El ruido fue demasiado para Leonora, que cerró los ojos y se desmayó, agradecida de poder hacerlo.
Tristan se sentía como la cuerda de un violín tensada hasta casi partirse, pero cuando vio los ojos cerrados de Leonora, cuando vio cómo sus rasgos se suavizaban sumidos en la inconsciencia, tomó aire, se tragó sus demonios y sacó a los demás de la habitación sin soltarles ningún bramido.
Se fueron, aunque a regañadientes. Sin embargo, después de todo lo que Tristan había oído, de todo lo que había descubierto, en su opinión habían perdido cualquier derecho que pudieran tener a velar por ella. Incluso su doncella, por muy leal que pareciera.
A ésta la envió a preparar una tisana y luego regresó para observar a Leonora. Aún estaba pálida, pero su piel ya no se veía mortalmente blanca, como cuando la había encontrado.
Jeremy, sin duda empujado por la incipiente culpa, había tenido la sensatez de mandar a un sirviente a la casa vecina; Gasthorpe se había hecho cargo de todo, envió a un lacayo a Green Street y a otro a por el médico al que tenían órdenes de llamar siempre. Jonas Pringle era un veterano de las campañas de la Península; podía curar heridas de bala o de cuchillo sin titubear. Un golpe en la cabeza para él no era nada, pero su seguridad, respaldada por su experiencia, era lo que Tristan necesitaba. Sólo eso lo había mantenido ligeramente civilizado.
Al darse cuenta de que Leonora tardaría en despertarse, alzó la cabeza y miró por las ventanas. El amanecer empezaba a vetear el cielo. La urgencia que lo había impulsado a lo largo de las últimas horas comenzaba a ceder.
Dio la vuelta a una butaca para encararla hacia el diván, se sentó, estiró las piernas, clavó la mirada en el rostro de ella y se dispuso a esperar.
Leonora se despertó una hora más tarde; sus párpados se agitaron hasta que se abrieron mientras tomaba una brusca inspiración, con gesto de dolor. Su mirada se encontró con la de él y sus ojos se abrieron como platos. Parpadeó, miró a su alrededor lo mejor que pudo sin mover la cabeza.
Tristan alzó la barbilla del puño.
– Estamos solos.
Ella volvió a mirarlo; estudió su rostro y frunció el cejo.
– ¿Qué ocurre?
Había pasado la última hora pensando cómo decírselo, pero había llegado el momento de hacerlo, y estaba demasiado cansado para andarse con rodeos. No con ella.
– Tu doncella. Estaba histérica cuando llegué aquí.
Leonora parpadeó; cuando sus ojos se abrieron de nuevo, Tristan vio en ellos que ya sabía lo que debía de haber pasado, pero cuando lo miró, no pudo interpretar su expresión. Seguro que no podía haber olvidado los ataques anteriores. De igual modo, tampoco podía imaginar por qué lo sorprendía su reacción.
Su voz sonó más áspera de lo que pretendía cuando dijo:
– Me habló de dos ataques que sufriste anteriormente. Uno en la calle y otro en el jardín delantero.
Leonora lo miraba a los ojos. Asintió e hizo una mueca de dolor.
– Pero no fue Mountford.
Eso era nuevo y la noticia hizo que su genio estallara. Se levantó, incapaz de seguir fingiendo una calma que lo sobrepasaba.
Maldijo mientras paseaba nervioso. Luego se volvió hacia ella.
– ¿Por qué no me lo contaste?
Leonora lo miró, pero no se acobardó en absoluto y le respondió tranquilamente:
– Pensé que no era importante.
– No era… importante. -Con los puños apretados, logró mantener un tono razonablemente bajo-. Te amenazaron y pensaste que no era importante. -La miró a los ojos-. ¿No creíste que yo lo consideraría importante?
– No fue…
– ¡No! -La interrumpió con un movimiento brusco. Se sintió impulsado a pasear de nuevo y la miró fugazmente, mientras se esforzaba por poner en orden sus ideas, en suficiente orden como para lograr comunicarse con ella. Las palabras le ardían en la lengua, demasiado acaloradas, demasiado violentas para soltarlas. Unas palabras de las que sabía que se arrepentiría en cuanto las pronunciara.
Tenía que centrarse; echó mano de toda su considerable preparación, se obligó a ir directo al grano, a afrontar implacable la dura y fría verdad, la sólida realidad que era lo único que importaba verdaderamente.
De repente, se detuvo y tomó aire. Se volvió hacia ella y la miró fijamente.
– Has llegado a importarme. -Tuvo que esforzarse para que las palabras le salieran; en voz baja y con gravedad-. No sólo un poco, sino mucho. Más profundamente de lo que me ha importado nada o nadie en mi vida.
Volvió a tomar aire mientras seguía mirándola a los ojos.
– Aunque a regañadientes, que alguien te importe significa poner una parte de ti en sus manos. Y esas personas que te importan se convierten en las depositarias de esa parte de ti, de eso que les has dado que es tan profundamente precioso, que es tan profundamente importante. De ese modo, esas personas se vuelven importantes, profundamente importantes. -Hizo una pausa y luego añadió aún más bajo-: Como lo eres tú.
El reloj siguió con su tictac. Ninguno se movió.
Entonces, Tristan prosiguió:
– He hecho todo lo posible para explicártelo, para hacértelo entender.
Su expresión se volvió hermética y se volvió hacia la puerta.
Leonora intentó levantarse, pero no pudo.
– ¿Adónde vas?
Con la mano sobre el pomo, Tristan se volvió hacia ella.
– Me voy. Le diré a tu doncella que venga. -Sus palabras sonaban tensas, pero la emoción, reprimida, bullía por debajo de ellas-. Cuando puedas enfrentarte al hecho de ser importante para alguien, ya sabes dónde encontrarme.
– Tristan… -Con un esfuerzo, se volvió y levantó la mano…
Pero la puerta se cerró con un chasquido que resonó en toda la estancia.
Leonora se quedó allí, mirando la puerta un largo momento, luego suspiró y volvió a recostarse en el diván. Cerró los ojos. Comprendía perfectamente lo que había hecho y supo que tendría que arreglarlo. Pero no en ese momento. No ese día.
Se sentía demasiado débil para pensar siquiera y necesitaría hacerlo, idear un plan, meditar bien lo que diría para aplacar a su lobo herido.
Los tres días siguientes se convirtieron en un desfile de disculpas.
Perdonar a Harriet fue sencillo. La pobre se había visto tan desbordada al ver a Leonora inconsciente en el suelo de la cocina que había empezado a balbucear histérica sobre hombres que la atacaban; un pequeño comentario había sido más que suficiente para llamar la atención de Tristan, que le había sacado implacablemente todos los detalles y la había dejado en un estado emocional aún peor.
Cuando Leonora se fue a la cama, tras tomarse un plato de sopa, que era lo único que suponía que podría comer, Harriet la ayudó a subir la escalera y a llegar hasta su dormitorio sin decir nada, sin alzar la cabeza ni una sola vez ni mirarla a los ojos.
Leonora se resignó, se sentó en la cama y la animó a desahogarse. Luego, hizo las paces con ella.
Ésa resultó la reconciliación más fácil.
Agotada y físicamente afectada, permaneció en su habitación el resto del día. Sus tías fueron a visitarla, pero sólo con una rápida mirada a su rostro, decidieron que su estancia sería breve. Ante su insistencia, accedieron a evitar mencionar el ataque; a todos aquellos que preguntaran por ella, simplemente debían decir que se encontraba indispuesta.
A la mañana siguiente, después de que Harriet se hubiera llevado la bandeja del desayuno y la dejase sentada en un sillón ante el fuego, llamaron a la puerta. Leonora respondió:
– Adelante.
La puerta se abrió; Jeremy miró a su alrededor hasta localizarla.
– ¿Te encuentras bastante bien para hablar?
– Sí, por supuesto. -Con la mano, le indicó que entrara.
Su hermano se movió despacio, cerró la puerta y luego entró sin hacer ruido para colocarse junto a la chimenea. Clavó la mirada en el vendaje que aún le rodeaba la cabeza y un espasmo le deformó los rasgos.
– Es culpa mía que te pasara esto. Debería haberte escuchado, haberte prestado más atención. Sabía que lo que dijiste de los ladrones no eran imaginaciones tuyas, pero era mucho más sencillo ignorarlo todo…
Tenía veinticuatro años pero, de repente, una vez más, volvía a ser su hermano menor. Lo dejó hablar, dejó que dijera lo que necesitaba expresar. Permitió también que hiciera las paces, no sólo con ella sino consigo mismo, con el hombre que sabía que debería haber sido.
Veinte agotadores minutos después, estaba sentado en el suelo, junto a su sillón, con la cabeza apoyada en su rodilla. Leonora le acarició el pelo, tan suave como rebelde y desgreñado.
De repente, Jeremy se estremeció.
– Si Trentham no hubiera venido…
– Si no lo hubiera hecho, te las habrías arreglado solo.
Al cabo de un momento, Jeremy suspiró y frotó la mejilla contra su rodilla.
– Supongo.
Leonora permaneció en la cama durante el resto del día. A la mañana siguiente se encontraba mucho mejor. El médico fue a verla, comprobó su visión y su equilibrio, le examinó la herida de la cabeza y se mostró satisfecho.
– Pero le aconsejaría que evitara cualquier actividad que pudiera agotarla. Al menos durante los próximos días.
Estaba pensando en eso, en la disculpa que tenía que presentar y lo agotador, tanto mental como físicamente, que sería hacerlo, cuando bajó despacio y con cuidado la escalera.
Humphrey estaba sentado en un banco del vestíbulo; con la ayuda del bastón, se levantó despacio y le dedicó una sonrisa un poco ladeada.
– Aquí estás, querida. ¿Te sientes mejor?
– Sí. Mucho mejor, gracias. -Se sintió tentada de ponerse a comentar asuntos domésticos, cualquier cosa con tal de evitar lo que preveía que llegaría a continuación. Finalmente, pensó que no merecía la pena; su tío, igual que Harriet y Jeremy, necesitaba hablar. Sonrió y aceptó su brazo cuando se lo ofreció y la guió hacia el salón.
La entrevista fue peor, más emotiva, de lo que había esperado. Se sentaron el uno al lado del otro en el diván del salón, desde donde contemplaban los jardines sin verlos. Para su sorpresa, la culpa de Humphrey se remontaba a muchos más años atrás de lo que ella creía.
Abordó de frente sus recientes errores y se disculpó con brusquedad, pero entonces empezó a rememorar el pasado y Leonora descubrió que había pasado los últimos días pensando mucho más de lo que ella había imaginado.
– Debería haber hecho que Mildred nos visitara en Kent más a menudo. En su momento, lo sabía. -Con la mirada fija en la ventana, le dio unas palmaditas en la mano-. Verás, cuando tu tía Patricia murió, yo me encerré en mí mismo. Juré que nunca me importaría nadie tanto, nunca más me expondría a tanto dolor. Me gustaba teneros a Jeremy y a ti por la casa, erais mi distracción, mis anclas a la vida diaria; con vosotros allí, era fácil olvidar el dolor y llevar una vida bastante normal.
»Pero estaba totalmente decidido a no permitir que nadie se acercara y se convirtiera en alguien importante para mí. Otra vez no. Así que siempre me mantuve alejado de ti, y de Jeremy también, en muchos aspectos. -Sus viejos ojos se veían cansados, medio llenos de lágrimas. Se volvió hacia ella y esbozó una débil sonrisa irónica-. Y de ese modo os fallé, querida, no cuidé de vosotros como debería haberlo hecho y estoy inmensamente avergonzado por ello. Pero también me fallé a mí mismo en más de un aspecto. Me aislé de lo que podría haber habido entre nosotros, entre Jeremy, tú y yo. No fui justo con ninguno de nosotros en ese sentido. Pero tampoco logré lo que deseaba, era demasiado arrogante para ver que el hecho de que los demás te importen no es una decisión totalmente consciente.
Sus dedos se cerraron alrededor de los de Leonora.
– Cuando te encontramos en el suelo esa noche…
Su voz se quebró, apagándose.
– Oh, tío. -Leonora levantó los brazos y lo abrazó-. No importa. Ya no. -Apoyó la cabeza en su hombro-. Eso ya es pasado.
Humphrey le devolvió el abrazo, pero le respondió bruscamente:
– Sí importa, pero no discutiremos porque tienes razón, ya es pasado. A partir de ahora, continuaremos como deberíamos haberlo hecho. -Agachó la cabeza para estudiar su rostro-. ¿Eh?
Ella le sonrió un poco lacrimosa.
– Sí. Por supuesto.
– ¡Bien! -Humphrey la soltó y tomó aire-. Ahora debes contarme todo lo que tú y Trentham habéis descubierto. Entiendo que hay algo relacionado con el trabajo de Cedric.
Leonora se lo explicó. Cuando su tío le pidió ver los diarios de Cedric, ella fue a coger unos cuantos de la pila en el rincón.
– Hum… ¡Vaya! -Leyó una página y luego contempló la pila de diarios-. ¿Hasta dónde has llegado?
– Voy por el cuarto, pero… -Le explicó que no estaban escritos en orden cronológico.
– Habrá seguido algún otro orden, un diario por cada idea, por ejemplo. -Humphrey cerró el libro que tenía apoyado en el regazo-. No hay razón para que Jeremy y yo no dejemos a un lado nuestro otro trabajo y te echemos una mano con esto. No es tu fuerte, pero sí es el nuestro, después de todo.
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