El hombre le estrechó la mano, sonriendo levemente a pesar de todo.

– Pensé que dejar el ejército supondría sumirme en la monotonía. Con usted y sus amigos por aquí, al menos no me aburriré.

Intercambiaron sonrisas y se despidieron. Pringle se marchó y cerró la puerta principal tras él.

Tristan rodeó el diván hacia donde se encontraba Leonora mirando a la señorita Timmins. La rodeó con el brazo y la abrazó levemente.

Ella se lo permitió. Se apoyó en él durante un momento. Se estrujaba con fuerza las manos.

– Parece tan tranquila.

Pasó un momento, finalmente Leonora se irguió y soltó un gran suspiro. Se alisó la falda y miró a su alrededor.

– Entonces, un ladrón entró en la casa y registró esta estancia. La señorita Timmins lo oyó y se levantó para investigar. Cuando el ladrón regresó al vestíbulo, ella lo vio, se desmayó, cayó… y murió.

Cuando él no dijo nada, ella se volvió y lo miró. Estudió sus ojos y frunció el cejo.

– ¿Qué problema hay con esa deducción? Es perfectamente lógica.

– Desde luego. -Le cogió la mano y se volvió hacia la puerta-. Sospecho que eso es precisamente lo que se supone que debemos creer.

– ¿Debemos creer?

– No has tenido en cuenta unos cuantos hechos que guardan relación. Uno, no hay ni una sola cerradura forzada o que se haya quedado abierta de improviso en la casa. Tanto Jeremy como yo lo hemos comprobado. Dos -salió al vestíbulo, haciéndola pasar delante de él, y volvió la mirada hacia el salón-, ningún ladrón que se precie dejaría una estancia así. No tiene sentido, y sobre todo de noche, ¿por qué arriesgarse a hacer ruido?

Leonora frunció el cejo.

– ¿Hay un tercer punto?

– No se ha registrado ninguna otra habitación, nada más en toda la casa parece haberse movido. Excepto… -Le sostuvo la puerta principal para que saliera; Leonora salió al porche y esperó impaciente a que cerrara la puerta y se guardara la llave en el bolsillo.

– ¿Y bien? -preguntó, mientras le cogía el brazo-. ¿Excepto qué?

Empezaron a bajar la escalera. El tono de Tristan se había vuelto mucho más duro, mucho más frío, mucho más distante cuando le respondió:

– Excepto por unos cuantos arañazos y grietas muy recientes en la pared del sótano.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿La pared que comparte con el número catorce?

Él asintió.

Leonora se volvió hacia las ventanas del salón.

– Entonces, ¿esto ha sido obra de Mountford?

– Eso creo. Y no quiere que lo sepamos.


– ¿Qué estamos buscando?

Leonora siguió a Tristan al interior del dormitorio de la señorita Timmins. Habían regresado al número 14 y le habían dado la noticia a Humphrey, luego fueron a la cocina para confirmarle a Daisy que su señora estaba muerta. Tristan le preguntó por algún pariente de su señora pero la doncella no conocía a ninguno. Nadie había ido a verla en los seis años en que ella había trabajado en Montrose Place.

Jeremy había asumido la responsabilidad de hacer las gestiones necesarias, así que regresó junto con Tristan y Leonora al número 16 para intentar buscar cómo localizar a algún pariente.

– Cartas, un testamento, facturas de un abogado, cualquier cosa que pueda llevarnos a algún contacto -contestó Tristan a la pregunta de Leonora. Abrió el pequeño cajón de la mesita que había junto a la cama-. Sería de lo más extraño que no tuviera ningún pariente en absoluto.

– Nunca mencionó a ninguno.

– Así y todo.

Se pusieron a buscar. Leonora se dio cuenta de que Tristan hacía cosas, miraba en lugares en los que ella nunca habría pensado, como en la parte de atrás y los laterales de los cajones, la superficie inferior de los muebles, detrás de las pinturas.

Al cabo de un rato, Leonora se sentó en una silla frente al escritorio y se dedicó a revisar todas las facturas y cartas que había en su interior. No encontró ninguna correspondencia reciente o prometedora. Cuando Tristan la miró, Leonora le indicó con la mano que continuara.

– Eres mucho mejor que yo en esto.

Pero fue ella la que encontró lo que buscaban en una vieja carta muy arrugada y desgastada, en la parte posterior del cajón más pequeño.

– El reverendo Henry Timmins, de Shacklegate Lane, Strawberry Hills. -Triunfal, le leyó la dirección a Tristan, que se había detenido en su búsqueda.

Él frunció el cejo.

– ¿Dónde está eso?

– Creo que pasado Twickenham.

Tristan atravesó la estancia, cogió la carta y la examinó. Soltó un bufido.

– Es de hace ocho años. Bueno, podemos intentarlo. -Miró hacia la ventana, sacó el reloj y lo consultó-. Si cogemos mi coche de dos caballos…

Leonora se levantó, sonrió y lo cogió del brazo. Le gustaba que la hubiera incluido en sus planes.

– Tendré que coger mi pelliza. Vamos.


El reverendo Henry Timmins era un hombre relativamente joven, con esposa, cuatro hijas y una concurrida parroquia.

– ¡Oh, vaya! -Se sentó de golpe en una silla, en el pequeño salón al que los había hecho pasar. Entonces se dio cuenta e hizo ademán de levantarse, pero Tristan le indicó con la mano que no lo hiciera, acompañó a Leonora al diván y tomó asiento a su lado.

– ¿Así que era pariente de la señorita Timmins?

– Oh, sí… era mi tía abuela. -Pálido, miró a uno y a otra-. No teníamos relación. De hecho, siempre parecía ponerse muy nerviosa cuando la visitaba. Le escribí unas cuantas veces, pero nunca me respondió… -Se ruborizó-. Y entonces, recibí mi ascenso… y me casé… Sé que suena muy insensible. Sin embargo, no es que ella se mostrara muy alentadora.

Tristan le apretó la mano a Leonora, advirtiéndole que guardara silencio e inclinó la cabeza con gesto comprensivo.

– La señorita Timmins falleció anoche, pero me temo que no de un modo apacible. Se cayó por la escalera de madrugada. Aunque no tenemos pruebas de que la atacaran, creemos que se topó con un ladrón en su casa. El salón principal estaba revuelto y, debido a la conmoción, se desmayó y se cayó.

El rostro del reverendo Timmins reflejaba el horror.

– ¡Válgame Dios! ¡Qué espanto!

– Desde luego. Tenemos motivos para pensar que el ladrón responsable es un hombre que está decidido a acceder al número catorce. -Tristan miró a Leonora-. Los Carling viven allí, y la señorita Carling ha sido víctima de varios ataques que suponemos que tienen como fin asustarlos para que se marchen. También se han producido varios intentos de allanamiento en el propio número catorce y en el número doce, casa de la cual soy uno de los dueños.

El reverendo Timmins parpadeó. Él continuó su explicación con calma. Le contó que el ladrón al que conocían como Mountford estaba intentando buscar algo en el número 14, y que sus incursiones en el número 12, y la noche anterior en el 16, eran sin duda para hallar un modo de entrar a través de las paredes del sótano.

– Entiendo. -Henry Timmins asintió con el cejo fruncido-. He vivido en casas adosadas como ésa y tiene razón: las paredes del sótano a menudo son simplemente una serie de arcos rellenados. Es bastante fácil agujerearlas.

– Exacto. -Tristan hizo una pausa y luego continuó con el mismo tono-. Por esa razón nos hemos empeñado en encontrarle y le hemos hablado con tanta sinceridad. -Se inclinó hacia adelante y unió las manos entre las rodillas mientras atrapaba la clara mirada azul de Henry Timmins-. La muerte de su tía abuela es un hecho profundamente lamentable, y si Mountford es responsable, merece que lo atrapen y que rinda cuentas de sus actos. En estas circunstancias, creo que sería de justicia aprovechar la situación actual, la que ha surgido a raíz del fallecimiento de la señorita Timmins, para tenderle una trampa.

– ¿Una trampa?

Leonora no necesitó oír su tono de voz para saber que Henry Timmins estaba atrapado, entusiasmado. Ella también lo estaba. Se echó a su vez hacia adelante para poder observar la cara de Tristan.

– No hay motivo para que nadie, aparte de los que ya lo sabemos, se enteren de que la señorita Timmins no murió por causas naturales. Los que la conocían le guardarán luto, luego… si me permite sugerírselo, usted, como heredero, debería poner el número dieciséis de Montrose Place en alquiler. -Con un gesto, señaló la casa en la que se encontraban-. Está claro que no tiene necesidad de una vivienda en la ciudad ahora mismo. Por otro lado, si es usted un hombre prudente, no deseará venderla con precipitación, así que alquilar la propiedad es la alternativa más sensata y a nadie le extrañará.

Henry asentía.

– Cierto, cierto.

– Si está de acuerdo, lo arreglaré todo para que un amigo se haga pasar por agente inmobiliario y se encargue de organizar el asunto del alquiler por usted. Por supuesto, no se la alquilaremos a cualquiera.

– ¿Cree que Mountford aparecerá y la querrá alquilar?

– Mountford en persona no, pues la señorita Carling y yo lo hemos visto. Usará un intermediario. Una vez la tenga y entre… -Tristan se recostó en su asiento y una sonrisa que no era realmente una sonrisa le curvó los labios-. Baste con decir que tengo los contactos adecuados para garantizar que no escapará.

Henry Timmins, con los ojos exageradamente abiertos, continuó asintiendo.

Sin embargo, Leonora no fue tan fácil de impresionar.

– ¿Realmente crees que después de todo esto, Mountford se atreverá a aparecer?

Tristan se volvió hacia ella. Su mirada era fría y dura.

– En vista de hasta dónde ha llegado ya, estoy dispuesto a apostar que no será capaz de resistirse.


Regresaron a Montrose Place esa misma noche, con la bendición del reverendo Henry Timmins y, lo que era más importante, una carta para el abogado de la familia, escrita por Henry, en la que le daba instrucciones para que se pusiera a las órdenes de Tristan en lo referente a la casa de la señorita Timmins.

Había luces encendidas en las habitaciones del primer piso del club. Tristan las vio mientras ayudaba a bajar a Leonora…

Ella se sacudió la falda y luego deslizó la mano sobre su brazo.

Él la miró y se abstuvo de mencionar cuánto le gustaba aquel pequeño gesto de aceptación. Estaba descubriendo que a menudo hacía pequeñas cosas reveladoras instintivamente, sin darse cuenta, así que no vio ningún motivo para informarla de semejante transparencia.

Avanzaron por el camino de entrada del número 14.

– ¿A quién le pedirás que haga de agente inmobiliario? -preguntó Leonora-. Tú no puedes hacerlo, él sabe qué aspecto tienes. -Recorrió sus rasgos con la vista-. Incluso con uno de tus disfraces… es imposible estar seguro de que no te descubrirá.

– Cierto. -Tristan miró hacia el club mientras subían la escalera del porche-. Entraré contigo, quisiera hablar con Humphrey y Jeremy, y luego iré ahí al lado. -La miró a los ojos cuando la puerta principal se abrió-. Es posible que alguno de mis socios esté en la ciudad. Si es así…

Leonora arqueó una ceja.

– ¿Tus ex colegas?

Tristan asintió mientras la seguía hacia el vestíbulo.

– No puedo pensar en ningún caballero más adecuado para ayudarnos en esto.


Como era de esperar, Charles estuvo encantado.

– ¡Excelente! Siempre supe que esto del club era una idea brillante.

Eran casi las diez; tras disfrutar de una magnífica cena en el elegante comedor, Tristan, Charles y Deverell se encontraban en ese momento sentados cómodamente en la biblioteca. Cada uno sostenía una copa con una generosa cantidad de buen brandy.

– Cierto. -A pesar de sus modales más reservados, Deverell parecía igual de interesado. Miró a Charles-. Pero creo que yo debería ser el agente inmobiliario, porque tú ya has interpretado un papel en este drama.

El otro pareció ofendido.

– Aun así, podría interpretar otro.

– Creo que Deverell tiene razón. -Tristan tomó el mando con firmeza-. Él puede ser el agente inmobiliario. Ésta es sólo su segunda visita a Montrose Place, así que lo más probable es que Mountford y sus compinches no lo hayan visto. Y, aunque así hubiera sido, no hay motivo para que no pueda fingir que no sabe nada y diga que lleva el asunto en nombre de un amigo. -Tristan miró a Charles-. Entretanto, hay algo más de lo que creo que tú y yo deberíamos encargarnos.

Al instante, Charles se mostró esperanzado.

– ¿Qué?

– Os he hablado ya del joven que heredó de Carruthers. -Les había explicado toda la historia, todos los hechos que guardaban relación, durante la cena.

– ¿El que vino a Londres y desapareció entre la multitud?

– Exacto. Creo que he mencionado que ya tenía previsto venir a la ciudad antes de la muerte de su tía. Mientras buscaba información en York, mi agente descubrió que ese tal Martinbury tenía previsto encontrarse con un amigo, otro secretario de su oficina, aquí, en la ciudad, y, antes de marcharse de improviso, confirmó la cita.