El aviso del almuerzo llegaba cuando Leonora, sentada en la escalera que subía hasta allí, donde se negó rotundamente a aventurarse, sintió las reverberaciones de su descenso.
Se levantó y se dio la vuelta. Sus pasos, pesados y lentos, le indicaron que no habían encontrado nada en absoluto. Aparecieron quitándose telarañas del pelo y de la chaqueta.
Tristan la miró a los ojos y con tono adusto afirmó:
– Si hay alguna valiosa fórmula escondida en esta casa, tiene que estar en la biblioteca.
En los diarios de Cedric o las cartas y notas de Carruthers.
– Al menos, ahora estamos seguros de eso. -Leonora se volvió y los guió hacia la escalera principal y luego hasta el comedor.
Jeremy y Humphrey se reunieron allí con ellos.
El joven negó con la cabeza mientras se sentaba.
– Me temo que no hemos averiguado nada más.
– Excepto -Humphrey frunció el cejo mientras despegaba su servilleta- que cada vez estoy más seguro de que Cedric no conservaba ningún registro de la base y las conclusiones que sacaba de sus experimentos. -Hizo una mueca-. Algunos científicos son así, se lo guardan todo en la cabeza.
– ¿Reservados? -preguntó Deverell mientras atacaba el plato de sopa.
El anciano negó con la cabeza.
– Normalmente no. Es más cuestión de que no quieren perder el tiempo en escribir lo que ya saben.
Todos empezaron a comer, luego Humphrey, aún con el cejo fruncido, continuó:
– Cedric no dejó ningún registro y la mayoría de los libros de la biblioteca son nuestros… Sólo había un puñado de textos antiguos allí cuando nos trasladamos.
Jeremy asintió.
– Y yo los he revisado todos. No hay ningún informe escondido en ellos, ni tampoco escrito en sus páginas.
Humphrey continuó:
– Si eso es así, entonces, tendremos que rezar para que Carruthers dejara algún documento más detallado. Las cartas y notas permiten cierta esperanza, pero con esto no estoy diciendo que vayamos a conseguir la respuesta si eso es lo único que tenemos para trabajar. Sin embargo, un diario adecuadamente mantenido, con una lista de experimentos… Si tuviéramos eso, podríamos averiguar qué fórmulas eran las últimas para ese brebaje. Sobre todo, cuál era la versión final.
– Hay unas cuantas versiones. -Jeremy continuó la explicación-. Pero a partir del diario de Cedric, es imposible saber cuál iba detrás de cuál, y mucho menos por qué. Cedric debía de saberlo y, por comentarios en las cartas, Carruthers también, pero… hasta el momento, nosotros sólo hemos sido capaces de hacer corresponder un puñado de notas sobre experimentos de Carruthers con sus cartas, que es lo único que tiene fecha.
Humphrey masticó y asintió con aire taciturno.
– Suficiente para hacer que uno se tire de los pelos.
A lo lejos, se oyó la campana de la puerta principal. Castor salió para reaparecer un minuto más tarde con una nota doblada sobre una bandeja. Se acercó a Deverell.
– Un sirviente de aquí al lado ha traído esto para usted, milord.
El vizconde miró a Tristan y a Charles mientras dejaba el tenedor y cogía la nota. Era un trozo de papel normal, garabateado. Deverell la leyó rápidamente, luego miró a sus amigos y los dos se irguieron.
– ¿Qué?
Todos lo miraban cuando una lenta sonrisa curvó sus labios.
– Las bondadosas Hermanitas de la Caridad de Whitechapel Road han estado cuidando a un joven que responde al nombre de Jonathon Martinbury. -Deverell miró la nota y su rostro se endureció-. Se lo llevaron hace dos semanas. Le dieron una brutal paliza y después lo dejaron tirado en la calle para que se muriera.
Organizarse para recoger a Martinbury, y todos estuvieron de acuerdo en que había que recogerlo, fue un ejercicio de logística. Al final, se acordó que irían Leonora y Tristan; ni St. Austell ni Deverell querían arriesgarse a ser vistos saliendo del número 14. Incluso Leonora y Tristan debían tener cuidado. Dejaron la casa por la puerta principal, con Henrietta encabezando la comitiva.
Una vez en la calle, cuando la línea de árboles a lo largo del linde del número 12 los ocultó de la vista de cualquiera que pudiera estar observando desde el número 16, entraron en el club y, para disgusto de Henrietta, la dejaron en la cocina.
Tristan le indicó a Leonora que se apresurara por el camino de detrás del club hasta la callejuela posterior. Desde allí, fue fácil llegar a la siguiente calle, donde alquilaron un coche y se dirigieron a toda velocidad a Whitechapel Road.
En la enfermería del convento, encontraron a Jonathon Martinbury. Era un joven fornido y de rostro cuadrado, con pelo castaño visible entre los huecos del vendaje de la cabeza. La mayor parte de su cuerpo parecía estar vendada; llevaba un brazo en cabestrillo y tenía la cara muy magullada y llena de cortes, con una enorme contusión en un ojo.
Estaba lúcido aunque débil. Cuando Leonora explicó su presencia diciéndole que lo habían estado buscando en relación con el trabajo que Cedric Carling había hecho en colaboración con A. J. Carruthers, su semblante se iluminó.
– ¡Gracias a Dios! -Cerró brevemente los ojos y luego los abrió. Su voz era áspera, aún ronca.
»Recibí su carta. Vine antes a la ciudad con intención de visitarla… -Se interrumpió y el rostro se le nubló-. Desde entonces, todo ha sido una pesadilla.
Tristan habló con las monjas. Aunque se mostraron preocupadas, estuvieron de acuerdo en que Martinbury estaba lo bastante bien como para ser trasladado, en vista de que ahora estaba con amigos.
Entre ellas, Tristan y el jardinero del convento llevaron a Jonathon hasta el coche que los aguardaba. Subir al carruaje puso realmente a prueba la compostura del joven. Cuando acabaron de acomodarlo en el asiento, envuelto en una manta y rodeado de viejas almohadas, tenía los labios apretados y se lo veía pálido. Tristan le había dejado su abrigo, porque el suyo había quedado hecho jirones.
Junto con Leonora, Tristan volvió a darles las gracias a las monjas en nombre de Jonathon y cuando prometió hacerles una donación en cuanto le fuera posible arreglarlo, Leonora le dirigió una mirada de aprobación. Él la ayudó a subir al carruaje y estaba a punto de seguirla cuando una monja llegó corriendo.
– ¡Espere! ¡Espere! -Atravesó la verja del convento cargada con una gran bolsa de piel.
Tristan se adelantó y se la cogió. Ella sonrió a Jonathon.
– ¡Sería una lástima que después de todo lo que ha pasado, perdiera este pequeño objeto de buena suerte!
Cuando Tristan dejó la bolsa en el suelo del coche, el joven se inclinó y la tocó, como para tranquilizarse.
– Desde luego -jadeó mientras asentía lo mejor que pudo-. Muchas gracias, hermana.
Las monjas le dijeron adiós con la mano y le lanzaron bendiciones; Leonora les respondió mientras Tristan subía, cerraba la puerta y se acomodaba a su lado.
Miró la gran bolsa de viaje de piel en el suelo, entre los asientos, luego a Jonathon.
– ¿Qué hay dentro?
El herido apoyó la cabeza en el asiento.
– Creo que es lo que buscaba la gente que me hizo esto.
Tanto Leonora como Tristan miraron la bolsa.
Jonathon tomó una dolorosa inspiración.
– Verán…
– No. -Tristan levantó una mano-. Espere. Este viaje ya va a ser lo bastante duro. Descanse. Una vez lo tengamos instalado y cómodo de nuevo, entonces podrá contarnos a todos su historia.
– ¿A todos? -El joven lo miró con los ojos entornados-. ¿Cuántos son?
– Unos cuantos, así que será mejor que sólo tenga que explicar su historia una vez.
Una ferviente impaciencia atenazaba a Leonora, que mantenía la mirada clavada en la bolsa de piel negra de Jonathon. Era una bolsa de viaje normal y corriente, pero no podía imaginar qué podía contener. Cuando el carruaje finalmente se detuvo en la callejuela que había detrás del número 14 de Montrose Place, estaba llena de frustrada curiosidad.
Tristan hizo detener el carruaje en una calle cercana al parque; los dejó allí, diciéndoles que tenía que poner ciertas cosas en orden.
Regresó más de media hora después. Jonathon se había quedado dormido. De hecho, aún estaba adormilado cuando se detuvieron por última vez y Deverell abrió la puerta del coche.
– Vamos. -Tristan le dio un empujoncito a Leonora, que le ofreció la mano a Deverell para ayudarla a bajar. Tras él, la verja del jardín posterior estaba abierta, con Charles St. Austell haciéndole señas de que avanzara.
Su sirviente más corpulento, Clyde, estaba de pie detrás de Charles, con lo que Leonora identificó como una camilla casera en las manos.
Charles la vio mirar.
– Vamos a llevarlo dentro con eso. De lo contrario, sería demasiado lento y doloroso.
Ella preguntó:
– ¿Lento?
Con la cabeza, el conde le señaló la casa de al lado.
– Intentamos reducir al máximo la posibilidad de que Mountford vea algo.
Habían supuesto que éste, o más probablemente su cómplice, estaría observando las idas y venidas en el número 14.
– Creía que lo llevaríamos al número doce. -Leonora miró hacia el club.
– Llamaría demasiado la atención que entráramos todos allí para oír su historia. -Con delicadeza, la hizo apartarse cuando Tristan y Deverell ayudaron a Jonathon a atravesar la verja-. Aquí están.
Entre los cuatro, acomodaron al joven en la camilla, construida con sábanas dobladas y dos largos palos de escoba. Deverell iba delante, encabezando el grupo. Clyde y Charles lo seguían, cargando con la camilla. Tristan cerraba la marcha con la bolsa de Jonathon en una mano, y Leonora avanzaba delante de él.
– ¿Y el coche de alquiler? -susurró ella.
– Ya me he encargado de eso. Le he pagado para que espere otros diez minutos antes de marcharse, por si el sonido cuando pase por detrás de la casa de al lado los alertara.
Había pensado en todo, incluso en cortar un nuevo arco en el seto que separaba el huerto bien protegido del césped más abierto. De ese modo, en vez de ir por el sendero principal y a través del arco central, teniendo que cruzar luego la amplia extensión de hierba, fueron por un estrecho camino lateral paralelo al muro que lindaba con el número 12, pasaron por el arco recién cortado y salieron muy cerca del muro del jardín, que los ocultaba bajo su sombra.
Sólo tenían que cubrir una distancia muy corta hasta que el saliente del ala de la cocina los ocultara de la vista de cualquiera que se encontrara en el número 16. Una vez allí, pudieron subir la escalera que daba al porche y entrar por las puertas del salón sin más problemas.
Cuando Tristan cerró las cristaleras, Leonora lo miró a los ojos con intensidad.
– Muy hábil.
– Todo forma parte del servicio. -Su mirada se centró más allá de donde ella se encontraba. Leonora se volvió para ver cómo ayudaban a Jonathon a levantarse de la camilla y acomodarse en un canapé, ya preparado para que pudiera dormir en él.
Pringle estaba allí. Tristan le dijo:
– Le dejaremos con su paciente. Estaremos en la biblioteca, reúnase allí con nosotros cuando acabe.
El médico asintió y se volvió hacia Jonathon.
Todos salieron. Clyde cogió la camilla y se fue a la cocina y el resto se retiró a la biblioteca.
La impaciencia de Leonora por ver qué había en la bolsa de Jonathon no era nada en comparación con la de Humphrey y Jeremy. Si Tristan y los otros no hubieran estado allí, dudaba que hubiera sido capaz de impedirles que la abrieran y «comprobaran únicamente» lo qué contenía.
La vieja y acogedora biblioteca nunca había estado tan concurrida y mucho menos tan llena de vida. No eran sólo Tristan, Charles y Deverell paseándose nerviosos, esperando con expresión dura e intensa, sino que su energía reprimida parecía contagiarse a Jeremy e incluso a Humphrey. Observándolos mientras se sentaba en el diván y fingía calma, con Henrietta tumbada a sus pies, Leonora pensó que ésa debía de ser la atmósfera que habría en una tienda de campaña llena de caballeros justo antes de la llamada a la batalla.
Finalmente, la puerta se abrió y Pringle entró. Tristan sirvió una copa de brandy y se la ofreció; el médico la aceptó con un asentimiento de cabeza, bebió y luego suspiró agradecido.
– Está lo bastante bien, sin duda lo bastante bien para hablar. De hecho, está ansioso por hacerlo y sugeriría que lo escucharan lo antes posible.
– ¿Y las heridas? -preguntó Tristan.
– Diría que quienes lo atacaron tenían la fría intención de matarlo.
– ¿Profesionales? -preguntó Deverell.
Pringle vaciló.
– Si tuviera que hacer suposiciones, diría que eran profesionales, pero más acostumbrados a cuchillos y pistolas. Sin embargo, en este caso, intentaban hacer que el ataque pareciera trabajo de matones locales. Aunque no tuvieron en cuenta los pesados huesos del señor Martinbury; está muy magullado y maltrecho, pero las hermanas lo han cuidado bien y con el tiempo quedará como nuevo. Eso sí, si alguna alma caritativa no lo hubiera llevado al convento, yo no le habría dado muchas posibilidades.
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