Con los ojos clavados en su rostro, Leonora siguió paseando despacio, con la cabeza ladeada mientras lo estudiaba. Y aguardó.
Tristan tomó aire y dijo en voz baja:
– Tampoco era como Devil Cynster.
Ella lo miró a los ojos, pero no pudo descifrar lo que vio allí.
– ¿Qué clase de militar eras entonces?
Leonora sabía que la respuesta albergaba una clave vital para comprender quién era verdaderamente el hombre que estaba a su lado.
Tristan torció los labios con gesto irónico.
– Si pudieras tener acceso a mi historial, éste diría que me alisté en el ejército a los veinte años y que ascendí al rango de comandante en la Guardia Real. Indicaría un regimiento, pero si lo comprobaras con soldados de ese regimiento, descubrirías que pocos me conocían, que nadie me vio desde poco tiempo después de que me alistara.
– Entonces, ¿en qué compañía estabas? En la caballería no.
– No. Ni en la infantería, ni tampoco en la artillería.
– Dijiste que habías estado en Waterloo.
– Y estuve allí. -Le sostuvo la mirada-. En el campo de batalla, pero no con nuestras tropas. -Vio cómo sus ojos se abrían como platos y luego él añadió-: Estaba tras las líneas enemigas.
Leonora parpadeó antes de quedarse mirándolo intrigada.
– ¿Eras un espía?
Tristan hizo una leve mueca y miró al frente.
– Un agente que trabajaba en un puesto no oficial para el gobierno de su majestad.
Una gran cantidad de emociones la inundaron, observaciones que de repente tenían sentido, otras cosas que ya no eran tan misteriosas. Sin embargo, estaba mucho más interesada en lo que esa revelación significaba, en lo que decía de él.
– Has debido de sentirte muy solo. Además, debió de ser extremadamente peligroso.
Tristan la miró; eso no era lo que esperaba que dijera, que pensara. Su mente volvió atrás, a aquellos años y asintió.
– A menudo.
Esperó más, aguardó sus previsibles preguntas. Pero éstas no llegaron. Habían bajado el ritmo y, en seguida, impaciente, Henrietta ladró y tiró de la correa. Tristan y Leonora intercambiaron una mirada, luego ella sonrió y caminaron más rápido, de vuelta a las calles de Belgravia.
Leonora estaba pensativa, lejana y distante, pero no molesta, irritada, ni preocupada. Cuando sintió que la miraba, alzó la vista, lo miró a los ojos, sonrió y volvió a mirar al frente.
Cruzaron la calle y siguieron hacia Montrose Place. Cuando llegaron a la verja de su casa, ella seguía absorta en sus pensamientos.
Tristan se detuvo ante la escalera de la entrada principal.
– Te dejo aquí.
Leonora alzó la vista, inclinó la cabeza y cogió la correa de Henrietta. Lo miró a los ojos; los suyos se veían de un asombroso azul.
– Gracias.
Aquellos ojos azules le indicaron que se refería a mucho más que a su ayuda con Henrietta.
Él asintió y se metió las manos en los bolsillos.
– Haré que alguien salga hacia York esta noche. Tengo entendido que irás a casa de lady Manivers.
Ella sonrió.
– Sí.
– Te veré allí.
Buscó su mirada un momento y luego inclinó la cabeza.
– Hasta entonces.
Leonora se volvió. Tristan la observó entrar y esperó a que cerrara la puerta para darse la vuelta y marcharse.
A la mañana siguiente, Leonora decidió que tratar con Tristan se había convertido en algo increíblemente complicado. Estaba acostada en la cama y contemplaba los dibujos que los rayos del sol formaban en el techo, mientras intentaba averiguar qué estaba pasando exactamente entre ellos, entre Tristan Wemyss, ex espía, ex agente no oficial del gobierno de su majestad, y ella.
Creía que lo sabía, pero día tras día, noche tras noche, él no dejaba… no tanto de cambiar como de desvelarle detalles más profundos y enigmáticos de sí mismo, facetas de su carácter que ella nunca había imaginado que poseyera y que le parecían muy atractivas.
La noche anterior todo había ido como de costumbre. Ella había intentado -sin esforzarse demasiado, eso sí- mantenerse firme. Mientras que Tristan se había mostrado más decidido, más implacable de lo normal, en acabar con su resistencia y tomarla.
La había llevado a una estancia aislada, una sumida en sombras. Allí, en un canapé, le había enseñado a cabalgarlo. Incluso entonces, al pensar en esos momentos se ruborizaba y la inundaba una oleada de calor. Los músculos de los muslos aún le dolían. Sin embargo, en esa postura había sido más capaz de apreciar cuánto placer le daba ella a él, cuánto disfrutaba Tristan de su cuerpo. Por primera vez, Leonora había tomado la iniciativa, había experimentado y disfrutado de su capacidad de complacerlo. Fue algo adictivo, fascinante, profundamente satisfactorio. No obstante, había sido la menor de las sorpresas que esa velada le había deparado.
Cuando, finalmente, se dejó caer en sus brazos, acalorada y plena, le mordió el hombro y le dijo que le gustaba el tipo de militar que había sido. Tristan le acarició la espalda con su dura palma, despacio, pensativo y le dijo:
– Yo no soy como Whorton, te lo prometo.
Ella parpadeó, luego se incorporó sobre los codos para poder mirarle a la cara con el cejo fruncido.
– No tienes nada que ver con Mark. -Se sentía un poco aturdida; el cuerpo duro como una roca, bronceado y lleno de cicatrices bajo el de ella no se parecía en nada a como había imaginado que sería Mark, y en cuanto al hombre que había en su interior…
Los ojos de Tristan eran dos oscuros estanques, imposibles de interpretar. Había continuado acariciándola despacio, de un modo tranquilizador. Debió de ver la confusión en su rostro, porque añadió:
– Quiero casarme contigo, no cambiaré de opinión. No tienes que preocuparte de si te haré daño, como él te lo hizo.
Entonces lo entendió. Se incorporó y se quedó mirándolo.
– Mark no me hizo daño.
Tristan frunció el cejo.
– Te dejó plantada.
– Bueno, sí. Pero… yo me alegré de que lo hiciera.
Por supuesto, tuvo que explicarse. Lo hizo con candor, afirmando que la realidad les había hecho descubrir la verdad tanto a ella como a él.
– Así que, como ves -concluyó-, no fue de ningún modo un desaire profundo y duradero. No siento ninguna animadversión por los militares debido a eso.
Tristan la observó y estudió su rostro.
– Entonces, ¿no me guardas rencor por mi antigua ocupación?
– ¿Por lo que pasó con Whorton? No.
Él frunció aún más el cejo.
– Si no fue Whorton y su desplante lo que hizo que sintieras aversión por los hombres y el matrimonio, ¿qué fue? -Su mirada se agudizó. Incluso entre las sombras, Leonora pudo darse cuenta de ello-. ¿Por qué no te has casado?
Ella no estaba preparada para responder a esa pregunta. Así que no lo hizo y se aferró a un asunto más inmediato.
– ¿Por eso me has explicado a qué te dedicabas? ¿Para que viera que no eras como Whorton?
Tristan pareció contrariado.
– Si no me lo hubieras preguntado, no te lo habría dicho.
– Pero te lo he preguntado. ¿Por eso me has respondido?
Él vaciló, su renuencia fue evidente, pero al final reconoció:
– En parte. Habría tenido que explicártelo en algún momento…
– Pero me lo has contado esta tarde porque querías que te considerara diferente a Whorton, diferente a como creías que lo veía a él…
Tristan la hizo inclinarse hacia él y la besó, la distrajo. Y lo hizo con eficacia.
La noche anterior, Leonora no había sabido qué conclusión sacar de su razonamiento, de sus motivos y reacciones. Aún no lo sabía. Sin embargo… era evidente que se había sentido lo bastante amenazado por su experiencia con Whorton y el modo en que pensaba que la afectaba a ella su visión de los militares, como para decirle la verdad, para romper con lo que Leonora sospechaba que era un hábito y no ocultar ni esconder su pasado. Un pasado del que estaba segura que su familia no sabía nada, que pocos conocían.
Era un hombre con sombras. Sin embargo, las circunstancias habían exigido que saliera a la luz y necesitaba a alguien que comprendiera, que lo comprendiera a él, alguien en quien pudiera confiar a su lado.
Leonora podía ver eso, reconocerlo.
Se estiró despacio bajo las mantas y soltó un profundo suspiro. Se había permitido imaginar cómo sería estar casada con él y su reacción a esa visión había sido completamente diferente a lo que ella había esperado, a la reacción que había tenido en el pasado ante todos aquellos pensamientos sobre el matrimonio.
En ese momento… en el que imaginaba que era su esposa, la perspectiva era cautivadora. Con la edad y la experiencia, con la madurez quizá, había llegado a valorar cosas como la amable rutina de la vida en el campo mucho más de lo que lo había valorado anteriormente; poco a poco, se había dado cuenta de que esos elementos eran importantes para ella. Proporcionaban una salida a sus habilidades naturales, a sus talentos organizativos y directivos; sin esa salida se sentiría reprimida, ahogada… Como de hecho se sentía cada vez más en casa de su tío.
Ese descubrimiento no era tanto una conmoción como una sacudida, una que hizo tambalearse los conceptos que durante tanto tiempo había considerado los pilares de su vida. Y no era una tontería fácil de asimilar.
Los rayos del sol bailaron sobre el techo; la casa se había despertado, el día la llamaba. Sin embargo, se quedó en el caparazón de su cama y abrió su mente. Dejó libres sus pensamientos. Los siguió a donde la llevaran. Los sueños de niña que había sepultado hacía tiempo revivieron, volvieron a surgir discretamente, alterados para que en esa ocasión fueran atractivos para la mujer que ahora era y esa vez encajaban con ella. Podía ver, imaginar, empezar a desear, si se lo permitía a sí misma, un futuro como esposa de Tristan. Su condesa. Su compañera.
Girando a través de esos sueños, otorgándoles más fascinación y poder, estaba el incentivo de ser la única, la única según él, que podía darle todo lo que deseaba, lo que muy posiblemente necesitaba. Cuando estaban juntos, podía percibir la fuerza de lo que había surgido entre los dos, aquella desbordante emoción más profunda que la pasión, más fuerte que el deseo. La emoción que en aquellos tranquilos, intensos y privados momentos los envolvía. La emoción que compartían. Se trataba de algo efímero, más fácil de ver en los ardientes momentos en que bajaban la guardia por completo y, no obstante, también estaba ahí, asomándose, como algo captado con el rabillo del ojo en sus momentos más públicos.
Tristan le había preguntado por qué no se había casado; la verdad era que nunca había analizado verdaderamente la razón. La creencia profunda e instintiva, la que había hecho que dejara ir tan fácilmente a Whorton, era algo tan sepultado en su mente, que formaba parte de ella hasta tal punto que nunca la había examinado ni analizado, nunca antes se había preocupado por meditarlo. Simplemente había estado allí, era una seguridad.
Hasta que Tristan había aparecido y había depositado a sus pies todo lo que era.
Ahora, él tenía derecho a preguntar, a pedirle que le explicara sus motivos, a exigir que éstos fueran sólidos.
Era el momento de mirar más profundamente en su corazón, en su alma, y descubrir si su viejo instinto aún era relevante, si seguía siendo relevante para el nuevo mundo en cuyo umbral Tristan y ella se encontraban.
Él la había cogido de la mano, la habían arrastrado hasta ese umbral, la había obligado a abrir los ojos y a ver de verdad… y Tristan no iba a marcharse, no se limitaría a retirarse y dejarla.
Estaba en lo cierto: la atracción entre ellos no desaparecería. No lo había hecho. Al contrario, había aumentado.
Apretó los labios, apartó las mantas, se levantó de la cama y se acercó decidida a la cuerda de la campanilla del servicio.
Reexaminar y posiblemente reestructurar los principios básicos de la vida de una no era empresa que pudiera lograrse apresuradamente en unos cuantos minutos. Pero, por desgracia, a lo largo de ese día y de los siguientes, esos minutos fueron todo de lo que Leonora pudo disponer. Sin embargo, a medida que los acontecimientos reforzaban y profundizaban la conexión entre Tristan y ella, la necesidad de volver a considerar la razón subyacente de su aversión al matrimonio aumentó.
Su lento progreso en el asunto de Mountford, tanto para localizar al hombre que se ocultaba tras ese nombre, como para identificar lo que fuera que perseguía, sólo le añadía presión a través de la creciente actitud protectora de Tristan, que se desbordaba en una posesividad más primitiva.
Aunque se esforzaba por ocultarla, Leonora veía esa actitud. Y la comprendía. Intentó que no la enfureciera, porque, al parecer, él no podía evitarlo.
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