Leonora lo miró a los ojos y luego lo abrazó rápidamente.

– Da igual, ha funcionado. Eso es lo que importa.

Su hermano soltó un bufido y miró hacia la puerta cerrada de la biblioteca.

– Menos mal. No queríamos hacer ruido y atraer la atención hacia nosotros, no sabíamos si distraeríamos a alguien en el peor momento. -Miró a Tristan-. Supongo que lo habéis atrapado, ¿no?

– Por supuesto. -Señaló hacia la puerta de la biblioteca-. Entremos, estoy seguro de que St. Austell y Deverell ya le habrán explicado cuál es su situación.

La escena que se encontraron sugería que ése era el caso. Mountford… Duke estaba sentado en una silla de respaldo recto, con la cabeza y los hombros gachos, en medio de la biblioteca. Tenía las manos atadas con una cuerda y le colgaban flácidas entre las piernas. También le habían sujetado un tobillo a una pata de la silla.

Charles y Deverell estaban apoyados en el borde delantero del escritorio, uno al lado del otro con los brazos cruzados, mirando al prisionero como si estuvieran pensando qué podrían hacerle a continuación.

Leonora contempló a Duke, pero sólo pudo verle un rasguño en uno de los pómulos. No obstante, a pesar de la ausencia de daños físicos, no tenía muy buen aspecto. Ayudó a su tío a sentarse en su sillón.

Deverell alzó la vista y miró a Tristan a los ojos.

– Podría ser una buena idea que trajéramos a Martinbury para que oiga esto. -Miró a su alrededor, evaluando el limitado espacio disponible para sentarse-. Podríamos traerlo en el diván.

Tristan asintió.

– ¿Jeremy?

Los tres salieron, dejando a Charles de guardia.

Un minuto después, se oyó un grave ladrido que venía de la parte delantera de la casa, seguido del repiqueteo de las patas de Henrietta sobre el suelo.

Sorprendida, Leonora miró a Charles, que no apartó la mirada de Mountford.

– Pensamos que nos ayudaría a convencer a Duke de lo equivocado que ha sido su comportamiento.

Henrietta ya estaba gruñendo cuando apareció en la puerta. Estaba enfadada y clavó sus resplandecientes ojos ámbar en Duke. Rígido, paralizado, atado a la silla, él la miró horrorizado. El gruñido de la perra bajó una octava. Agachó la cabeza y avanzó dos pasos amenazadora. Duke parecía a punto de desmayarse, pero Leonora chasqueó los dedos.

– Aquí, Henrietta. Ven aquí.

– Vamos, vieja amiga. -Humphrey se dio unas palmaditas en el muslo.

La perra volvió a mirar a Mountford, luego soltó un bufido y se dirigió hacia Leonora y Humphrey. Después de saludarlos, se dejó caer en el suelo entre los dos, apoyó la enorme cabeza sobre las patas y clavó una mirada implacablemente hostil en Duke.

Leonora miró a Charles. Parecía complacido.

Jeremy regresó y abrió la puerta de la biblioteca de par en par; Tristan y Deverell entraron el diván del salón con Jonathon Martinbury reclinado en él.

Cuando los vio, Duke soltó un grito ahogado. Se quedó mirando a su primo y el último resto de color abandonó su rostro.

– ¡Dios santo! ¿Qué te ha pasado?

Ningún actor podría haber hecho semejante interpretación; estaba sinceramente afectado por el estado en que se encontraba Jonathon.

Tristan y Deverell dejaron el diván en el suelo; el joven miró a Duke a los ojos.

– Creo que he conocido a algunos de tus amigos.

Duke parecía enfermo. Pálido, siguió mirándolo y luego negó con la cabeza.

– Pero ¿cómo lo supieron? Yo no sabía que estabas en la ciudad.

– Tus amigos son gente decidida y tienen muchos recursos. -Tristan se sentó en el diván junto a Leonora.

Deverell volvió a colocarse al lado de Charles mientras Jeremy, después de cerrar la puerta, atravesó la estancia y se sentó en su silla, detrás de la mesa.

– Bien. -Tristan intercambió miradas con Charles y Deverell y luego miró a Duke-. Estás en una situación muy grave y desesperada. Si tienes un mínimo de sentido común, responderás a las preguntas que te hagamos rápido, con claridad y sinceridad. Y, lo que es más importante, con exactitud. -Hizo una pausa y luego continuó-: No estamos interesados en escuchar tus excusas ni tus justificaciones, así que no malgastes saliva. Pero para que podamos comprenderlo, queremos saber qué te hizo empezar con todo esto.

Los oscuros ojos de Duke estaban fijos en el rostro de Tristan. Desde su lugar, al lado de este último, Leonora le podía ver la cara. Toda su violenta bravuconería lo había abandonado; la única emoción que había ahora en sus ojos era miedo.

Tragó saliva.

– Newmarket. Era la feria de otoño del año pasado. Yo nunca había tratado con los usureros de Londres, pero vi ese caballo… Estaba seguro… -Hizo una mueca-. Da igual, la cuestión es que me lié, me metí hasta el cuello. Y esos prestamistas tenían matones que actuaban como recaudadores. Me fui al norte, pero me siguieron. Y entonces recibí la carta sobre el descubrimiento de A. J.

– Así que fuiste a verme -intervino Jonathon.

Duke lo miró y asintió.

– Cuando los recaudadores me encontraron, unos días después, les hablé de ello, me hicieron escribirlo todo y se lo llevaron a su jefe. Pensé que mi promesa lo mantendría calmado durante un tiempo… -Miró a Tristan-. Ahí fue cuando las cosas pasaron de estar mal a convertirse en un infierno.

Tomó aire mientras miraba a Henrietta fijamente.

– El usurero revendió mis deudas con la promesa del descubrimiento.

– ¿A un caballero extranjero? -preguntó Tristan.

Duke asintió.

– Al principio, todo parecía ir bien. El extranjero me animó a conseguir el descubrimiento. Me dijo que estaba claro que no había necesidad de incluir a los demás… -Duke se ruborizó- a Jonathon y a los Carling, porque no se habían preocupado por el asunto en todo ese tiempo…

– Así que intentaste entrar en el taller de Cedric Carling de varias formas diferentes porque, a través del servicio, habías descubierto que estaba cerrado desde su muerte.

Duke volvió a asentir.

– ¿No pensaste en comprobar los diarios de tu tía?

El otro parpadeó.

– No. Quiero decir… bueno, ella era una mujer. Sólo podría haber estado ayudando a Carling. La fórmula definitiva tenía que estar en los libros de éste.

Tristan miró a Jeremy, que le dirigió una mirada irónica.

– Muy bien -continuó Tristan-. Así que tu nuevo patrocinador extranjero te animó a que encontraras la fórmula.

– Sí. -Duke se movió en la silla-. Al principio pareció divertido. Un desafío para ver si podría conseguirla. Incluso estaba dispuesto a financiar la compra de la casa. -Se le ensombreció el semblante-. Pero las cosas seguían sin ir bien.

– Podemos obviar todo eso, porque la mayoría de tus intentos los conocemos. Supongo que tu amigo extranjero se volvió cada vez más insistente, ¿verdad?

Duke se estremeció. Sus ojos, cuando se encontraron con los de Tristan, se veían angustiados.

– Me ofrecí a buscar el dinero, saldar mi deuda, pero no lo aceptó. Quería la fórmula, estaba dispuesto a darme todo el dinero que necesitara para conseguirla, pero eso o morir. ¡Hablaba en serio!

La sonrisa de Tristan era fría.

– Los extranjeros como él, normalmente hablan muy en serio. -Hizo una pausa, luego preguntó-: ¿Cómo se llama?

El poco color que el rostro de Duke había recuperado desapareció. Al cabo de un momento, se humedeció los labios.

– Me dijo que si le hablaba a alguien de él, me mataría.

Tristan inclinó la cabeza y le dijo con suavidad:

– ¿Y qué imaginas que te sucederá si no nos hablas de él a nosotros?

El otro se quedó mirándolo; luego desvió la vista hacia Charles, que le devolvió la mirada.

– ¿No conoces el castigo por traición?

Pasó un momento, luego Deverell añadió en voz baja:

– Eso suponiendo, por supuesto, que lograras llegar al cadalso. -Se encogió de hombros-. Lo cual con todos los ex soldados que hay actualmente en las prisiones…

Con los ojos como platos, Duke tomó una entrecortada inspiración y miró a Tristan.

– ¡Yo no sabía que era traición!

– Me temo que lo que has estado haciendo lo es.

Duke tomó aire de nuevo y luego soltó:

– Pero yo no sé cómo se llama.

Tristan asintió, aceptándolo.

– ¿Dónde vive?

– ¡No lo sé! Lo estableció así desde el principio. Tengo que encontrarme con él en St. James Park cada tres días e informarle de lo sucedido.


El siguiente encuentro sería al día siguiente.

Tristan, Charles y Deverell interrogaron a Duke durante otra media hora, pero no averiguaron mucho más. Era evidente que el hombre estaba cooperando. Leonora era consciente de lo nervioso, lo histérico que había estado antes y sospechó que se había dado cuenta de que si los ayudaba, ellos eran su única esperanza de poder escapar de una situación que se había convertido en una pesadilla.

La valoración de Jonathon había sido acertada; Duke era un bala perdida con pocos principios, un matón violento y cobarde, nada digno de confianza, pero no era un asesino y nunca había pretendido ser un traidor.

Su reacción a las preguntas de Tristan sobre la señorita Timmins fue reveladora. Pálido, explicó vacilante que había subido para comprobar las paredes de la planta baja, oyó una tos en la penumbra, alzó la vista y vio cómo la frágil anciana caía por la escalera para acabar muerta a sus pies. No fingía el horror que sentía. De hecho, fue él quien le cerró los ojos.

Mientras lo observaba, Leonora llegó a la conclusión de que se había impartido justicia, porque Duke no olvidaría nunca lo que había visto y lo que había provocado sin querer.

Finalmente, Charles y Deverell se lo llevaron al club para encerrarlo en el sótano bajo la atenta vigilancia de Biggs y Gasthorpe, junto con la comadreja y los cuatro matones que Duke había contratado para ayudarlo con las excavaciones.

Tristan miró a Jeremy.

– ¿Has identificado la fórmula definitiva?

El joven sonrió y cogió una hoja de papel.

– La he copiado aquí. Estaba en los diarios de A. J., todo bien anotado. Cualquiera podría haberla encontrado. -Le entregó la hoja a Tristan-. Sin duda, Cedric es responsable de la mitad del trabajo, pero sin A. J. y sus archivos, hubiera sido un infierno unir todas las piezas.

– Sí, pero ¿funcionará? -preguntó Jonathon. Había guardado silencio durante todo el interrogatorio, mientras asimilaba todo lo sucedido.

Tristan le entregó el papel y él lo estudió.

– Yo no soy botánico -comentó Jeremy-, pero si los resultados plasmados en los diarios de tu tía son correctos, entonces sí, su ungüento ayudará a que, cuando se aplique a heridas, la sangre se coagule.

– Y ha estado guardada en York durante los últimos dos años. -Tristan pensó en el campo de batalla de Waterloo, pero luego borró la imagen y se volvió hacia Leonora.

Ella lo miró a los ojos y le apretó la mano.

– Al menos, ahora la tenemos.

– Hay una cosa que no entiendo -intervino Humphrey-. Si ese extranjero estaba tan decidido a encontrar la fórmula, y fue capaz de ordenar la muerte de Jonathon aquí, ¿por qué no fue tras la fórmula en persona? -Arqueó las cejas-. Eso sí, estoy condenadamente feliz de que no lo hiciera. Lo de Mountford ya ha sido bastante malo, pero al menos hemos sobrevivido a él.

– La respuesta es una de esas sutilezas diplomáticas. -Tristan se levantó y se puso bien la chaqueta-. Si un extranjero de una de las embajadas estuviera implicado en el ataque o muerte de un joven desconocido o incluso de dos, el gobierno no lo vería con buenos ojos, pero ignoraría el incidente en gran medida. Sin embargo, si el mismo extranjero estuviera implicado en un robo y el uso de violencia en una casa de la zona rica de Londres, la casa de unos distinguidos eruditos, el gobierno sin duda se disgustaría y no se mostraría dispuesto a ignorar nada de lo sucedido.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Leonora.

Él vaciló, mirándola a los ojos, luego sonrió levemente, una sonrisa dedicada sólo a ella.

– Ahora nosotros, Charles, Deverell y yo, tenemos que transmitir esta información a la persona adecuada y ver qué desea hacer.

Ella se lo quedó mirando.

– ¿A vuestro antiguo jefe?

Tristan asintió.

– Nos volveremos a encontrar aquí para el desayuno, si estáis de acuerdo. Entonces, veremos cuáles son los planes.

– Sí, por supuesto. -Leonora extendió el brazo y le tocó la mano en un gesto de despedida.

Humphrey asintió magnánimamente.

– Hasta mañana.

– Por desgracia, vuestra reunión con el contacto del gobierno no va a poder ser hoy. -Jeremy señaló el reloj de la repisa de la chimenea con la cabeza-. Pasan de las diez.

Tristan se dirigió a la puerta, se dio la vuelta y sonrió.

– La verdad es que sí. El Estado nunca duerme.