Febrero había dado paso a marzo; la primera insinuación de la primavera llegó para mitigar la desolación del invierno. La buena sociedad empezó a regresar de verdad a la capital para prepararse para la Temporada que llegaba. Mientras que antes las fiestas habían sido pequeñas y muy informales, el calendario social estaba volviéndose más intenso y los eventos mucho más concurridos.

El baile de lady Hammond fue un buen intento de ser la primera gran reunión reconocida del año. Leonora llegó con Mildred y Gertie y esperó pacientemente en la escalera que daba al salón de baile, junto con medio centenar de personas, todas a la espera de saludar a la anfitriona. Al mirar a su alrededor, vio caras conocidas, saludó con la cabeza, intercambió sonrisas. Aún faltaban semanas para que la Temporada propiamente dicha empezara y Leonora estaba segura de que años atrás la ciudad no había estado tan concurrida por esas fechas.

– Querida, por supuesto que hemos venido pronto.

La dama que aguardaba detrás de Leonora acababa de encontrarse con una vieja amiga.

– Todo el mundo lo hará, recuerda bien mis palabras. O, al menos, todas las familias que tengan una hija que colocar. Es bastante vergonzosa la cantidad de caballeros que se han perdido en todas esas guerras…

La dama continuó, pero Leonora dejó de escuchar… Había visto la luz. Ay de aquellos caballeros solteros aún sin casar.

Finalmente, junto con Mildred y Gertie llegó a la puerta del salón. Tras saludar a lady Hammond, una vieja conocida de sus tías, siguió a éstas a una de las estancias provistas con sillas y divanes para acomodar a las carabinas y a las damas de más edad.

Sus tías se sentaron entre sus amigas y, tras esquivar una serie de pícaras preguntas, Leonora se retiró.

Entre aquella multitud, Tristan tendría ciertas dificultades para localizarla. Aún no estaba en la cola de entrada al salón de baile cuando ella llegó a lo alto de la escalera, lo cual significaba que pasaría un rato antes de que pudieran reunirse.

Esa noche, la multitud era demasiado densa como para poder atravesarla sólo con asentimientos de cabeza y sonrisas, así que tuvo que detenerse y charlar, intercambiar saludos y opiniones y entablar cierta conversación social. Eso nunca le había resultado difícil, aunque sí aburrido a veces, pero esa noche había tantos recién llegados a la ciudad que tenía que ponerse al día con muchos, oír sus novedades, reír sus bromas y mostrarse divertida. No obstante, consciente de que estaba atrayendo cierto grado de atención por parte de los caballeros que habían vuelto hacía demasiado poco a los salones de baile como para ser conscientes del interés de Tristan, no permaneció durante mucho tiempo con ningún grupo, aunque continuó paseándose.

Enfrentarse a los galanes de uno en uno parecía lo más sensato.

– ¡Leonora!

Se volvió y sonrió a Crissy Wainwright, una rubia rechoncha, y actualmente de pechos más que generosos, que había sido presentada en sociedad el mismo año que ella. Crissy había cazado rápidamente a un lord y se había casado; los sucesivos partos la habían mantenido alejada de Londres durante algunos años. La observó avanzar casi abriéndose paso a codazos entre la multitud.

– ¡Uf! -Cuando llegó a su lado, abrió el abanico-. Esto es una locura. Y yo que pensaba que había sido un acierto regresar a la ciudad pronto…

– Parece ser que muchos han pensado lo mismo. -Leonora le cogió la mano a Crissy y se dieron dos besos.

– Mamá se va a disgustar -dijo su amiga, y miró a Leonora-. Quería adelantarse a todos los demás que tuvieran hijas que colocar esta Temporada. Tiene que quitarse de encima a mi hermana pequeña y ha puesto los ojos en ese conde que por fuerza tiene que casarse.

Leonora parpadeó.

– ¿Un conde que por fuerza tiene que casarse?

Crissy se acercó más y bajó la voz:

– Parece ser que el pobre acaba de heredar y tiene que casarse antes de julio o perderá su fortuna. Conservará las casas y a los familiares a su cargo, pero ninguna de las dos cosas sería fácil de mantener con un presupuesto limitado.

A ella un escalofrío le recorrió la espalda.

– No sabía nada. ¿De qué conde se trata?

Crissy agitó una mano.

– Seguramente no se le habrá ocurrido mencionártelo a nadie, al fin y al cabo, tú no estás interesada en un esposo. -Hizo una mueca-. Siempre pensé que eras un poco rara al mostrarte tan contraria al matrimonio, pero ahora… tengo que reconocer que hay veces en que pienso que tenías razón. -Su expresión se veló fugazmente, pero en seguida volvió a animarse-. Bueno, estoy aquí para divertirme y olvidar que estoy casada. Si ese pobre conde está tan buscado como parece, quizá pueda ofrecerle un refugio. He oído que es increíblemente apuesto, algo raro cuando se combina con riqueza y título…

– ¿Qué título? -Leonora la interrumpió sin reparo, pues Crissy podía divagar durante horas.

– Oh, ¿no lo he dicho? Es Trillingwell, Trellham… algo así.

– ¿Trentham?

– Sí, eso es. -Su amiga se volvió hacia ella-. ¡Lo sabías!

– Te aseguro que no, pero te agradezco mucho que me lo hayas contado.

Crissy parpadeó, luego estudió su rostro.

– Vaya, qué pilla… Lo conoces.

Leonora entornó los ojos, no hacia Crissy, sino hacia una oscura cabeza que se acercaba a ella a través de la multitud.

– Sí, sí lo conozco. -Es más, lo conocía también en sentido bíblico-. Si me disculpas… Seguro que nos volvemos a ver si te quedas en la ciudad.

Crissy la cogió de la mano cuando ella hizo ademán de alejarse.

– Sólo dime una cosa, ¿es tan apuesto como dicen?

Leonora arqueó las cejas.

– Es demasiado apuesto para su propio bien. -Se zafó de la mano de su amiga y avanzó entre la multitud para encontrarse con el conde que por fuerza tenía que casarse.

Tristan supo que algo iba mal en cuanto Leonora apareció ante él de repente. Era difícil pasar por alto los puñales que le clavaba con la mirada; la punta del dedo que le hundió en el pecho fue incluso más afilada.

– Quiero hablar contigo. ¡Ahora mismo!

Siseó las palabras mientras su genio bullía claramente.

Él revisó su conciencia; la tenía tranquila.

– ¿Qué ha sucedido?

– Estaría encantada de explicártelo, pero sospecho que preferirás escucharme en privado. -Lo miró fijamente-. ¿Qué nidito de amor has encontrado para nosotros esta noche?

Tristan le sostuvo la mirada y pensó en la diminuta despensa del servicio que le habían asegurado que era el único lugar posible para encuentros totalmente privados en casa de los Hammond. Con la luz apagada, estaría oscuro y cerrado, perfecto para lo que tenía en mente…

– Aquí no hay ningún lugar apropiado para una conversación en privado.

Sobre todo, si ella perdía los estribos y, al parecer, iba a serle difícil mantener el control.

Leonora abrió los ojos como platos.

– Pues ahora es el momento de que estés a la altura de tu reputación. Encuentra uno.

Tristan puso sus talentos en acción; le cogió la mano y se la apoyó en su manga, aliviado por que le permitiera hacerlo.

– ¿Dónde están tus tías?

Ella señaló hacia un lado de la sala.

– En aquellas sillas.

Tristan se dirigió hacia allí con la atención centrada en ella y evitando que ninguna mirada se cruzara con la suya. Se inclinó y le habló en voz baja:

– Tienes dolor de cabeza, una migraña. Diles a tus tías que no te encuentras bien y que debes marcharte inmediatamente. Yo me ofreceré a llevarte a casa en mi carruaje… -Se quedó callado, se detuvo, llamó a un sirviente. Cuando el hombre se acercó, le dio una orden y el otro se alejó a toda velocidad.

Continuaron avanzando.

– Ya he ordenado preparar el carruaje. -La miró-. Si pudieras relajar la espalda y encogerte un poco, quizá tengamos alguna posibilidad de lograrlo. Tenemos que asegurarnos de que tus tías se queden aquí.

Eso último no sería fácil, pero fuera lo que fuese lo que se le había metido entre ceja y ceja, Leonora estaba decidida a tener un momento en privado con él. No fueron sus aptitudes interpretativas lo que prevaleció, sino más bien la impresión que daba de que si alguien no accedía a sus deseos, era muy probable que se pusiera violenta.

Mildred le dirigió a Tristan una preocupada mirada.

– ¿Si está seguro…?

Él asintió.

– Mi carruaje está esperando, tienen mi palabra de que la llevaré directamente a casa.

Leonora lo miró con los ojos entornados; Tristan mantuvo una expresión impasible.

Con el aire de mujeres que se doblegan a una voluntad más fuerte y, de algún modo, incomprensible, Mildred y Gertie se quedaron donde estaban y le permitieron acompañar a su sobrina a casa.

El carruaje los estaba esperando; Tristan ayudó a subir a Leonora y luego la siguió. El lacayo cerró la puerta; se oyó el chasquido de un látigo y el carruaje se puso en marcha.

En la oscuridad, le cogió la mano y se la apretó.

– Aún no -le dijo en voz baja-. Mi cochero no tiene por qué enterarse y Green Street está aquí al lado.

Ella lo miró.

– ¿Green Street?

– He prometido llevarte a casa. A mi casa. ¿En qué otro lugar podríamos encontrar una estancia privada con la luz adecuada para una discusión?

Leonora no tenía nada que decir a eso; de hecho, se alegraba de que reconociera la necesidad de iluminación, porque quería verle la cara. Con la sangre hirviendo esperó de mala gana en silencio.

La mano de él permanecía cerrada sobre la suya. Mientras avanzaban en medio de la noche, la acariciaba con el pulgar, casi distraídamente. Leonora lo observó; estaba mirando por la ventana y no pudo saber si era consciente de lo que estaba haciendo y mucho menos si pretendía que ese gesto la aplacara. La caricia era tranquilizadora, pero no mitigó su furia. Si acaso, la aumentó.

¿Cómo se atrevía a ser tan insufriblemente complaciente, a mostrarse tan confiado y seguro cuando ella acababa de descubrir sus motivos ocultos, unos motivos que debería haber supuesto que tarde o temprano descubriría?

El carruaje giró, no en Green Street, sino en una estrecha callejuela donde se encontraban las caballerizas utilizadas por la hilera de grandes casas. Se detuvo bruscamente. Tristan se movió, abrió la puerta y bajó.

Lo oyó hablar con el cochero, luego se volvió hacia ella. Leonora le tendió la mano y bajó; Tristan la hizo atravesar a toda prisa la verja de un jardín antes de que tuviera ocasión de orientarse.

– ¿Dónde estamos?

Al otro lado del alto muro de piedra, oyó que el carruaje se alejaba.

– En mis jardines. -Le señaló con la cabeza una casa al otro lado de la extensión de césped visible a través de los arbustos-. Si entráramos por la puerta principal, tendríamos que dar explicaciones.

– ¿Y tu cochero?

– ¿Qué ocurre con mi cochero?

Leonora soltó un bufido. Tristan le puso la mano en la espalda y empezó a avanzar por un sendero que había entre los arbustos. Cuando salieron de las sombras, le cogió la mano y caminó a su lado. El estrecho camino seguía los parterres que bordeaban esa ala de la casa; la llevó más allá del invernadero, de lo que parecía un estudio y hacia la larga estancia que reconoció como la salita de estar en la que sus ancianas tías la habían entretenido semanas atrás. Finalmente, se detuvo frente a un par de puertas de cristal.

– Esto no lo has visto. -Apoyó la palma de la mano en el marco de las puertas, justo donde la cerradura las unía, le dio un firme empujón y la cerradura se abrió.

– ¡Cielo santo!

– ¡Chist! -La hizo entrar y luego cerró. La salita estaba a oscuras. A esas horas de la noche, esa parte de la casa estaba desierta. La cogió de la mano y la llevó hacia la escalera que subía hasta el pasillo. Se detuvo entre las sombras y miró a la izquierda, donde el vestíbulo delantero estaba bañado por una luz dorada.

Leonora se asomó detrás de él y no vio ni rastro de ningún sirviente o mayordomo.

Tristan se volvió y la instó a avanzar hacia la derecha, por un corto y oscuro pasillo. La adelantó y abrió la puerta que había al final de éste.

Leonora entró con él detrás, que cerró sin hacer ruido.

– Espera -susurró. Luego pasó por delante de ella.

La leve luz de la luna brillaba sobre un pesado escritorio, iluminaba una gran silla tras él y otras cuatro butacas repartidas por la estancia. Había una serie de armarios y muebles de cajones a lo largo de las paredes. Luego, Tristan cerró las cortinas y se quedaron totalmente a oscuras.

Un instante después, Leonora oyó el roce de la yesca; se encendió una llama que iluminó el rostro de él, perfilando sus severos rasgos mientras ajustaba la mecha de la lámpara y volvía a colocarle el cristal.

El cálido resplandor se extendió y llenó la estancia. Tristan la miró y con la mano le señaló dos sillones que había frente al hogar. Cuando Leonora llegó hasta allí, él se acercó y le retiró la capa de los hombros. La dejó a un lado, luego se inclinó sobre las brasas que aún ardían en la chimenea; ella se sentó y observó cómo avivaba el fuego con eficacia hasta que volvió a ser un fuego aceptable.