– De acuerdo, cuéntamelo.
Leonora apretó los labios e hizo ademán de negar con la cabeza, pero entonces se acordó de todo lo que había pensado en las largas horas de la noche. Inspiró profundamente, dejó escapar el aire despacio y mantuvo la mirada fija en las flores.
– No es algo sencillo.
Tristan no dijo nada, se limitó a esperar.
Ella tuvo que volver a tomar aire.
– Ha pasado mucho tiempo sin que yo confíe en que alguien… haga cosas por mí, en que me ayude. -Ésa había sido una consecuencia, posiblemente la más evidente de su aislamiento.
– Pero acudiste a mí, me pediste ayuda cuando viste al ladrón al fondo de tu jardín.
Con los labios apretados, ella negó con la cabeza.
– No fue así. Acudí a ti porque eras el único modo que tenía de avanzar.
– ¿Me veías como una fuente de información?
Leonora asintió.
– Y me ayudaste, pero yo nunca te lo pedí, tú nunca me ofreciste tu ayuda, simplemente me la diste. Eso… -Se detuvo cuando lo tuvo claro en su propia mente, entonces continuó-: Eso es lo que ha estado sucediendo entre nosotros. Nunca te he pedido ayuda, tú simplemente me la has dado, y eres lo bastante fuerte como para que rechazarla no fuera nunca una alternativa y no parecía que hubiera ningún motivo para resistirse a ti, dado que teníamos el mismo objetivo…
La voz le tembló y se detuvo. Tristan se acercó y le cogió la mano. Su contacto amenazó con hacer añicos su control, pero entonces la acarició con el pulgar y una indefinible calidez la inundó, la calmó, la confortó.
Leonora alzó la cabeza y tomó aire temblorosa. Tristan se acercó aún más, la rodeó con los brazos y le pegó la espalda a él.
– Deja de resistirte. -Esas palabras le sonaron siniestras, como la orden de un hechicero-. Deja de resistirte a mí.
Ella suspiró larga y profundamente; su cuerpo se relajó contra la cálida y sólida roca del suyo.
– Lo intento. Lo haré. -Echó la cabeza hacia atrás y miró por encima del hombro. Se encontró con sus ojos color avellana-. Pero no será hoy.
Tristan le dio tiempo, aunque a regañadientes.
Leonora se pasaba los días intentando descifrar los diarios de Cedric, buscando cualquier mención a una fórmula secreta o a algún trabajo realizado con Carruthers. Había descubierto que las entradas no estaban en orden cronológico. Aparecían casi al azar, primero en un libro, luego en otro, unidas, al parecer, por algún código no escrito.
Las noches las dedicaba a bailes y fiestas, siempre con Tristan a su lado, de cuya atención, fija e inquebrantable, todo el mundo se dio cuenta; a las pocas damas valientes que intentaron reclamarlo, las despidió con rapidez y aspereza. Con extremada rapidez y aspereza. A partir de entonces, en la buena sociedad se empezó a especular sobre la fecha de la boda.
Esa noche, mientras paseaban por el salón de baile de lady Court, Leonora le habló de los diarios de Cedric.
Tristan frunció el cejo.
– Mountford debe de ir detrás de algo que tiene que ver con el trabajo de tu primo. En el número catorce parece que no hay nada más que pueda despertar tanto interés.
– ¿Tanto interés? -Leonora lo miró-. ¿Qué has descubierto?
– Mountford, aún no tengo un nombre mejor, aún está en Londres. Lo han visto, pero no deja de moverse. Todavía no he podido atraparlo.
A Leonora no le gustaría estar en la piel del hombre cuando Tristan lograra ponerle las manos encima.
– ¿Has recibido alguna noticia de Yorkshire?
– Sí y no. A partir de la documentación del abogado, llegamos hasta el principal heredero de Carruthers, un tal Jonathon Martinbury. Es secretario de un abogado en York. Hace poco que ha acabado su formación y se sabe que estuvo planeando viajar a Londres, seguramente para celebrarlo. -La miró a los ojos-. Parece ser que cuando recibió tu carta, la que le envió el abogado en Harrogate, adelantó sus planes. Salió en el coche postal hace dos días, pero aún no lo he localizado en la ciudad.
Leonora frunció el cejo.
– Qué extraño. Lo lógico sería que si cambió sus planes a consecuencia de mi carta, hubiera venido a verme.
– Exacto, pero no hay que intentar predecir las prioridades de un joven. Para empezar, no sabemos por qué quería venir a Londres.
Ella hizo una mueca.
– Cierto.
No hablaron más al respecto esa noche. Desde su conversación en el estudio de Tristan y su posterior encuentro en el jardín, él no organizó nada para satisfacer sus sentidos más allá de lo que podría lograrse en los salones de baile. Aun así, ambos eran extremadamente conscientes el uno del otro, no sólo en el aspecto físico; cada contacto, cada caricia, cada mirada compartida, no hacía más que aumentar el deseo. Leonora podía sentir cómo se le crispaban los nervios lentamente y no necesitaba ver su mirada, a menudo oscurecida, para saber que resultaba mucho más duro para él.
Pero ella le había pedido tiempo, y Tristan se lo estaba dando. Sus deseos eran órdenes para él. Esa noche, mientras subía la escalera hacia su dormitorio fue consciente de ello y lo aceptó. Una vez se acostó en la cama, cómoda y caliente, volvió a pensar en el asunto. No podía seguir con sus dudas para siempre. De hecho, ni un día más. No era justo, ni para él ni para ella. Estaba jugando con ambos, torturándolos sin motivo, sin ninguno que tuviera ya relevancia o poder.
Al otro lado de la puerta, Henrietta gruñó, arañó algo y luego se alejó por la escalera. Leonora fue consciente de ello pero a distancia, porque seguía concentrada, sin distraerse.
Aceptar a Tristan o vivir sin él. No había elección. No para ella. Ya no. Iba a aprovechar la oportunidad, aceptar el riesgo y seguir adelante. La decisión se concretó en su mente; aguardó a la espera de un retroceso, una instintiva retirada, pero si estaba ahí, quedó anegado por una gran oleada de certitud. De seguridad. Casi de júbilo.
De repente, se le ocurrió que el hecho de aceptar esa inherente vulnerabilidad era como mínimo la mitad de la batalla. Para ella sin duda lo era.
Se sintió animada y empezó a planear cómo comunicarle a Tristan su decisión, el modo más apropiado de darle la noticia…
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, cuando se dio cuenta de que Henrietta no había vuelto a su lugar junto a la puerta de su dormitorio. Eso la distrajo.
A menudo, la perra se paseaba por la casa de noche, pero nunca durante tanto rato. Siempre regresaba a su lugar favorito en la moqueta del pasillo, ante la puerta de Leonora.
Y no estaba allí en ese momento.
Lo supo antes de ponerse la bata, abrir la puerta y ver el espacio vacío. Una leve luz llegaba al pasillo desde lo alto de la escalera; Leonora vaciló, luego se sujetó con más fuerza la bata y se dirigió hacia allí. Recordó el grave gruñido de la perra antes de marcharse. Podía haber sido una reacción a algún gato que hubiera atravesado el jardín trasero, pero…
¿Y si Mountford estaba intentando entrar de nuevo?
¿Y si le había hecho daño a Henrietta?
El corazón le dio un vuelco. La tenía desde que era un diminuto ovillo de pelos; la perra era en realidad su más íntima confidente, la silenciosa receptora de centenares de secretos.
Bajó la escalera sigilosamente mientras se decía a sí misma que no fuera tonta. Sería un gato. Había muchos en Montrose Place. Quizá habían sido dos gatos y por eso Henrietta aún no había subido. Llegó al pie de la escalera y dudó si encender o no una vela. Allá abajo estaría oscuro y podría tropezar con la perra, que esperaría que la viera.
Se detuvo junto a una mesita auxiliar, al fondo del vestíbulo principal y encendió una vela con una cerilla. La cogió y atravesó la puerta verde que daba a la zona de servicio. Sostuvo la vela en alto y recorrió el pasillo. Las paredes parecían cernirse sobre su cabeza cuando la luz de la vela se proyectaba sobre ellas, pero todo parecía normal. Pasó junto a la despensa y la habitación del ama de llaves, luego llegó al corto tramo de escalones que llevaba a la cocina.
Se detuvo y miró hacia abajo. Estaba todo muy oscuro, excepto por algunos parches de tenue luz de luna que entraba por las ventanas y por el pequeño tragaluz de la puerta trasera. A esa difusa claridad, pudo distinguir a la perra; estaba acurrucada contra la pared, con la cabeza sobre las patas.
– ¿Henrietta? -Leonora se esforzó por ver.
La perra no se movió ni se inmutó. Algo iba mal. Henrietta no era tan joven. Leonora temió que hubiera sufrido un ataque, por lo que se agarró a la barandilla y bajó corriendo la escalera.
– Henriett… ¡oh!
Se detuvo en el último escalón, con la boca abierta frente al hombre que había surgido de las sombras frente a ella.
La luz de la vela tembló sobre su rostro y vio cómo esbozaba una sonrisa ladeada. Sintió que una ráfaga de dolor le atravesaba la cabeza desde la parte de atrás. La vela se le cayó y se desplomó de bruces al tiempo que la luz se apagaba y todo se sumía en la oscuridad.
Por un segundo, pensó que la vela simplemente se había apagado. Pero entonces, desde una gran distancia, oyó a Henrietta aullar, el sonido más horrible y espeluznante del mundo.
Intentó abrir los ojos y no pudo. Un dolor punzante le atravesó la cabeza. La oscuridad se intensificó y la arrastró con ella.
Recuperar la conciencia no fue agradable. Durante largo rato se quedó allí, flotando en aquella tierra de nadie, mientras unas voces llegaban hasta ella, algunas furiosas, otras llenas de miedo.
Henrietta estaba allí, a su lado. La perra aulló y le lamió los dedos. La áspera caricia la trajo inexorablemente de vuelta, a través de la bruma, hasta el mundo real.
Intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban mucho y sus pestañas se agitaron. Débilmente, levantó una mano y se dio cuenta de que una gran venda le rodeaba la cabeza.
Todas las charlas cesaron.
– ¡Se ha despertado!
Era la voz de Harriet. Su doncella corrió a su lado, le cogió la mano y le dio unas palmaditas.
– No se preocupe. La ha visto el médico y ha dicho que muy pronto estará como nueva.
Leonora dejó la mano flácida entre las de Harriet mientras asimilaba sus palabras.
– ¿Te encuentras bien, hermanita?
Jeremy sonaba extrañamente conmovido; sonaba cerca. Estaba tumbada con los pies en alto sobre un diván… Debía de estar en el salón.
Una pesada mano le dio unas torpes palmaditas en la rodilla.
– Descansa, querida -le aconsejó Humphrey-. Dios sabe adónde vamos a ir a parar, pero… -Su voz tembló y se apagó.
Un instante después, oyó una voz baja.
– Estará mejor si no la agobian.
Tristan.
Leonora abrió los ojos y lo vio, de pie en el extremo del diván.
Tenía el rostro más tenso que nunca; la rigidez de sus rasgos era una clara advertencia para cualquiera que lo conociera y sus ojos centelleantes lo eran para todos, lo conocieran o no.
Leonora parpadeó, pero no desvió la vista.
– ¿Qué ha pasado?
– Te han golpeado en la cabeza.
– De eso ya soy consciente. -Miró a la perra, que se acercó más-. Fui a buscar a Henrietta. Había bajado al piso inferior, pero no había regresado. A menudo lo hace.
– Así que fuiste a buscarla.
Volvió a mirar a Tristan.
– Pensé que a lo mejor le había pasado algo, como así fue. -Miró a Henrietta y frunció el cejo-. Estaba junto a la puerta trasera, pero no se movía…
– Estaba drogada. Láudano con oporto por debajo de la puerta trasera.
Leonora alargó la mano hacia el animal y le acarició la peluda cara mientras estudiaba sus brillantes ojos castaños.
Tristan se movió.
– Se recuperará por completo. Has tenido suerte, quienquiera que lo hiciera, usó sólo lo suficiente para hacer que se quedara adormilada.
Ella tomó aire e hizo una mueca cuando una punzada de dolor le atravesó la cabeza. Volvió a mirar a Tristan.
– Fue Mountford. Me encontré cara a cara con él al pie de la escalera.
Por un instante le pareció que gruñiría; la violencia que se apoderó de sus rasgos fue aterradora. Aún más porque parte de aquella agresividad iba dirigida, sin duda, a ella.
Sin embargo, su revelación había dejado impactados a los demás, que miraban a Leonora, no a Tristan.
– ¿Quién es Mountford? -preguntó Jeremy, primero a su hermana y luego a Tristan-. ¿De qué va todo esto?
Leonora suspiró.
– Hablo del ladrón, del hombre que vi al fondo de nuestro jardín.
Esa información hizo que Jeremy y Humphrey se quedaran boquiabiertos. Estaban horrorizados, aún más porque ni siquiera ellos podían ya cerrar los ojos y fingir que ese hombre era el producto de su imaginación. Su imaginación no había drogado a Henrietta ni casi le había partido el cráneo a ella. Obligados a reconocer la realidad, empezaron a soltar exclamaciones.
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