Humphrey carraspeó, llamó la atención del joven y le señaló la bolsa negra.

– ¿Podemos?

Jonathon agitó una mano.

– Por supuesto.


Leonora se enfrentaba a un dilema.

Jonathon estaba exhausto, el agotamiento y las heridas le estaban pasando factura. Lo urgió a que se recostara y descansara. Humphrey y Jeremy siguieron su sugerencia y se retiraron a la biblioteca con la bolsa negra.

Tras cerrar la puerta del salón, ella vaciló. Una parte de sí misma deseaba correr tras su hermano y su tío para ayudarlos y compartir la emoción intelectual de darle sentido al descubrimiento de Cedric y A. J.

Pero otra parte de su ser aún mayor se veía atraída por la emoción real y más física de la caza.

Dudó unos diez segundos y luego se dirigió a la puerta. La abrió. Se había hecho de noche y estaba oscuro. Una vez en el porche, vaciló. Se preguntó si debería llevarse a Henrietta. Pero la perra aún estaba en la cocina del club y no tenía tiempo para ir a buscarla. Miró la casa de al lado, pero la puerta de ésta estaba más cerca de la calle, así que no pudo ver nada.

«Nunca… te pongas… en peligro.»

Tres de ellos estaban allí, ¿qué peligro podía correr?

Bajó rápidamente la escalera y corrió por el camino delantero.

Supuso que sacarían a Mountford de su agujero y ella sentía curiosidad. Después de todo ese tiempo, quería ver cómo era realmente, qué clase de hombre era. La descripción de Jonathon era ambivalente; Duke era un matón violento, pero no un asesino.

No obstante, en lo que a ella concernía se había mostrado bastante violento…

Se acercó a la puerta del número 16 con precaución. Estaba entreabierta. Aguzó el oído, pero no oyó nada. Se asomó. La tenue luz de la luna proyectó su sombra en el vestíbulo e hizo que el hombre que se encontraba en la entrada de la escalera que llevaba a la cocina se detuviera y se diera la vuelta.

Era Deverell. Le indicó que no hiciera ruido y que se quedara allí, luego se volvió y desapareció entre las sombras.

Leonora vaciló un segundo; no se acercaría demasiado, pero tampoco se quedaría tan lejos.

Siguió a Deverell en silencio.

La escalera que bajaba a la cocina y al sótano estaba justo delante de la puerta del vestíbulo. Ella sabía que el doble tramo de escalera acababa en un largo pasillo. Las puertas de la cocina y del fregadero quedaban a la izquierda; a la derecha se encontraba la despensa, seguida por un largo sótano.

Mountford estaba abriendo el túnel desde el sótano.

Leonora se detuvo en lo alto de la escalera, se inclinó sobre la baranda y se asomó; pudo distinguir a los tres hombres moviéndose abajo, grandes sombras en la penumbra. Una tenue luz brillaba desde algún lugar, delante de ellos. Cuando desaparecieron de su vista, bajó también ella la escalera.

Se detuvo en el primer rellano. Desde allí pudo ver el pasillo que se extendía más abajo. En él había dos puertas que llevaban al sótano. La más cercana estaba entornada; la luz procedía de allí.

Aún más débilmente, como un escalofrío que le rozara los nervios, llegaba el constante ruido de alguien rascando.

Tristan, Charles y Deverell se reunieron ante la puerta; aunque los vio moverse y supuso que estarían hablando, no oyó nada, ni el más mínimo sonido. Luego, Tristan se volvió hacia la puerta, la abrió bruscamente y entró.

Charles y Deverell lo siguieron. Durante un segundo reinó el silencio.

– ¡Eh!

– ¿Qué…?

Golpes sordos. Otros contundentes. Gritos y juramentos ahogados. Era más que una simple refriega.

¿Cuántos hombres habría allí dentro? Ella había supuesto que sólo serían dos, Mountford y la comadreja, pero sonaba como si hubiera más…

Un horrible sonido metálico sacudió las paredes.

Leonora soltó un grito ahogado y bajó la mirada. La luz se había apagado.

De repente, por la segunda puerta del sótano, la que había al final del pasillo, apareció una figura. Se dio la vuelta, cerró la puerta con fuerza y se entretuvo con algo. Leonora oyó el sonido chirriante de una vieja cerradura de hierro.

El hombre salió corriendo hacia la escalera con el pelo y la chaqueta agitándose desordenadamente.

Sorprendida, paralizada al reconocerlo como a Mountford, tomó aire bruscamente. Se obligó a llevarse las manos a la falda y agarrársela para dar media vuelta y salir corriendo, pero él no la había visto. El hombre se detuvo junto a la otra puerta del sótano, ahora abierta de par en par. La cerró y se puso a manipular la cerradura. En el repentino silencio se oyó un evidente chirrido, luego el chasquido cuando la pesada cerradura encajó.

Mountford retrocedió. Respiraba agitadamente. La hoja de un cuchillo que sostenía en un puño brillaba débilmente.

Se oyó un golpe sordo contra la puerta y luego el pomo se movió. A través de la gruesa madera se filtró un juramento ahogado.

– ¡Ja! ¡Os tengo! -Mountford se dio la vuelta y entonces la vio. Leonora se volvió y salió corriendo, pero no fue lo bastante rápida.

La alcanzó en lo alto de la escalera. Le clavó los dedos en el brazo y la empujó con fuerza contra el muro.

– ¡Puta!

La palabra sonó feroz, como un gruñido.

Mirando aquel rostro extremadamente pálido casi pegado al suyo, ella dispuso de un segundo para decidirse.

Extrañamente, eso fue lo único que le costó, un solo segundo. Sus emociones la guiaron, su mente se recompuso. Lo único que debía hacer era entretener a Mountford y Tristan la salvaría.

Parpadeó. Titubeó un poco, perdió algo de su resistencia e intentó imitar lo mejor que pudo la actitud distraída de la señorita Timmins.

– Oh, vaya… usted debe de ser el señor Martinbury.

El hombre entrecerró los ojos y negó con la cabeza.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno… -Dejó que su voz temblara mientras mantenía los ojos abiertos como platos-. Usted es el señor Martinbury, pariente de A. J. Carruthers, ¿no es cierto?

Con todas sus tareas de reconocimiento, Mountford… Duke no había averiguado qué tipo de mujer era ella; Leonora estaba totalmente segura de que no habría pensado en preguntarlo.

– Sí. Ése soy yo. -La cogió del brazo y la empujó delante de él hacia el vestíbulo delantero-. Estoy aquí para conseguir algo de mi tía que ahora me pertenece.

No apartó el cuchillo. Una frenética tensión vibraba a través de él, a su alrededor; se mostraba inquieto, nervioso.

Leonora abrió los labios, esforzándose por parecer tonta.

– ¡Oh! ¿Se refiere a la fórmula?

Tenía que alejarlo del número 16, llevarlo al número 14. Por el camino, tenía que convencerlo de que estaba totalmente indefensa y de que no suponía ninguna amenaza, por lo que no era necesario que la mantuviera agarrada. Si Tristan y los demás subían la escalera en ese momento… Mountford la tendría a ella y una daga. En su opinión, ésa no era una circunstancia muy favorable.

En ese momento, la estaba estudiando con los ojos entornados.

– ¿Qué sabes de la fórmula? ¿La han encontrado?

– Oh, creo que sí. Al menos, creo que eso es lo que dijeron. Mi tío, ya sabe, y mi hermano. Ellos han estado trabajando en los diarios de nuestro difunto primo Cedric Carling y me parece que hace sólo unas horas decían que creían haberlo aclarado todo al fin.

Mientras pronunciaba ese ingenuo discurso, había ido moviéndose hacia la puerta principal y él se había ido moviendo con ella.

Leonora carraspeó.

– Ha debido de haber algún malentendido. -Con un gesto de la mano desechó lo que hubiera sucedido en el piso de abajo-. Pero estoy segura de que si habla con mi tío y mi hermano, se sentirán felices de compartir la fórmula con usted, dado que es el heredero de A. J. Carruthers.

Cuando salieron al porche delantero, Mountford se quedó mirándola.

Leonora mantuvo su expresión lo más distraída que pudo, intentó no reaccionar a su amenaza. La mano que sostenía el cuchillo le temblaba; parecía inseguro, confuso, se esforzaba por pensar.

Miró hacia el número 14.

– Sí -susurró-. Tu tío y tu hermano te tienen mucho cariño, ¿verdad?

– Oh, sí. -Se recogió la falda y, con toda la calma, bajó la escalera; él seguía sin soltarle el brazo, pero bajó a su lado-. Vaya, he llevado la casa para ellos desde hace más de una década, ¿sabe? La verdad es que estarían perdidos sin mí…

Continuó con aquella actitud despreocupada y totalmente insustancial mientras recorrían el camino, giraban en la calle, cubrían la corta distancia hasta el número 14 y entraban en la casa. El hombre caminaba a su lado, todavía agarrándola del brazo, sin decir nada. Se mostraba tan tenso, tan nervioso y tembloroso que, de haber sido una mujer, Leonora habría dicho que lo dominaba una histeria incipiente.

Cuando llegaron a la escalera delantera, la atrajo bruscamente hacia él y levantó la daga para que la viera.

– No necesitamos ninguna interferencia por parte de vuestros sirvientes.

Ella parpadeó mirando la daga, luego se obligó a abrir mucho los ojos y mirarlo como si no comprendiera.

– La puerta no está cerrada con llave. No tenemos que molestarlos.

Mountford se relajó un poco.

– Bien. -La empujó por la escalera. Parecía intentar mirar en todas direcciones al mismo tiempo.

Leonora alargó el brazo hacia la puerta; miró el rostro blanco de Duke, tenso, tirante y por un instante, se preguntó si sería prudente confiar en Tristan…

Tomó aire, levantó la cabeza y abrió la puerta. Rezó por que Castor no apareciera.

Duke entró con ella. La mantenía pegada a su lado. La mano en su brazo se relajó un poco cuando vio el vestíbulo vacío.

Leonora cerró la puerta sin hacer ruido y con un tono tranquilo y relajado, intrascendente, dijo:

– Mi tío y mi hermano estarán en la biblioteca. Es por aquí.

Mountford la mantuvo cogida del brazo y seguía mirando a un lado y a otro, pero atravesó con ella rápida y silenciosamente el vestíbulo y avanzó por el pasillo que daba a la biblioteca.

Leonora pensó frenéticamente, intentó planear lo que debería decir. Duke tenía los nervios a flor de piel, saltaría ante cualquier imprevisto. Sólo Dios sabía lo que podría hacer entonces. Leonora no se había atrevido a comprobar si Tristan y los otros los seguían, pero las viejas cerraduras de las puertas del sótano debían de costar más de forzar que las cerraduras modernas, menos pesadas.

Sin embargo, no sentía que hubiera tomado la decisión equivocada, Tristan la rescataría pronto, y también a Jeremy y a Humphrey. Hasta entonces, dependía de ella mantenerlos a todos a salvo. Su plan había funcionado hasta el momento y pensó que lo mejor sería continuar en la misma línea.

Abrió la puerta de la biblioteca y entró.

– Tío, Jeremy, tenemos un invitado.

Duke entró con ella y cerró la puerta de una patada.

Preguntándose cuándo la soltaría, Leonora mantuvo una expresión tonta e inofensiva.

– Me he encontrado con el señor Martinbury aquí al lado. Parece ser que ha estado buscando esa fórmula del primo Cedric. Dice que le pertenece. Le he dicho que a vosotros no os importaría compartirla con él…

Infundió a su voz hasta la última brizna de temblorosa indefensión que pudo, y toda la intención de que fue capaz a sus ojos. Si alguien podía confundir y bloquear a alguien con palabras escritas, ésos eran su hermano y su tío.

Los dos se encontraban en sus sitios habituales y ambos habían alzado la vista y se habían quedado paralizados.

Jeremy la miró a los ojos y entendió el mensaje que había en ellos. Su mesa estaba cubierta de papeles. Cuando empezó a levantarse de la silla, Mountford se dejó llevar por el pánico.

– ¡Quieto! -Sus dedos se cerraron con más fuerza sobre el brazo de Leonora. La atrajo hacia sí, haciéndole perder el equilibrio y caer contra él. Blandió la daga ante su rostro.

– ¡No hagáis ninguna tontería! -Frenético, miró a Jeremy y a Humphrey-. Sólo quiero la fórmula, dádmela y ella no saldrá herida.

Leonora sintió que su torso se inflamaba cuando inspiró.

– No quiero hacerle daño a nadie, pero lo haré. Quiero esa fórmula.

La visión del cuchillo había impresionado a Jeremy y a Humphrey y el tono elevado de Duke la estaba asustando a ella.

– Pero ¡bueno! -Su tío se levantó del sillón con dificultad sin preocuparse por el diario de su regazo, que cayó al suelo-. Usted no puede entrar aquí y…

– ¡Cierra la boca! -Mountford se movía impaciente. Sus ojos no dejaban de desviarse hacia la mesa de Jeremy.

Leonora no pudo evitar centrarse en la hoja del cuchillo que oscilaba ante sus ojos.

– Escuche, puede quedarse con la fórmula. -Jeremy empezó a rodear la mesa-. Está aquí. -Señaló la mesa con la mano-. Si usted…

– ¡No te muevas de ahí! ¡No des ni un paso más o le cortaré la mejilla!