De nuevo se detuvo, como si repasara sus palabras. Luego se irguió y asintió mientras volvía a mirarlo a los ojos.

– Así que me disculpo por no haberte hablado de esos incidentes, por no reconocer que debería haberlo hecho.

Tristan parpadeó, despacio; no había esperado una disculpa en unos términos tan precisos y claros. Empezó a sentir los nervios; una exaltada avidez que lo atenazaba. Y reconoció en ello la típica reacción de cuando se está a punto de lograr el éxito, de tener la victoria, completa y absoluta, al alcance de uno, de estar a sólo un paso de alcanzarla.

– ¿Estás de acuerdo en que tengo derecho a estar enterado de cualquier amenaza que recaiga sobre ti?

Leonora lo miró a los ojos y asintió decidida.

– Sí.

Tristan pensó durante sólo un segundo, después preguntó:

– ¿Entiendo entonces que estás de acuerdo en casarte conmigo?

Ella no vaciló.

– Sí.

El duro nudo de tensión que había soportado durante tanto tiempo que ya no era consciente de su existencia se deshizo y desapareció. El alivio fue inmenso. Tomó una gran bocanada de aire y le pareció que era su primera inspiración libre de verdad desde hacía semanas. Pero no había acabado con ella, todavía no había acabado de sonsacarle promesas.

Se irguió y la miró a los ojos.

– ¿Estás de acuerdo en ser mi esposa, en actuar como tal en todos los sentidos y obedecerme en todo?

Esa vez, ella vaciló y frunció el cejo.

– Eso son tres preguntas. Sí, sí y en todo lo que sea razonable.

Tristan arqueó una ceja.

– «En todo lo que sea razonable.» Parece que necesitamos algunas especificaciones. -Cubrió la distancia que los separaba y se detuvo justo delante de ella. La miró a los ojos-. ¿Estás de acuerdo en que si cualquier actividad conlleva el más mínimo grado de peligro para ti, me informarás de ello primero, antes de implicarte?

Leonora apretó los labios; tenía los ojos clavados en los de él.

– Si es posible, sí.

Tristan entornó los ojos.

– Estás poniendo objeciones a nimiedades.

– Tú no estás siendo razonable.

– ¿No es razonable que un hombre quiera saber que su esposa está a salvo en todo momento?

– Sí. Pero no es razonable envolverla en una especie de burbuja protectora para lograrlo.

– Eso es una cuestión de opinión.

Gruñó las palabras en un murmullo, pero ella las oyó. Tristan se acercó, colocándose intimidatoriamente cerca; Leonora sintió que su genio empezaba a surgir, pero lo refrenó decidida. No había ido allí para discutir con él. Estaba demasiado acostumbrado a los conflictos y ella estaba decidida a que no hubiera ninguno entre los dos. Le sostuvo la dura mirada, tan decidida como él.

– Estoy totalmente dispuesta a hacer todo lo posible, todo lo que sea razonable, para satisfacer tus tendencias protectoras.

Confirió a sus palabras hasta la última brizna de determinación, de compromiso. Tristan lo percibió y Leonora vio cómo fluía la comprensión y la aceptación tras sus ojos, que se agudizaron hasta que aquella mirada color avellana se centró única y exclusivamente en ella.

– ¿Es ésa la mejor oferta que estás dispuesta a hacer…?

– Sí.

– Entonces, acepto. -Su mirada descendió hasta sus labios-. Ahora… quiero saber hasta dónde estás preparada a llegar para satisfacer mis otras tendencias.

Fue como si hubiera bajado un escudo, como si, de repente, hubiera derribado una barrera entre ellos. Una oleada de calor sexual la bañó; Leonora recordó que era un lobo herido, un lobo salvaje herido, y que aún tenía que aplacarlo. Al menos a ese nivel. Lógicamente, racionalmente, con palabras, ya se había enmendado, y él había aceptado sus disculpas. Pero ése no era el único plano en el que se relacionaban.

Le costaba respirar.

– ¿Qué otras tendencias? -Logró pronunciar las palabras antes de que su voz se debilitara demasiado, cualquier cosa con tal de ganar unos pocos segundos más…

Su mirada descendió aún más; a Leonora los pechos se le inflamaron, le dolieron. Entonces, alzó los párpados y la miró a la cara.

– Esas tendencias de las que has estado huyendo, intentando evitar, pero de las que, no obstante, has disfrutado durante las últimas semanas.

Se aproximó más; su chaqueta le rozó el corpiño, su pierna rozó la suya.

Ella se notaba el corazón en la garganta y el deseo se extendió como un incendio descontrolado bajo su piel. Lo miró a la cara, a los finos y móviles labios, sintió su propio latido. Luego, alzó la vista hacia aquellos cautivadores ojos color avellana y la verdad estalló en su interior. En todo lo que había pasado entre los dos, todo lo que habían compartido hasta la fecha, no le había mostrado, no se lo había revelado todo. No le había dejado ver el verdadero alcance de su posesividad, de su pasión, de su deseo de poseerla.

Tristan le desató los lazos de la capa de un solo tirón y la prenda cayó al suelo. Se había puesto un sencillo vestido de noche azul oscuro; vio cómo le recorría los hombros con la mirada, francamente posesiva, ávida…; luego, una vez más, le clavó los ojos en los suyos y arqueó una ceja.

– Entonces… ¿qué me darás? ¿Cuánto cederás?

Leonora sabía lo que deseaba. Lo deseaba todo. Sin reservas, sin restricciones. Supo en su corazón, por la agitación de sus sentidos, que en eso estaban de acuerdo, que a pesar de cualquier idea contraria, era y siempre sería incapaz de negarle exactamente lo que él deseaba. Porque ella también lo deseaba.

A pesar de su agresividad, a pesar del oscuro deseo que ardía en sus ojos, Leonora no tenía nada que temer, sólo disfrutar, mientras acababa de pagar su precio.

Se humedeció los labios y lo miró.

– ¿Qué quieres que diga? -Su voz sonó baja, su tono desvergonzadamente sensual. Lo miró a los ojos y arqueó una ceja con gesto altivo-. ¿Tómame, soy tuya?

Eso fue una chispa que encendió llamas en sus ojos, unas llamas que crepitaron entre ellos.

– Eso… -alargó los brazos hacia ella, le rodeó la cintura con las manos y la pegó a él- sería perfecto.

Bajó la cabeza, apoyó los labios en los suyos y la llevó directa hacia aquel fuego. Leonora abrió la boca para él, le dio la bienvenida, disfrutó del calor que vertió en sus venas, de su posesión, lenta, cuidadosa, potente; una advertencia de lo que estaba a punto de llegar. Alzó los brazos decidida, le rodeó el cuello y se abandonó a su suerte.

Tristan pareció saber, percibir su total y completa rendición ante él, a aquello, a aquel ardiente momento. A la pasión y el deseo que los atravesaron.

Alzó las manos y le enmarcó el rostro con ellas para sujetarla mientras profundizaba el beso. Sus bocas se fundieron hasta que respiraron como un solo ser.

Con un grave murmullo, Leonora se pegó a él, incitándolo lascivamente. Las manos de Tristan abandonaron su rostro, descendieron, se curvaron sobre sus hombros y le recorrieron descaradamente los pechos. Cerró los dedos y las chispas saltaron. Leonora se estremeció y lo urgió a continuar. Lo besó con la misma avidez, con la misma exigencia que él mostraba y Tristan la complació, encontró los duros pezones con los dedos y se los apretó despacio hasta que se le pusieron extremadamente duros.

Ella interrumpió el beso, jadeante. Las manos de él no se detuvieron. Estaban por todas partes acariciándola, tocándola, masajeándola, tomando posesión de ella, excitándola, provocando incendios bajo su piel, haciendo que su pulso se acelerara.

– Esta vez te quiero desnuda.

Leonora apenas pudo distinguir las palabras.

– Sin nada tras lo que puedas esconderte.

No podía imaginar qué pensaba que podría ocultar. No le importó. Cuando le hizo darse la vuelta y acercó los dedos a los lazos, esperó hasta que sintió que el corpiño se aflojaba y el vestido se le deslizaba por los hombros. Movió los brazos, para pasarlos por las diminutas mangas…

– No. Espera.

Una orden que no estaba en condiciones de desobedecer porque no podía pensar. Sus sentidos estaban sumidos en un ávido tumulto, la anticipación aumentaba con cada inspiración que tomaba, con cada posesiva caricia. Pero en ese momento no la estaba tocando. Levantó la cabeza y respiró temblorosa.

– Date la vuelta.

Lo hizo justo cuando el nivel de luz en la pequeña habitación aumentó. Había dos pesadas lámparas en los extremos del enorme escritorio. Cuando quedó frente a él, Tristan se sentó en el borde de la mesa, entre ambas lámparas. Dirigió la mirada a sus ojos y luego la bajó hasta sus pechos, aún ocultos tras el brillo de la camisola de seda. Levantó una mano y la llamó:

– Ven.

Leonora obedeció mientras, a través de la tumultuosa cascada de pensamientos, recordó que, a pesar de haber disfrutado de muchos encuentros íntimos, nunca la había visto desnuda. Y una mirada a su rostro le confirmó que pretendía verla esa noche.

Le deslizó una mano por la cadera, la atrajo para que se colocara entre sus piernas, le cogió las manos y se las colocó, con las palmas boca abajo, sobre los muslos.

– No las muevas hasta que yo te lo diga.

Ella tenía la boca seca y no respondió. Se limitó a contemplar su rostro mientras le deslizaba las mangas de la camisola por los brazos, luego acercó las manos, no a los lazos de la misma, como había esperado, sino a la turgencia de sus pechos cubiertos por la seda.

Lo que vino a continuación fue un delicioso tormento. Se los recorrió, los exploró, los sopesó, se los masajeó sin dejar de observarla, de evaluar sus reacciones. Bajo sus expertos dedos, sus senos se inflamaron, se volvieron pesados y prietos. Hasta que le dolieron. La fina capa de seda era suficiente para provocar, para excitarla, para hacerla jadear de deseo, el deseo de tener aquellas manos sobre ella. Piel con piel.

– Por favor… -La súplica escapó de sus labios mientras miraba al techo, intentando aferrarse a la cordura.

Sintió que las manos se alejaban de ella; esperó y luego sintió que le rodeaba las muñecas con los dedos. Le levantó las manos cuando ella bajó la cabeza y lo miró.

Sus ojos parecían oscuros estanques iluminados por unas doradas llamas.

– Desnúdate.

Le llevó las manos hasta los lazos.

Con la mirada clavada en la de él, Leonora cogió los extremos de los lazos y tiró, totalmente embelesada por lo que pudo ver en su rostro: la cruda pasión, el potente deseo. Bajó lentamente la fina tela para exponer sus pechos ante la luz, ante él. Su mirada le pareció de fuego, un fuego que la lamía, la calentaba. Sin alzar la vista, Tristan le cogió las manos y se las volvió a colocar sobre los muslos.

– No las muevas de ahí.

Alargó las suyas hasta sus pechos y empezó la verdadera tortura. Parecía saber cuánto podía soportar. Luego bajó la cabeza, le alivió un dolorido pezón con la lengua y se lo llevó a la boca. Lo devoró hasta que Leonora gritó, hasta que clavó las yemas de los dedos en los músculos de hierro de sus muslos. Cuando succionó y ella sintió que se le doblaban las rodillas, le rodeó las caderas con un brazo para sostenerla, para sujetarla mientras hizo lo que se le antojó. Dejó una huella de sí mismo en su piel, en sus nervios, en sus sentidos.

Leonora abrió un poco los ojos y, jadeante, bajó la vista. Vio y sintió su oscura cabeza moviéndose contra ella mientras satisfacía sus deseos… y los suyos.

Con cada caricia de sus labios, cada giro de su lengua, cada succión, alimentaba implacable, despiadadamente el fuego en su interior. Hasta que ardió. Hasta que, incandescente, se sintió vacía y en llamas, un vacío que anhelaba, que ansiaba, que necesitaba desesperadamente ser llenado por él, ser completado.

Leonora levantó las manos y, con un rápido movimiento, se liberó del todo de las mangas. Luego, alargó los brazos hacia él, le recorrió la mandíbula con las palmas, sintió cómo se movía al succionar. Cuando volvió a deslizar los dedos por su pelo, Tristan retrocedió de mala gana y liberó su suave carne. La miró a la cara, a los ojos y la soltó. Sus largas palmas ascendieron, recorriendo las ardientes e inflamadas curvas, luego descendieron, por su cintura, siguiendo su contorno con gesto posesivo mientras le bajaba el vestido y la camisola por las caderas, hasta que con un suave susurro la ropa cayó a los pies de Leonora.

La mirada de Tristan había seguido a las prendas hasta el suelo. Luego despacio, deliberadamente, alzó la vista, ascendió por sus muslos y se demoró en los oscuros rizos que cubrían el punto donde se unían sus piernas antes de continuar lentamente, hacia arriba, por la suave curva del estómago, el ombligo, la cintura, los pechos, para llegar finalmente a su rostro, a sus labios, a sus ojos. Un largo y exhaustivo examen, uno que no le dejaba ninguna duda de que consideraba todo lo que vio, todo lo que ella era, suyo.