Se irguió y bajó la vista, mirándola.

– Voy a tomar un brandy. ¿Quieres algo?

Leonora lo observó acercarse a la licorera. Dudaba que tuviera jerez en su estudio.

– Tomaré también una copa de brandy.

Tristan volvió a mirarla con las cejas arqueadas, pero sirvió brandy en dos copas, luego regresó y le dio una. Leonora tuvo que usar ambas manos para sujetarla.

– ¿Y bien? -Se sentó en el otro sillón, estiró las piernas ante él, cruzó los tobillos, bebió y luego clavó la mirada en ella-. ¿Cuál es el problema?

El brandy era una distracción, así que Leonora dejó la copa con cuidado en la mesita que había junto al sillón.

– El problema -contestó, sin importarle lo mordaz que sonara- eres tú y tu necesidad de casarte.

Él la miró directamente a los ojos; volvió a beber. La gran copa parecía formar parte de su mano.

– ¿Qué problema hay en eso?

– ¿Qué problema hay? Tienes que casarte por algo relacionado con tu herencia. La perderás si no te casas antes de julio, ¿no es cierto?

– Perderé gran parte de los fondos, pero conservaré el título y todo lo que conlleva.

Leonora tomó aire y logró que atravesara la opresión que de repente le atenazó la garganta.

– Así que… tienes que casarte. En realidad tú no deseas hacerlo, ni conmigo ni con ninguna otra, pero tienes que hacerlo y por eso pensaste que yo serviría. Necesitas una esposa y yo te valdría. ¿Lo he entendido bien al fin?

Tristan se quedó muy quieto. En cuestión de un segundo, pasó de ser un elegante caballero sentado en el sillón a parecer un depredador listo para reaccionar. Lo único que verdaderamente cambió fue una repentina tensión, pero el efecto fue profundo.

A Leonora los pulmones se le pararon; apenas podía respirar. No se atrevió a apartar la vista de él.

– No. -Cuando habló, ella notó que su voz sonaba más profunda, más oscura. La copa de brandy se veía frágil en su mano y, como si se hubiera dado cuenta, relajó los dedos.

»Así no es como fue… como es.

Ella tragó saliva y alzó la cabeza. La complació comprobar que su voz se mantenía firme, aún altiva, incrédula. Desafiante.

– ¿Cómo es entonces?

Tristan no apartó la vista de ella. Al cabo de un momento, habló, y en su voz había algo que la advertía de que ni se le ocurriera pensar que no estaba diciendo la verdad absoluta.

– Tengo que casarme, en eso tienes razón. No porque tenga ninguna necesidad especial de los fondos de mi tío abuelo, sino porque, sin ellos, sería imposible mantener a las catorce parientes a mi cargo del modo en que ellas están acostumbradas.

Hizo una pausa y dejó que asimilara las palabras y su significado.

– Por lo tanto, sí, tengo que pasar por el altar antes de julio. Sin embargo, independientemente de eso, no tenía, ni tengo ninguna intención de permitir que mi tío abuelo o las damas de la buena sociedad interfieran en mi vida o decidan a quién debo tomar por esposa. Es evidente que, si yo lo deseara, podría arreglarse una boda con alguna dama idónea, y estaría firmada, sellada y consumada en menos de una semana.

Volvió a hacer otra pausa, bebió con la mirada fija en la suya. A continuación, habló despacio y con claridad.

– Aún faltan varios meses para que llegue julio. No veo ningún motivo para precipitarme. Por consiguiente, no he hecho ningún esfuerzo por considerar a ninguna dama. -Su voz se hizo más profunda, ganó fuerza-. Y entonces, te vi a ti y dichas consideraciones se volvieron superfluas.

Estaban sentados casi a medio metro de distancia. Sin embargo, lo que había surgido entre los dos, lo que ahora existía, cobró vida con sus palabras, una fuerza palpable que llenaba el espacio y casi centelleaba en el aire. La alcanzó, la envolvió, una red de emociones tan inmensamente fuertes que Leonora supo que nunca podría liberarse. Y, muy probablemente, tampoco él.

Su mirada se había mantenido dura, abiertamente posesiva, firme.

– Tengo que casarme. En algún momento, me habría visto forzado a buscar una esposa. Pero entonces te encontré a ti, y toda búsqueda se volvió irrelevante. Tú eres la esposa que deseo. Tú eres la esposa que tendré.

Leonora no dudó, no pudo dudar de lo que le estaba diciendo; la prueba estaba allí, entre ellos.

La tensión aumentó hasta volverse insoportable. Los dos tenían que moverse; Tristan lo hizo primero, se levantó del sillón con un fluido y grácil movimiento y le tendió la mano. Tras un instante, Leonora se la cogió y él la ayudó a levantarse.

La miró con rostro tenso, duro.

– ¿Lo entiendes ahora?

Ella alzó la cabeza para mirarlo… sus ojos, aquellos duros y severos rasgos que transmitían tan poco. Tomó aire y se sintió obligada a preguntar:

– ¿Por qué? Aún no entiendo por qué deseas casarte conmigo. Por qué me quieres a mí y sólo a mí.

Él le sostuvo la mirada largo rato. Cuando Leonora pensó que ya no iba a responderle, lo hizo:

– Adivínalo.

Fue su turno de pensar largo y tendido. Se humedeció los labios y murmuró:

– No puedo. -Tras un instante, añadió con brutal sinceridad-. No me atrevo.

CAPÍTULO 14

Tristan insistió en acompañarla a casa. Sólo sus manos se tocaron y Leonora se sintió inmensamente agradecida por ello. La estuvo observando; ella percibió su deseo, tan flagrantemente posesivo y apreció el hecho de que lo refrenara, que pareciera comprender que necesitaba tiempo para pensar, para asimilar todo lo que él le había dicho, todo lo que ella había descubierto. No sólo de él, sino de sí misma.

Amor. Si a eso era a lo que se había referido, lo cambiaba todo. Tristan no había dicho ni una palabra. No obstante, allí de pie, tan cerca de él, Leonora había podido sentirlo, fuera lo que fuese; no deseo, ni lujuria, sino algo mucho más fuerte. Algo mucho más delicado.

Si era amor lo que había surgido entre ellos, entonces, alejarse de él, de su proposición, quizá ya no fuera una opción. Alejarse sería la salida del cobarde.

La decisión era suya. No sólo su felicidad, sino también la de él estaba en juego.

Con la casa en silencio a su alrededor y el reloj del rellano señalando ya la madrugada, se tumbó en la cama y se obligó a enfrentarse al motivo que la había mantenido alejada del matrimonio.

No era una aversión, nada tan definido y absoluto, algo que podría haber identificado y valorado. Algo que podría haberse convencido a sí misma de dejar a un lado, o de superar.

Su problema era más profundo, mucho más intangible. Sin embargo, a lo largo de los años, la había hecho rehuir una y otra vez el matrimonio. Y no sólo el matrimonio.

Tumbada en la cama con los ojos clavados en el techo bañado por la luz de la luna, oyó los golpecitos en las tablas de madera del suelo ante la puerta de su dormitorio cuando Henrietta se levantó y bajó la escalera para pasearse. El sonido se apagó y ya no hubo más distracciones.

Tomó aire y se obligó a hacer lo que debía. Echarle una larga mirada a su vida, examinar las amistades íntimas y relaciones que no había permitido que se desarrollaran.

La única razón por la que había considerado casarse con Mark Whorton era porque había reconocido desde el principio que nunca se sentiría cercana a él, emocionalmente próxima. Nunca se habría convertido para él en lo que Heather, su esposa, era. Una mujer dependiente y feliz de serlo. Él necesitaba eso, una mujer dependiente. Leonora nunca había sido una candidata a proporcionarle eso; simplemente, no había sido capaz de ello. Y, gracias a todos los dioses, él lo había percibido, y si no había visto la verdad, al menos había captado una discordancia entre los dos.

Esa misma discordancia no existía entre Tristan y ella. Entre ellos había otra cosa. Posiblemente amor.

Tenía que afrontarlo, afrontar el hecho de que esa vez, con él, se daban las condiciones para ser su esposa. En todos los aspectos. Tristan lo había reconocido instintivamente; era el tipo de hombre acostumbrado a seguir sus instintos y lo había hecho.

Además, él no esperaría que ella fuera dependiente, que cambiara de ningún modo. La quería por lo que era, la persona que era y que podía ser, no para satisfacer ningún ideal, alguna visión errónea, sino porque sabía que era buena para él. Con Tristan no corría ningún peligro de que la colocara en un pedestal; en cambio, a través de todos sus encuentros, se había dado cuenta de que no sólo era capaz, sino que estaba dispuesto a adorarla por completo. A ella, a la auténtica Leonora, no a un producto de su imaginación.

La idea, la realidad era tan increíblemente, tan aterradoramente atractiva… Deseaba eso, no podía dejarlo pasar. Tenía que agarrarlo bien, tendría que aceptar la proximidad emocional que, con Tristan, sería, ya era, previsible, una parte vital de lo que los unía. Tenía que enfrentarse a lo que le había impedido tener semejante cercanía con ninguna otra persona.

No fue fácil retroceder a través de los años, obligarse a quitar todos los velos, todas las murallas que había levantado para esconder y excusar el dolor. No siempre había sido como era en ese momento, fuerte, capaz, autónoma. Tiempo atrás no había sido autosuficiente, independiente, ni capaz de sobrellevarlo todo sola. Había sido como cualquier otra niña que necesitaba un hombro en el que llorar, que necesitaba unos cálidos brazos que la estrecharan, que la confortaran.

Su madre había sido su modelo que seguir, siempre allí, siempre comprensiva. Pero entonces, un día de verano, su padre y ella murieron.

Aún recordaba el frío, la gélida sensación de pérdida que se había instalado a su alrededor para encerrarla en una prisión. No había sido capaz de llorar, no había tenido ni idea de cómo llorar su muerte. Y no había habido nadie que la ayudara, nadie que la comprendiera.

Sus tíos y tías, el resto de su familia, eran mayores que sus padres, y ninguno tenía hijos. Le habían dado unas palmaditas, la habían alabado por ser tan valiente; nadie había atisbado, ni tenido la más mínima idea de la angustia oculta en su interior.

Leonora siguió ocultándola porque parecía que eso era lo que se esperaba de ella. Pero de vez en cuando la carga se volvía demasiado pesada y entonces había intentado, lo había intentado de verdad, encontrar a alguien que la comprendiera, que la ayudara a superarlo. Sin embargo, Humphrey nunca la había comprendido; el personal en la casa no tenía ni idea de qué le sucedía. Nadie la había ayudado.

Leonora aprendió a ocultar su necesidad. Poco a poco, incidente tras incidente a lo largo de los años de su niñez, había aprendido a no pedirle ayuda a nadie, a no abrirse emocionalmente a nadie, a no confiar en nadie lo suficiente como para hacerlo, se acostumbró a no depender de nadie; si no lo hacía, no podrían rechazarla. No podrían abandonarla.

Su mente empezó a establecer las conexiones lentamente.

Ella sabía que Tristan no la abandonaría. No la rechazaría. Con él estaría a salvo.

Lo único que tenía que hacer era encontrar el coraje para aceptar el riesgo emocional que se había pasado los últimos quince años enseñándose a sí misma a no asumir.


Tristan fue a verla al día siguiente a mediodía. Leonora estaba arreglando unas flores en el jardín; la encontró allí.

Ella lo saludó con la cabeza, consciente de su aguda mirada, de la atención con que la estudiaba antes de apoyar el hombro en el marco de la puerta, a tan sólo un metro de distancia.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Lo miró y luego volvió a dirigir su atención a las flores-. ¿Y tú?

Tras un momento, Tristan dijo:

– Vengo de aquí al lado. A partir de ahora, verás a más de nosotros entrando y saliendo.

Ella frunció el cejo.

– ¿Cuántos sois?

– Siete.

– ¿Y todos sois ex… oficiales de la Guardia Real?

Él vaciló, pero luego respondió:

– Sí.

La idea la intrigó. Antes de que pudiera pensar la siguiente pregunta, Tristan se movió y se acercó más. Al instante, fue consciente de su cercanía, de la llameante respuesta que la atravesó. Volvió la cabeza y lo miró. Lo miró a los ojos, se perdió en ellos. No pudo apartar la vista, sólo quedarse allí, con el corazón martilleándole, el pulso palpitándole en los labios mientras él se inclinaba despacio y le daba un leve beso, dolorosamente incompleto en la boca.

– ¿Has tomado ya una decisión?

Susurró las palabras sobre sus ávidos labios.

– No, aún estoy pensándolo.

Retrocedió lo justo para poder mirarla a los ojos.

– ¿Cuánto tiempo necesitas?

La pregunta rompió el hechizo; Leonora entornó los ojos y luego volvió a dirigir su atención a las flores.

– Más de lo que crees.

Él volvió a acomodarse en el marco de la puerta, con la mirada fija en su rostro. Tras un momento, dijo: