactó saber que la otra dama era la esposa de Whorton. Con su educada máscara puesta, respondió a los saludos.

La señora Whorton le sonrió con dulzura.

– Como decía, ha supuesto un gran esfuerzo organizar la educación de nuestros hijos…

Para su gran sorpresa, Tristan se descubrió escuchando una conversación sobre dónde matricular a los chicos de los Whorton. Leonora dio su opinión según su experiencia con Jeremy y era evidente que Whorton escuchaba con atención sus consejos.

En contra de la suposición de Gertie, el oficial no hizo ningún intento de coquetear con Leonora, ni evocar ninguna simpatía del pasado.

Tristan la observó a ella con atención, pero no pudo detectar nada más que su acostumbrada seguridad serena y su habitual cortesía.

No era una actriz especialmente buena; tenía un genio demasiado fuerte. Fueran cuales fuesen los sentimientos que había tenido por Whorton, ya no eran lo bastante intensos como para acelerarle el pulso, que latía regular bajo los dedos de Tristan; estaba verdaderamente impasible. Incluso mientras hablaba de niños que podrían haber sido los suyos si las cosas hubieran sido diferentes.

De repente, se preguntó qué sentía respecto a los niños y se dio cuenta de que él había dado por buena su opinión respecto a darle un heredero y se preguntó si ya llevaría a su hijo en su seno.

Se le encogió el estómago y una oleada de posesividad lo inundó. Aunque no agitó ni una pestaña, Leonora lo observó frunciendo levemente el cejo, en un gesto de inquisitiva preocupación. Su mirada lo salvó. Le sonrió y ella parpadeó, estudió sus ojos y se volvió de nuevo hacia la señora Whorton.

Finalmente, los músicos empezaron a tocar y Tristan aprovechó el momento para despedirse de la pareja. Llevó a Leonora directamente a la pista. La atrajo hacia sus brazos y la hizo girar al ritmo del vals. Sólo entonces se centró en su rostro, en la sufrida expresión de sus ojos.

Tristan parpadeó y arqueó una ceja.

– Me he dado cuenta de que los militares estáis acostumbrados a actuar con celeridad, pero en los salones de baile de la buena sociedad, se acostumbra a preguntarle a una dama si desea bailar.

Él la miró a los ojos. Tras un momento, dijo:

– Mis disculpas.

Leonora aguardó, luego añadió:

– ¿No vas a preguntármelo?

– No. Ya estamos bailando, así que preguntártelo es superfluo y, además, cabe la posibilidad de que te niegues.

Ella lo miró parpadeando, luego sonrió, claramente divertida.

– Debería intentarlo alguna vez.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque no te gustaría lo que iba a suceder.

Leonora le sostuvo la mirada y luego suspiró exageradamente.

– Vas a tener que pulir tus modales. Esta actitud no funcionará.

– Lo sé. Créeme, estoy trabajando en una solución, y tu ayuda sería muy apreciada.

Ella entornó los ojos, luego levantó la cabeza y apartó la vista, fingiendo enfadarse porque había sido él quien había dicho la última palabra.

Tristan la hizo girar mientras pensaba en el otro pequeño asunto, un asunto pertinente y posiblemente urgente, del que tendría que encargarse.

«Los militares.» Sus recuerdos de Whorton, sin importar lo antiguos y enterrados que estuvieran, no podían ser felices y casi con seguridad lo había catalogado a él como a un hombre cortado por el mismo patrón que Whorton.

CAPÍTULO 13

– ¡Excelente! -Leonora alzó la vista cuando Tristan entró. Recogió rápidamente el escritorio, lo cerró y se levantó-. Podemos pasear por el parque con Henrietta mientras te explico las nuevas noticias que tengo.

Él arqueó una ceja, pero le sostuvo la puerta, obediente, y la siguió de nuevo al vestíbulo. La noche anterior, Leonora le había explicado que había recibido unas cuantas respuestas de los corresponsales de Cedric y le había pedido que fuera a verla para hablar del tema, aunque no había mencionado lo de pasear a la perra.

Tristan la ayudó a ponerse la pelliza, luego se puso él el abrigo; el viento era muy frío y soplaba con fuerza en las calles. Las nubes ocultaban el sol, pero el día era bastante seco. Un sirviente llegó con Henrietta sujeta a una correa. Tristan dirigió a la perra una mirada de advertencia y luego cogió la correa.

Leonora encabezó la marcha.

– El parque está a unas cuantas calles de distancia.

– Confío -comentó Tristan mientras la seguía por el camino de entrada-, en que hayas estado paseando con tu perra.

Ella lo miró.

– Si con eso quieres preguntarme si he estado paseando por la calle sin ella, no. Pero sólo es algo temporal. Cuanto antes solucionemos el tema de Mountford, mejor.

Leonora se adelantó, abrió la verja y se la sostuvo mientras Tristan y Henrietta salían. Luego la cerró.

Él la cogió de la mano y la miró a los ojos y apoyó el brazo sobre el suyo.

– En resumidas cuentas -mientras la sujetaba a su lado, dejó que Henrietta los llevara hacia el parque-, ¿qué has descubierto?

Ella tomó aire, acomodó el brazo en el de él y miró al frente.

– Tenía puestas grandes esperanzas en A. J. Carruthers, porque Cedric mantuvo una correspondencia muy fluida con él durante los últimos años. Sin embargo, no había recibido ninguna respuesta de Yorkshire, donde Carruthers reside, hasta ayer. No obstante, antes de eso los días anteriores, recibí tres respuestas de otros botánicos, todos repartidos por el país. Los tres me dijeron que creían que Cedric estaba trabajando en una fórmula especial, pero ninguno de ellos conocía los detalles. A pesar de ello, todos sugerían que me comunicara con A. J. Carruthers, porque Cedric había mantenido muy estrecho contacto con él.

– ¿Tres respuestas independientes y todos creían que Carruthers sabría más?

Leonora asintió.

– Exacto. Por desgracia, A. J. Carruthers está muerto.

– ¿Muerto? -Tristan se detuvo y la miró a los ojos. La verde extensión del parque se encontraba al otro lado de la calle-. ¿Cómo murió?

Ella hizo una mueca.

– No lo sé, lo único que sé es que está muerto.

Henrietta tiró impaciente; Tristan miró y luego las guió hacia el otro lado de la calle. La enorme y peluda perra y su mandíbula abierta llena de dientes afilados le dio la excusa perfecta para evitar la zona más frecuentada por las damas y sus hijas. En lugar de eso, guió al explorador animal hacia la región más frondosa y con más maleza, en el extremo occidental de Rotten Row. Aquella zona estaba casi desierta.

Leonora no esperó a que le preguntara.

– La carta que recibí ayer era del abogado en Harrogate que representaba a Carruthers y que supervisaba su patrimonio. Me informó del fallecimiento del hombre, pero dice que no puede ayudarme con mi consulta. Sugiere que me dirija al sobrino de Carruthers, que heredó todos los diarios de su tío, entre otras cosas, que seguramente él podría arrojar algo de luz sobre el asunto. El abogado sabía que Carruthers y Cedric se habían escrito con mucha frecuencia en los meses previos a la muerte de mi primo.

– ¿Menciona ese abogado cuándo murió Carruthers exactamente?

– No. Lo único que dice es que falleció unos meses después que Cedric, pero que estaba enfermo desde antes. -Leonora se detuvo y luego añadió-: En las cartas que le envió a Cedric no mencionó ninguna enfermedad, pero puede que no se tuvieran tanta confianza.

– Sí. Ese sobrino… ¿tenemos su nombre y dirección?

– No. -La mueca de Leonora fue la encarnación de la frustración-. El abogado me comunica que le envió mi carta al sobrino en York, pero eso es todo lo que dice.

– Hum. -Tristan bajó la vista y siguió caminando mientras valoraba, extrapolaba.

Leonora lo miró y dijo:

– Es la información más interesante que hemos obtenido hasta ahora. El vínculo más probable y, de hecho, el único posible con lo que sea que Mountford busca. No hay nada específico en las cartas de Carruthers a Cedric, a excepción de algunas referencias indirectas a algo en lo que estaban trabajando, pero sin ningún detalle. Deberíamos investigar eso, ¿no crees?

Tristan alzó la vista, la miró a los ojos y asintió.

– Haré que alguien se encargue de ello mañana.

Ella frunció el cejo.

– ¿Dónde? ¿En Harrogate?

– Y York. En cuanto tengamos el nombre y dirección, haremos una visita al sobrino.

Lo único que lamentaba era no poder hacerlo él personalmente, porque viajar a Yorkshire significaría dejar a Leonora fuera de su alcance y, aunque podría rodearla de guardias, por más protección que le pusiera, no sería suficiente para quedarse tranquilo, no hasta que no atraparan a Mountford, quienquiera que éste fuera. De repente, se dio cuenta de que Leonora lo estaba mirando con una extraña expresión.

– ¿Qué?

Ella apretó los labios con los ojos clavados en él, luego negó con la cabeza y apartó la mirada.

– Tú…

Tristan esperó, luego preguntó:

– ¿Qué ocurre conmigo?

– Sabías lo suficiente como para darte cuenta de que alguien había hecho una copia de la llave. Esperaste a un ladrón y te enfrentaste a él sin inmutarte. Puedes forzar cerraduras. No era la primera vez que examinabas un lugar para valorar si estaba a prueba de intrusos. Accediste a unos informes especiales del Registro, informes que otros no habrían sabido ni que existían. Con un gesto de la mano, puedes hacer que haya hombres vigilando mi calle. Te vistes como un peón y frecuentas los muelles, luego te conviertes en un conde, uno que, no sé cómo, siempre sabe dónde estaré, uno con un conocimiento ejemplar de las casas de nuestras anfitrionas.

»Y ahora, como si tal cosa, lo arreglarás todo para enviar a alguien a buscar información a Harrogate y York. -Leonora le clavó una mirada intensa pero intrigada-. Eres el ex militar conde más extraño que he conocido nunca.

Él le sostuvo la mirada durante un largo momento y luego murmuró:

– No era el militar corriente que tú imaginas.

Ella asintió mientras miraba al frente de nuevo.

– Eso he pensado. Eras un comandante en la Guardia Real, un soldado del tipo de Devil Cynster…

– No. -Tristan esperó hasta que Leonora lo miró a los ojos-. Yo…

Se calló. El momento había llegado más pronto de lo previsto. Una avalancha de pensamientos se le pasaron por la mente, el más destacado era cómo le sentaría a una mujer que había sido plantada por un militar que otro le mintiera. Quizá no sería mentir, pero ¿vería ella la diferencia? Su instinto le decía que la mantuviera al margen, que le ocultara su peligroso pasado y sus propensiones igualmente peligrosas, que la mantuviera en el desconocimiento total de esa parte de su vida, y de todo lo que hablaba de su carácter.