Humphrey le dedicó una amplia sonrisa.

– ¡Bueno, querida! ¡Felicidades! Tristan acaba de darnos la noticia. ¡Debo decir que estoy absolutamente encantado!

– Sí, hermanita. Felicidades. -Jeremy se inclinó sobre la mesa, la cogió de la mano y la atrajo hacia el otro lado para darle un beso en la mejilla-. Excelente elección -murmuró.

A ella la sonrisa se le quedó un poco congelada.

– Gracias.

Miró a Tristan, esperando ver cierto grado de disculpa. En cambio, él le devolvió la mirada con una expresión firme, segura, confiada. Tomó debida nota de eso último e inclinó la cabeza.

– Buenos días.

El «milord» se le atascó en la garganta. No olvidaría fácilmente su idea de lo que era un final apropiado para la reconciliación de la noche anterior. Después, la había vestido, la había llevado en brazos hasta el carruaje. Hizo caso omiso de sus protestas, para entonces bastante débiles, y la acompañó a Montrose Place, donde la hizo esperar en la diminuta sala del número 12 mientras recogía a Henrietta y, finalmente, las acompañaba a ambas hasta la puerta de su casa.

Ahora, le cogió la mano con suavidad, se la llevó brevemente a los labios y le ofreció asiento.

– Confío en que hayas dormido bien.

Leonora lo miró mientras se sentaba.

– Muy bien.

Los labios de él se curvaron, pero apenas inclinó la cabeza.

– Hemos estado explicándole a Tristan que los diarios de Cedric, a primera vista, no encajan en los patrones habituales. -Humphrey hizo una pausa para comer un poco de huevo.

Jeremy continuó con el relato.

– No están organizados por temas, que es lo más habitual, y como tú ya habías descubierto -inclinó la cabeza hacia Leonora- las entradas no están en absoluto en orden cronológico.

– Hum. -Humphrey masticó y luego tragó-. Tiene que haber alguna clave, pero es muy posible que Cedric la guardara sólo en su cabeza.

Tristan frunció el cejo.

– ¿Significa eso que no podréis darle sentido a los diarios?

– No -respondió Jeremy-. Sólo significa que nos costará más tiempo hacerlo. -Miró a Leonora-. Recuerdo vagamente que mencionaste unas cartas.

Ella asintió.

– Hay muchas. Sólo he mirado las del último año.

– Será mejor que nos las des -sugirió Humphrey-. Todas. De hecho, cualquier trozo de papel de Cedric que puedas encontrar.

– Los científicos -explicó Jeremy-, sobre todo los botánicos, son famosos por escribir información vital en cualquier trozo de papel que tengan a mano.

Leonora hizo una mueca.

– He hecho que las doncellas recojan todo lo del taller. Tenía intención de revisar el dormitorio de Cedric. Lo haré hoy.

Tristan la miró.

– Yo te ayudaré.

Ella volvió la cabeza para observar su expresión y descubrir qué pretendía realmente…

– ¡Aaaaah! ¡Aaaaah!

Unos aullidos histéricos llegaron desde la distancia. Todos los oyeron. Los gritos continuaron claramente durante un momento, pero luego quedaron apagados por la puerta verde del servicio, según supusieron todos cuando un sirviente, asustado y pálido, se detuvo en la entrada del salón.

– ¡Señor Castor! ¡Tiene que venir, rápido!

El mayordomo, con una bandeja en sus viejas manos, lo miró con los ojos desorbitados.

Humphrey también se lo quedó mirando.

– ¿Qué diablos ocurre, hombre?

El sirviente, totalmente desprovisto de su habitual aplomo, se inclinó e hizo reverencias a todos los presentes.

– Es Daisy, señor. Milord. De la casa de al lado. -Clavó la mirada en Tristan, que se estaba poniendo de pie-. Ha llegado dando aullidos y continúa gritando. Parece ser que la señorita Timmins se ha caído por la escalera… Bueno, Daisy dice que está muerta, milord.

Tristan tiró la servilleta sobre la mesa y avanzó hacia la puerta.

Leonora se levantó con él.

– ¿Dónde está Daisy, Smithers? ¿En la cocina?

– Sí, señorita. Está muy angustiada.

– Iré a verla. -Leonora salió al vestíbulo, consciente de que Tristan la seguía. Se volvió para mirarlo y vio su expresión adusta-. ¿Irás a la casa de al lado?

– En un minuto. -Le tocó la espalda con la mano, un gesto curiosamente reconfortante-. Quiero oír lo que tiene que decir Daisy primero. No es una estúpida, si dice que la señorita Timmins está muerta, probablemente lo esté, así que no se irá a ninguna parte.

Leonora hizo una mueca para sus adentros y empujó la puerta que daba al pasillo del servicio. Se recordó a sí misma que Tristan estaba mucho más acostumbrado a enfrentarse a la muerte que ella. No era un pensamiento agradable, pero en aquellas circunstancias en cierto modo la tranquilizó.

– ¡Oh, señorita! ¡Oh, señorita! -Daisy la llamó en cuanto la vio-. No sé qué hacer. ¡No he podido hacer nada! -Sorbió por la nariz y se enjugó los ojos con el trapo que la cocinera le había puesto en la mano.

– Tranquila, Daisy. -Leonora fue a coger una de las sillas de la cocina, pero Tristan se le adelantó, cogió una y la colocó de modo que pudiera sentarse frente a Daisy. Ella lo hizo y sintió que él apoyaba las manos en el respaldo-. Lo que debes hacer ahora, Daisy, lo que más podría ayudar a la señorita Timmins ahora es que te recompongas. Respira profundamente. Eso es, buena chica. Debes decirnos a su señoría el conde y a mí qué ha sucedido.

La doncella asintió, tomó aire obediente y luego lo expulsó precipitadamente.

– Esta mañana todo era normal. He bajado de mi habitación por la escalera trasera, he encendido el fuego en la cocina, luego he preparado la bandeja para la señorita Timmins y he ido a subírsela… -Los grandes ojos de Daisy se llenaron de lágrimas-. He salido por la puerta, como siempre, y he dejado la bandeja en la mesa del vestíbulo para arreglarme el pelo y la ropa antes de subir… y allí estaba.

La voz le tembló y se le quebró. Empezó a llorar y se secó las lágrimas furiosamente.

– Estaba allí tumbada. Me he acercado corriendo, por supuesto, para ver cómo estaba, pero ha sido inútil. Se había ido.

Durante un momento, nadie dijo nada; todos conocían a la señorita Timmins.

– ¿La has tocado? -preguntó Tristan. Su tono era calmado, casi tranquilizador.

Daisy asintió.

– Sí, le he dado unas palmaditas en la mano y en la mejilla.

– ¿Tenía la mejilla fría? ¿Lo recuerdas?

Daisy alzó la vista hacia él con el cejo fruncido mientras pensaba. Después asintió.

– Sí, tiene razón. Tenía la mejilla fría. Lo de sus manos no me ha extrañado, porque siempre las tiene frías. Pero su mejilla… sí, estaba fría. -Miró a Tristan parpadeando-. ¿Significa eso que llevaba tiempo muerta?

Él se irguió.

– Significa que es probable que muriera unas cuantas horas antes. En algún momento de la noche. -Vaciló y luego preguntó-: ¿Se paseaba por la casa de madrugada? ¿Lo sabes?

Daisy negó con la cabeza. Había dejado de llorar.

– No que yo sepa. Nunca comentó nada al respecto.

Tristan asintió y retrocedió.

– Nosotros nos encargaremos de la señorita Timmins.

Su mirada incluyó a Leonora, que se puso de pie también, pero en el último momento se volvió para mirar a Daisy.

– Será mejor que te quedes aquí. No sólo hoy, sino también esta noche. -Vio a Neeps, el ayuda de cámara de su tío, que merodeaba por allí, preocupado-. Neeps, ayuda a Daisy a recoger sus cosas después del almuerzo.

El hombre se inclinó.

– Por supuesto, señorita.

Tristan le indicó a Leonora que pasara delante de él. En el vestíbulo principal se encontraron a Jeremy, esperando. Estaba muy pálido.

– ¿Es cierto?

– Me temo que sí. -Leonora se acercó al perchero y cogió su capa. Tristan la había seguido y le cogió la prenda de las manos. La miró.

– Supongo que no podré convencerte de que esperes con tu tío en la biblioteca.

Ella lo miró a los ojos.

– No.

Él suspiró.

– Lo suponía. -Le colocó la capa sobre los hombros y abrió la puerta principal.

– Os acompaño. -Jeremy los siguió.

Llegaron a la puerta del número 16; Daisy no la había cerrado con llave.

La escena era exactamente como Leonora la había imaginado por las palabras de la doncella. A diferencia de su casa, que tenía un amplio vestíbulo con la escalera al fondo, frente a la puerta principal, allí, el vestíbulo era estrecho y la parte más alta de la escalera se encontraba sobre la puerta, mientras que el pie de ésta quedaba al fondo del vestíbulo, donde yacía la señorita Timmins, tirada como una muñeca de trapo. Tal como Daisy había dicho, era casi indudable que estaba muerta, pero, aun así, Leonora avanzó. Tristan se había detenido delante de ella, bloqueándole el paso. Sin embargo, cuando le apoyó las manos en la espalda y lo empujó suavemente, se apartó y la dejó pasar tras un instante de vacilación.

Leonora se agachó junto a la señorita Timmins. Llevaba un grueso camisón de algodón con una bata de encaje encima. Sus extremidades se veían retorcidas en una postura incómoda, pero decentemente tapadas. Llevaba puestas unas zapatillas rosas y tenía los ojos cerrados. Le apartó los delicados rizos blancos de la cara y se fijó en la extrema fragilidad de aquella piel fina como el papel. Tomó una diminuta mano huesuda entre las suyas y alzó la vista hacia Tristan cuando éste se detuvo a su lado.

– ¿Podemos moverla? No parece que haya ningún motivo para dejarla así.

Él estudió el cuerpo un momento; a Leonora le dio la impresión de que estaba memorizando la postura. Luego miró hacia lo alto de la escalera y finalmente asintió.

– Yo la cogeré. ¿El salón principal?

Ella asintió, soltó la mano de la mujer, se levantó y fue a abrir la puerta de la estancia.

– ¡Oh!

Jeremy, que había pasado junto al cuerpo y se había dirigido hacia la escalera de la cocina, apareció de nuevo por la puerta batiente.

– ¿Qué ocurre?

Leonora se limitó a quedarse mirándolo, sin habla.

Con la señorita Timmins en brazos, Tristan llegó por detrás, miró por encima de su cabeza y la hizo avanzar con un leve empujón.

Leonora volvió en sí, sobresaltada, y se apresuró a colocar bien los cojines del diván.

– Ponla aquí. -Miró a su alrededor, hacia los restos de lo que una vez fue una estancia meticulosamente arreglada. Los cajones estaban sacados y vaciados sobre las alfombras, que también habían sido levantadas y echadas a un lado. Algunos de los adornos los habían lanzado contra la rejilla de la chimenea. Los cuadros de las paredes, los que aún seguían en su sitio, colgaban torcidos.

– Deben de haber sido ladrones. Debió de oírlos.

Tristan se incorporó después de dejar con delicadeza a la señorita Timmins. Con las extremidades bien colocadas y la cabeza sobre un cojín, parecía profundamente dormida. Luego se volvió hacia Jeremy, que se encontraba en la entrada, mirando perplejo a su alrededor.

– Ve al número doce y dile a Gasthorpe que necesitamos a Pringle de nuevo. Inmediatamente.

El joven alzó la vista hacia su rostro, asintió y se fue.

Leonora, que estaba ocupada colocándole bien el camisón y la bata a la difunta anciana, como sabía que a ella le habría gustado, lo miró.

– ¿Por qué Pringle?

Tristan vaciló y luego dijo:

– Porque quiero saber si se cayó o la empujaron.


– Se cayó. -Pringle volvió a guardarlo todo con cuidado en su maletín negro-. No tiene ninguna marca que no pueda achacarse a la caída. Ninguna que parezca un moretón por el que la hubiesen agarrado. A su edad, los habría.

Miró por encima del hombro el diminuto cuerpo tendido sobre el diván.

– Era frágil y mayor, en cualquier caso no le quedaba mucho tiempo en este mundo, pero aun así… Un hombre podría haberla cogido y lanzado por la escalera sin problemas, aunque no podría haberlo hecho sin dejarle alguna marca.

Con la mirada fija en Leonora, que arreglaba un florero sobre una mesa, junto al diván, Tristan asintió.

– Eso es un pequeño alivio.

Pringle cerró el maletín y lo miró mientras se erguía.

– Posiblemente. Pero aún queda la cuestión de por qué estaba fuera de la cama a esa hora, en algún momento de la madrugada, entre la una y las tres, y qué la asustó. Casi seguro que fue un sobresalto lo suficiente fuerte como para hacer que se desmayara.

Tristan miró al médico.

– ¿Cree que se desmayó?

– No puedo demostrarlo, pero si tuviera que imaginar qué pasó… -Señaló con la mano el caos de la estancia-. Oyó ruidos que provenían de aquí y vino a ver qué pasaba. Se quedó en lo alto de la escalera y miró hacia abajo. Vio a un hombre. Se asustó, se desmayó y cayó. Y aquí estamos.

Tristan, que miraba hacia el diván y hacia Leonora tras él, no dijo nada durante un momento, luego asintió, miró a Pringle y le tendió la mano.

– Como usted dice, aquí estamos. Gracias por venir.