– Esa vieja bruja ha despertado mis instintos asesinos, así que mi rostro serio ha sido una respuesta muy suave. -La miró a los ojos-. No sé cómo puedes soportar a mujeres como ésa, son tan claramente falsas y ni siquiera intentan ocultarlo.
La sonrisa de Leonora era comprensiva y burlona al mismo tiempo; se dejó caer más pesadamente sobre su brazo un instante.
– Te acostumbras. Cuando las cosas se compliquen, deja que hablen sin que te afecte y recuerda que lo que buscan es una reacción. Niégasela y habrás salido vencedor.
Tristan comprendió a qué se refería e intentó seguir su consejo, pero la circunstancia en sí lo ponía nervioso. Durante la última década, había evitado cualquier situación que centrara la atención en él; estar allí, en un salón de la buena sociedad, siendo el blanco de todas las miradas y el tema central de al menos la mitad de las conversaciones, iba en contra de lo que se había convertido en un hábito muy arraigado en él.
Además, la velada transcurría, a su parecer, demasiado lenta; el número de damas y caballeros que esperaban para hablar con ellos no disminuía de un modo apreciable. Continuaba sintiéndose desconcertado, expuesto. E incómodo al enfrentarse a algunos de los especímenes más peligrosos.
Leonora se encargaba de ellos con un toque tan seguro que Tristan no pudo evitar admirarla. Justo con el punto exacto de altivez, el punto exacto de seguridad. Gracias a Dios que estaba con ella.
Entonces aparecieron Ethelreda y Edith; saludaron a Leonora como si ya fuera un miembro de la familia y ella respondió del mismo modo. Mildred y Gertie las saludaron con un leve apretón de manos; Tristan vio cómo Edith planteaba una breve pregunta a la que Gertie respondió con pocas palabras y un bufido. Entonces, las damas intercambiaron miradas y sonrisas de complicidad.
Al pasar ante ellos, Ethelreda le dio unos golpecitos en el brazo.
– Ánimo, muchacho. Ya estamos aquí.
Edith y ella continuaron avanzando, pero sólo para detenerse junto a Leonora. Durante los siguientes quince minutos, sus otras tías, Millicent, Flora, Constance y Helen, llegaron también. Y como Ethelreda y Edith, saludaron a su prometida, intercambiaron cortesías con Mildred y Gertie y luego se reunieron con Ethelreda y Edith junto a Leonora.
Y entonces las cosas cambiaron.
La multitud en el salón había aumentado hasta alcanzar unas incómodas proporciones y había incluso más gente pululando a la espera de hablar con ellos. Todos se aglomeraban a su alrededor y a Tristan nunca le había gustado que lo rodearan. Sin embargo, Leonora continuó saludando a quienes se abrían paso hasta ellos, presentándolo, manejando con habilidad las conversaciones, pero si alguna dama mostraba cierta maldad o frialdad, o simplemente un deseo de monopolizarlos, Mildred, Gertie o una de las tías de Tristan se acercaba y, con una avalancha de comentarios aparentemente intrascendentes, la alejaba de ellos.
De repente, su opinión de las ancianas cambió por completo; incluso la retraída Flora mostró una asombrosa determinación para distraer y alejar a una dama persistente. Gertie también dejó claro de lado de quién estaba.
La inversión de papeles lo incomodó; en ese terreno, ellas eran las protectoras, seguras y eficaces, y él quien necesitaba que lo protegieran. Aunque parte de la protección era para evitar que reaccionara ante las que veían su compromiso con Leonora como una pérdida para ellas, que consideraban que la joven les había tendido una trampa, cuando en realidad había sido exactamente lo contrario. Tristan nunca había pensado lo real, fuerte y poderosa que era la competencia femenina en el mercado del matrimonio, o que el aparente triunfo de Leonora al atraparlo la convertiría en el foco de muchas envidias.
Ahora se le abrían los ojos.
Lady Hartington había decidido animar la velada con un breve baile. Cuando los músicos empezaron a tocar, Gertie se volvió hacia él.
– Aprovecha la oportunidad mientras puedas. -Le dio un codazo en el brazo-. Tienes que aguantar otra hora o más antes de que podamos marcharnos.
Tristan no esperó; cogió a Leonora de la mano, le dedicó una encantadora sonrisa y los excusó ante las dos damas con las que habían estado conversando. Constance y Millicent intervinieron para cubrir su retirada.
Leonora suspiró y se dejó caer en sus brazos con verdadero alivio.
– Es agotador. No tenía ni idea de que sería tan malo, no en estas fechas.
Mientras la hacía girar por la sala, Tristan la miró a los ojos.
– ¿Quieres decir que podría ser peor?
Ella lo miró.
– Aún falta por llegar mucha gente a la ciudad.
Leonora no dijo nada más y Tristan estudió su rostro mientras daban vueltas y giraban por la pista. Parecía haberse entregado, haberse abandonado al vals; Tristan siguió su ejemplo y encontró cierto grado de consuelo, de relajante tranquilidad teniéndola entre sus brazos, en la realidad de su cuerpo bajo sus manos, en el roce de sus muslos mientras giraban, la fluida armonía con que se movían sus cuerpos, en sintonía, compenetrados. Juntos.
Cuando la música acabó, estaban en el otro extremo de la sala. Sin preguntarle, Tristan colocó su mano sobre su brazo y la llevó de vuelta al lugar donde sus refuerzos los aguardaban; una pequeña isla de relativa seguridad.
Leonora le lanzó una mirada de soslayo con una sonrisa en los labios y comprensión en los ojos.
– ¿Cómo te encuentras?
Tristan la miró.
– Como un general rodeado por un grupo de guardias personales bien provistos de iniciativa y experiencia. -Tomó aire y miró al frente, donde el grupo de sus dulces ancianas los esperaban-. El hecho de que sean mujeres es un poco perturbador, pero tengo que reconocer que les estoy muy agradecido.
Ella le respondió con una risa ahogada.
– La verdad es que deberías estarlo.
– Créeme -murmuró mientras se acercaban a las demás-, conozco mis limitaciones. Éste es un terreno femenino, dominado por estrategias femeninas demasiado complicadas para que un hombre las entienda.
Leonora le lanzó una divertida mirada, una mirada totalmente personal, luego volvieron a adoptar su imagen pública y se prepararon para enfrentarse a la pequeña multitud que aún esperaba para felicitarlos.
La noche, como era de esperar, aunque en su opinión fue una lástima, acabó sin que Leonora y él tuvieran oportunidad de saciar el deseo físico que había surgido, alimentado por el contacto, por la promesa del vals, por su inevitable reacción a los momentos menos civilizados de la velada.
«Mía.»
La palabra aún resonaba en su cabeza, despertaba su instinto siempre que estaba cerca de ella, sobre todo cuando los demás no parecían comprender ese hecho. No era una respuesta civilizada sino primitiva; Tristan lo sabía y no le importaba.
A la mañana siguiente, salió de Green Street nervioso e insatisfecho, y se centró en la búsqueda de Martinbury. Todos estaban cada vez más convencidos de que el objetivo de la búsqueda de Mountford era algo enterrado en los papeles de Cedric. A. J. Carruthers había sido el confidente más íntimo de Cedric y ahora Martinbury, que, por lo que todos decían, era el heredero al que Carruthers había confiado sus secretos, había desaparecido inesperadamente.
Localizar al joven, o averiguar qué le había sucedido, parecía el modo más probable de descubrir el objetivo de Mountford y acabar con su amenaza, el modo más rápido de solucionar aquel asunto para que Leonora y él pudieran casarse.
Pero entrar en las comisarías, ganarse la confianza de los hombres que allí trabajaban, acceder a archivos en busca de los recientes fallecimientos, requería tiempo. Había empezado con las comisarías más cercanas al lugar en que Martinbury se había bajado del carruaje postal. Mientras regresaba a casa en un coche de alquiler, a última hora de la tarde y sin haber avanzado nada, se preguntó si no se estaría basando en una suposición equivocada. Martinbury podría haber pasado algunos días en Londres antes de desaparecer.
Cuando entró en casa, se encontró con Charles esperándolo en la biblioteca para informar.
– Nada -le dijo en cuanto Tristan cerró la puerta. Se volvió desde uno de los sillones ante la chimenea para mirarlo-. ¿Y tú?
Él hizo una mueca.
– Lo mismo. -Cogió la licorera del aparador, se llenó una copa y luego atravesó la estancia para llenarle la suya a Charles antes de sentarse en el otro sillón. Contempló el fuego con el cejo fruncido-. ¿Qué hospitales has comprobado?
Charles le dijo que había visitado los hospitales y hospicios más cercanos al lugar en que acababa el trayecto de los coches postales procedentes de York.
Tristan asintió.
– Tenemos que movernos más rápido y ampliar la búsqueda. -Le explicó su razonamiento.
Charles asintió, mostrándose de acuerdo.
– La cuestión es, incluso con Deverell ayudando, ¿cómo ampliamos nuestra búsqueda y al mismo tiempo aceleramos el proceso?
Tristan bebió antes de bajar la copa.
– Asumimos un riesgo calculado y estrechamos el campo de búsqueda. Leonora mencionó que quizá Martinbury estuviera aún vivo, pero si está herido, sin ningún amigo ni pariente en la ciudad, puede que esté tendido en la cama de un hospital en alguna parte.
Charles hizo una mueca.
– ¡Pobre tipo!
– Sí. En realidad, esa posibilidad es la única que haría avanzar nuestra causa rápidamente. Si Martinbury está muerto, entonces no es probable que quienquiera que lo haya hecho haya dejado algún documento útil atrás, algún documento que nos indique la dirección correcta.
– Cierto.
Tristan volvió a beber y añadió:
– Voy a poner a mi gente a buscar en los hospitales a algún joven caballero que encaje con la descripción de Martinbury y que aún esté con vida. No nos necesitan a nosotros para hacer eso.
Charles asintió.
– Yo haré lo mismo. Y estoy seguro de que Deverell también…
El sonido de una voz masculina en el vestíbulo los interrumpió. Los dos miraron hacia la puerta.
– Hablando del rey de Roma… -comentó Charles.
La puerta se abrió y Deverell entró.
Tristan se levantó y le sirvió un brandy. El otro cogió la copa y se repantigó elegantemente en el diván. En contraste con su expresión seria, sus ojos verdes se veían brillantes. Los saludó con la copa.
– Traigo noticias.
– ¿Buenas noticias? -preguntó Charles.
– El único tipo de noticias que un hombre inteligente trae. -Deverell hizo una pausa para beber y luego sonrió-. Mountford ha mordido el anzuelo.
– ¿Ha alquilado la casa?
– La comadreja ha traído el contrato esta mañana con el alquiler del primer mes. Un tal Caterham ha firmado y pretende trasladarse inmediatamente. -Deverell se detuvo y frunció el cejo levemente-. Le he entregado las llaves y me he ofrecido a enseñarles la casa, pero la comadreja, conocido por el nombre de Cummings, ha rechazado mi ofrecimiento. Ha dicho que su señor es un solitario y que insiste en que desea total intimidad.
El fruncimiento de cejo de Deverell se hizo más profundo.
– Se me ha ocurrido seguir a la comadreja hasta su madriguera, pero he decidido que el riesgo de asustarlos era demasiado alto. -Miró a Tristan-. En vista de que Mountford, o quienquiera que sea, parece decidido a entrar en la casa inmediatamente, dejar que persiga su objetivo y que caiga en la trampa es lo más prudente.
Tanto Tristan como Charles asentían.
– ¡Excelente! -Tristan se quedó mirando el fuego con aire ausente-. Así que lo tenemos, sabemos dónde está. Continuaremos intentando resolver el enigma de qué busca, pero aunque no tengamos éxito, estaremos esperando su próximo movimiento. Esperando a que él se descubra solo.
– ¡Por el éxito! -exclamó Charles.
Los otros repitieron sus palabras y vaciaron sus copas.
Tras acompañar a Charles y Deverell a la puerta, Tristan se dirigió a su estudio. Al pasar junto a los arcos de la sala de estar, oyó el habitual parloteo de voces femeninas y se asomó.
Se detuvo en seco. Apenas podía creer lo que veían sus ojos.
Sus tías abuelas estaban allí, junto con, contó las cabezas, las otras seis mujeres residentes en Mallingham Manor. Las catorce parientes a su cargo estaban reunidas bajo su techo en Green Street, repartidas por la sala de estar, con las cabezas juntas… conspirando.
Lo embargó la inquietud.
Hortense alzó la vista y lo vio.
– ¡Aquí estás, querido! Qué noticia tan maravillosa la de tu compromiso con la señorita Carling. -Le dio un golpe al brazo de su sillón-. Lo que todas habíamos esperado.
Tristan bajó la escalera. Hermione agitó la mano hacia él.
– Desde luego, querido. ¡Estamos todas enormemente contentas!
Inclinándose sobre sus cabezas, Tristan aceptó esas y otras expresiones de alegría murmurando un suave «Gracias».
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