– Creo que descubrirás que ya lo has hecho.
CAPÍTULO 18
Con toda su relativa ingenuidad, Jeremy estaba en lo cierto en una cosa: era evidente que Tristan consideraba su unión ya aceptada, establecida y reconocida.
Los Warsingham fueron los primeros en retirarse, y Gertie con ellos. Cuando Humphrey y Jeremy se prepararon para seguirlos, Tristan le atrapó la mano sobre la manga y afirmó que Leonora y él tenían asuntos referentes a su futuro que debían tratar en privado. La llevaría a casa en su carruaje al cabo de media hora aproximadamente.
Lo dijo de un modo tan embaucador, con una seguridad tan completa, que todo el mundo asintió dócilmente y nadie puso ningún reparo. En cuanto Humphrey y Jeremy se marcharon, sus tías les desearon buenas noches y se retiraron, permitiéndole que la guiara hasta la biblioteca, al fin solos.
Tristan se detuvo para darle instrucciones a Havers respecto al carruaje y Leonora se acercó al hogar, donde ardía un fuego considerable que calentaba toda la estancia. Fuera soplaba un viento helado y unas densas nubes ocultaban la luna; no era una noche agradable.
Tendió las manos hacia las llamas, oyó que la puerta se cerraba con suavidad y sintió que Tristan se acercaba. Cuando se dio la vuelta, él la abrazó por la cintura y ella le apoyó las palmas en el pecho, mirándolo a los ojos.
– Me alegro de que nos hayas dado esta oportunidad de estar a solas, porque hay unos cuantos asuntos de los que deberíamos hablar.
Tristan parpadeó. No la soltó, sino que la atrajo aún más hacia su cuerpo, de forma que sus caderas y muslos se tocaban levemente, provocadoramente, y ella le rozaba el torso con los pechos. Sus manos le rodeaban la cintura, no estaba en sus brazos pero tampoco fuera de ellos. Sin embargo, sí totalmente bajo su control.
– ¿Qué asuntos son ésos?
– Asuntos como dónde viviremos, cómo imaginas que debería funcionar nuestra vida.
Él vaciló y luego le preguntó:
– ¿Quieres vivir aquí, en Londres, entre la buena sociedad?
– No tengo especial interés. Nunca he sentido ninguna atracción en particular por la vida social. Estoy bastante cómoda en ella, pero no anhelo sus dudosas emociones.
Tristan sonrió y bajó la cabeza.
– Doy gracias a Dios por eso.
Leonora le apoyó un dedo en los labios antes de que pudiera atrapar los suyos, mientras sentía que retiraba las manos de la cintura y le deslizaba las palmas por la espalda. Lo miró a los ojos y tomó una rápida inspiración.
– Entonces, ¿viviremos en Mallingham Manor?
Tristan curvó los labios distraídamente bajo su dedo.
– Si puedes soportar vivir aislada en el campo.
– No puede decirse que Surrey se encuentre en medio de la nada. -Leonora bajó la mano.
Los labios de él se acercaron más, hasta quedar a un centímetro de los suyos.
– Me refiero a las ancianas. ¿Podrás lidiar con ellas?
Tristan aguardó y Leonora se esforzó por pensar.
– Sí. -Ella comprendía a las ancianas, reconocía sus costumbres y no preveía ninguna dificultad en su trato con ellas-. Todas están bien dispuestas. Yo las entiendo y ellas nos entienden a nosotros.
Tristan soltó un bufido que le rozó los labios.
– Puede que tú las entiendas, pero a mí a menudo me dejan totalmente desconcertado. Hubo algo hace unos meses respecto a las cortinas de la vicaría que me superó.
A Leonora le estaba resultando difícil no reírse, pero tenía los labios de él tan cerca que le parecía extremadamente peligroso. Sería como si bajara la guardia ante un lobo a punto de atacar.
– Entonces, ¿serás verdaderamente mía?
Ella estuvo a punto de ofrecerle alegremente la boca y a sí misma como prueba de ello cuando algo en su tono le llamó la atención; lo miró a los ojos y se dio cuenta de que hablaba muy en serio.
– Ya soy tuya, y lo sabes.
Sus labios, aún increíblemente cerca, se curvaron. Tristan se movió y la atrajo más hacia su cuerpo, su inquietud la alcanzó, la bañó en una oleada de incertidumbre tangible y cambiante. Con el contacto total de sus cuerpos surgió el calor; él agachó la cabeza y le apoyó los labios en la comisura de los suyos.
– No soy el típico caballero.
Le susurró las palabras sobre la mejilla.
– Lo sé. -Leonora giró la cabeza y sus bocas se encontraron.
Tras un breve momento, él interrumpió el beso, le recorrió el rostro con los labios ascendiendo por el pómulo hasta la sien y luego descendió, hasta que su aliento le calentó el hueco bajo la oreja.
– He vivido peligrosamente, más allá de todas las leyes, durante una década. No soy tan civilizado como debería serlo. Lo sabes, ¿verdad?
Realmente lo sabía y ese conocimiento le ponía los nervios de punta mientras que la anticipación se deslizaba caliente por sus venas. Más allá de lo que dijera, y aunque pareciera asombroso, Leonora se dio cuenta de que Tristan aún no estaba seguro de ella y que fuera cual fuese el asunto que había deseado discutir, todavía lo tenía en mente, y aún no le había dicho lo que tenía que decir al respecto.
Alzó las manos y le tomó la cara entre las palmas para besarlo descaradamente. Lo atrapó, lo cautivó, lo atrajo hacia su interior. Se movió, sintió su reacción, sintió cómo extendía las manos en su espalda, firmes, acercándola a él.
Cuando finalmente consintió en liberarlo, Tristan levantó la cabeza y la miró; los ojos se le veían oscuros, turbulentos.
– Dime. -La voz de Leonora sonó ronca, pero dominante. Exigente-. ¿Qué es lo que querías decirme?
Pasó un largo momento; ella era consciente de sus respiraciones, de cómo palpitaban sus pulsos. Cuando pensaba que ya no iba a responderle, Tristan tomó una breve bocanada de aire. No había dejado de mirarla ni un solo segundo.
– Nunca… te pongas… en peligro.
No tuvo que decir nada más, estaba allí, en sus ojos, para que ella lo viera. Una vulnerabilidad tan profundamente arraigada en él, en quien era, que nunca podría dejar de sentirla.
Un dilema, uno que Tristan nunca podría resolver y que únicamente podría aceptar, como había decidido hacer al tomarla como esposa.
Leonora se apoyó en él; todavía le sostenía el rostro entre las manos.
– Nunca me pondré en peligro por voluntad propia. He decidido ser tuya y pretendo continuar con ese papel, seguir siendo importante para ti. -Le sostuvo la mirada-. Créeme.
Los rasgos de Tristan se endurecieron. Ignoró sus manos y bajó la cabeza. Tomó sus labios, su boca, con un abrasador beso que rozaba lo salvaje. Retrocedió para susurrar contra sus labios.
– Lo intentaré si tú recuerdas esto: si fracasas, los dos pagaremos el precio.
Leonora le recorrió la mejilla y esperó a que la mirase a los ojos.
– No fracasaré. Y tú tampoco.
Sus corazones palpitaban con fuerza; unas familiares llamas les lamían ávidamente la piel. Ella estudió su mirada.
– Esto estaba escrito. -Se movió sinuosamente contra él y sintió que se quedaba sin respiración-. Nosotros no lo decidimos, ni tú ni yo, estaba ahí, esperando atraparnos. Ahora el reto es hacer el resto del trabajo, no es un esfuerzo al que podamos escapar o que podamos rechazar, no si deseamos esto.
– Por supuesto que lo deseo, esto y más. No te dejaré marchar. Pase lo que pase. Nunca.
– Estamos comprometidos, tú y yo. -Le sostuvo la oscurecida mirada-. Haremos que funcione.
Pasaron dos segundos, luego, Tristan la levantó del suelo con firmeza, pegándola a él.
Leonora le apoyó las manos en los hombros y se echó hacia atrás.
– Pero…
Él se detuvo.
– Pero ¿qué?
– Esta noche se nos ha agotado el tiempo.
Y así era. Tristan tensó los brazos, la besó apasionadamente, reclamándola y, con expresión adusta, la volvió a dejar en el suelo.
Fue un pequeño consuelo comprobar que ella parecía tan disgustada como él.
Más tarde. Una vez que atraparan a Mountford, nada se interpondría en su camino.
Su carruaje los esperaba; acompañó a Leonora, la ayudó a subir y luego se acomodó él. Mientras el coche avanzaba sobre los adoquines ahora mojados, Tristan recordó algo que ella había mencionado antes.
– ¿Por qué Humphrey cree que faltan piezas del enigma de Cedric? ¿Cómo puede saberlo?
Leonora se recostó junto a él.
– Los diarios contienen información sobre los experimentos. Lo que se hizo y los resultados, nada más. Sin embargo, falta la base que les da sentido, las hipótesis, las conclusiones. Las cartas de Carruthers se refieren a algunos de los experimentos de Cedric, y a otros que Humphrey y Jeremy creen que deben de ser del propio Carruthers. Y respecto a las hojas de descripciones de éste que encontramos en la habitación de Cedric, mi tío cree que unas pocas encajan con algunos de los experimentos mencionados en sus cartas.
– ¿Así que al parecer, Cedric y Carruthers se estuvieron pasando información de experimentos?
– Sí. Pero Humphrey aún no puede estar seguro de si estaban trabajando en el mismo proyecto juntos, o si simplemente estaban intercambiando impresiones. Lo más relevante es que aún no ha descubierto nada que defina cuál era su proyecto común, suponiendo que hubiera uno.
Él barajó la información, considerando si eso hacía más o menos importante a Martinbury, el heredero de Carruthers. El carruaje redujo la marcha y se detuvo. Tristan se asomó, luego bajó en la puerta del número 14 de Montrose Place y ayudó a Leonora.
En el cielo, las oscuras nubes se deshacían arrastradas por el viento. Tristan le rodeó los hombros con el brazo y avanzaron por el serpenteante camino de entrada, ambos distraídos por el excéntrico mundo de la creación de Cedric, las hojas de extrañas formas y los arbustos salpicados por las gotas de lluvia, que resplandecía a la intermitente luz de la luna.
En el vestíbulo principal había luz. Cuando subieron la escalera del porche, la puerta se abrió.
Jeremy se asomó con rostro tenso. Cuando los vio, sus rasgos se relajaron.
– ¡Ya era hora! Esos canallas ya han empezado a cavar el túnel.
En absoluto silencio, se dirigieron a la pared junto al lavadero, en el sótano del número 14 y oyeron sonidos de alguien rascando el hormigón.
Tristan les indicó a Leonora y a Jeremy que no se movieran, luego alargó una mano y la apoyó sobre los ladrillos de los que procedía el ruido.
Al cabo de un momento, apartó la mano y les hizo señas de que retrocedieran. En la entrada del lavadero aguardaba un sirviente. Leonora y Jeremy pasaron junto a él en silencio; Tristan se detuvo.
– Buen trabajo -dijo lo bastante alto como para que el sirviente lo oyera-. Dudo que logren atravesarla esta noche, pero montaremos guardia. Cierra la puerta y asegúrate de que nadie haga ningún ruido fuera de lo habitual en esta zona.
El hombre asintió. Tristan se marchó y siguió a Leonora y Jeremy hasta la cocina, al final del pasillo. Por sus caras, tanto ella como su hermano tenían mil preguntas que hacerle, pero Tristan les indicó que guardaran silencio y se dirigió a Castor y a los otros sirvientes, todos reunidos y a la espera con el resto del servicio.
Rápidamente, organizó turnos de vigilancia para la noche, y les aseguró al ama de llaves, la cocinera, las doncellas y criadas que no era probable que aquellos delincuentes entraran sin ser detectados mientras ellas dormían.
– Al ritmo que van, y tendrán que ir despacio, pues no pueden arriesgarse a usar un martillo ni un cincel, les costará como mínimo unas cuantas noches aflojar los ladrillos lo suficiente para que pueda pasar un hombre. -Miró a todas las personas reunidas alrededor de la mesa de la cocina-. ¿Quién ha oído los ruidos?
Una criada muy joven se ruborizó y se inclinó.
– Yo, sir… milord. He entrado para coger la plancha caliente y lo he oído. Al principio, creía que era un ratón, luego me he acordado de lo que el señor Castor había dicho sobre ruidos extraños y demás, y he ido a decírselo en seguida.
Tristan sonrió.
– Buena chica. -Miró las cestas llenas de sábanas y manteles doblados, colocadas entre las doncellas y la estufa-. ¿Hoy era día de colada?
– Sí. -El ama de llaves asintió-. Siempre hacemos la principal colada los miércoles y luego una más pequeña los lunes.
Tristan la miró un instante y luego dijo:
– Tengo una última pregunta. ¿Alguno de vosotros, en algún momento de los últimos meses, desde noviembre aproximadamente, ha visto o ha sido abordado por alguno de estos dos caballeros? -A continuación, les describió brevemente a Mountford y a su cómplice con aspecto de comadreja.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Leonora cuando regresaron a la biblioteca.
Las dos criadas más veteranas y dos de los sirvientes habían sido abordados en ocasiones diferentes en noviembre. Las mujeres por Mountford en persona, los sirvientes por su cómplice. Ellas habían pensado que habían encontrado un admirador, los sirvientes a un nuevo e inesperado amigo con dinero siempre dispuesto para pagar la siguiente ronda.
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