Sin embargo, su alivio duró poco.

En cuestión de semanas, se habían producido dos intentos de robo en la casa. Ambos se habían visto frustrados, uno por los sirvientes y el otro por Henrietta. Aun así, Leonora habría descartado los sucesos como coincidencias de no ser por los siguientes ataques que ella misma había sufrido.

Eso había sido mucho más aterrador.

Sólo le había explicado esos incidentes a Harriet. A nadie más, ni a su tío Humphrey ni a su hermano Jeremy ni a ningún otro miembro del servicio. No serviría de nada poner nervioso al personal, y respecto a su tío y su hermano, si lograba que creyeran que los incidentes habían ocurrido realmente y no eran producto de la imaginación femenina, se limitarían a restringir sus movimientos, comprometiendo aún más su capacidad para lidiar con el problema, identificar a los responsables, averiguar sus motivos y asegurarse así de que no se producían más incidentes.

Ése era su objetivo y esperaba que el caballero de la casa de al lado la hiciera avanzar un paso más en su camino.

Cuando alcanzó la alta verja de hierro forjado instalada en el también alto muro de piedra, la abrió, salió a toda prisa, giró a la derecha hacia el número 12… y se topó con un monumento andante.

– ¡Oh!

Chocó violentamente con un cuerpo que parecía hecho de roca, que no retrocedió ni un centímetro, pero reaccionó a una velocidad de vértigo. Unas duras manos le sujetaron los brazos por encima de los codos. Saltaron chispas a causa de la colisión. Desde el punto en que los dedos la agarraban, las sensaciones se dispararon.

La sujetó, evitando que cayera, y también atrapándola.

Leonora se quedó sin respiración. Sus ojos, abiertos como platos, se toparon y luego se quedaron fijos en una dura mirada color avellana, una mirada sorprendentemente penetrante. Cuando se dio cuenta, el hombre parpadeó y unos pesados párpados descendieron para ocultar sus ojos. Aquel rostro, que hasta el momento parecía cincelado en granito, se suavizó en una expresión de natural encanto.

Los labios fueron lo que más cambió. Pasaron de una rígida y decidida línea a una curvada y seductora movilidad.

Le sonrió.

Leonora volvió a mirarlo a los ojos y se ruborizó.

– Lo siento mucho. Le ruego que me disculpe. -Nerviosa, retrocedió e intentó soltarse. Los dedos de él aflojaron su sujeción y sus manos se deslizaron por su piel. ¿Fue su imaginación o el movimiento había sido reacio? Se le puso la piel de gallina y se estremeció. Extrañamente jadeante, se apresuró a añadir-: No le he visto venir…

Dirigió la mirada hacia el número 12. Se dio cuenta de dónde venía él y que los árboles del muro de separación entre ambas casas debían de haberlo ocultado durante su examen previo de la calle.

Su aturullamiento se evaporó de repente; lo miró.

– ¿Es usted el caballero del número doce?

Ni siquiera parpadeó. Aquel rostro que poseía tanto encanto, no reflejó ni un ápice de sorpresa ante el extraño saludo, casi una acusación en el tono. El caballero tenía el pelo castaño, un poco más largo de lo que dictaba la moda; sus rasgos poseían un aire claramente aristocrático. Pasó un segundo, breve pero ostensible, luego, él inclinó la cabeza.

– Tristan Wemyss. Conde de Trentham, para mi desgracia. -Dirigió la mirada a la verja abierta detrás de ella-. ¿Debo suponer que vive ahí?

– Exacto. Con mi tío y mi hermano. -Levantó la barbilla, tomó aire y clavó los ojos en los del hombre, que resplandecían verdes y dorados bajo las oscuras pestañas-. Me alegra encontrarle. Deseaba preguntarle si usted y sus amigos son los compradores que intentaron adquirir la casa de mi tío el pasado mes de noviembre a través del agente Stolemore.

Él volvió a dirigir la mirada a su rostro y lo estudió como si pudiera ver mucho más de lo que a ella le gustaría. Era alto, de hombros anchos. Aunque el escrutinio al que la sometía no le dio oportunidad a Leonora de fijarse más, la impresión recibida era de una fachada elegante tras la cual se escondía una fuerza inesperada. Sus sentidos habían registrado la contradicción entre el aspecto del caballero y cómo éste había reaccionado cuando se topó con él.

Ni el nombre ni el título le decían nada todavía; lo comprobaría más tarde en Debrett's. Lo único que le pareció fuera de lugar fue el leve bronceado de su piel… Se le ocurrió una idea pero, presa de su mirada, no pudo precisarla. El pelo le caía en suaves ondas sobre los hombros y enmarcaba una amplia frente sobre unas arqueadas cejas oscuras que, en ese momento, se encontraban fruncidas.

– No -dijo él y, tras una leve vacilación, añadió-: Un conocido nos habló de que el número doce estaba en venta. Stolemore llevaba el asunto, en efecto, pero nosotros tratamos directamente con los propietarios.

– Oh. -La seguridad de Leonora desapareció y su actitud beligerante se desinfló. Así y todo, se sintió obligada a insistir-: Entonces, ¿ustedes no estaban tras las ofertas anteriores? ¿O los otros incidentes?

– ¿Ofertas anteriores? ¿Debo suponer que alguien tenía interés en comprar la casa de su tío?

– Sí. Mucho interés. -Casi la habían vuelto loca-. Sin embargo, si no fue usted ni sus amigos… -Se detuvo-. ¿Está seguro de que ninguno de ellos…?

– Muy seguro. Estuvimos juntos en esto desde el principio.

– Ya veo. -Decidida, tomó aire y alzó la barbilla aún más. El caballero le sacaba una buena cabeza de altura, con lo cual le resultaba difícil adoptar una actitud reprobadora-. En ese caso, me siento obligada a preguntarles qué pretenden hacer con el número doce, ahora que lo han comprado. Entiendo que ni usted ni ninguno de sus amigos usarán la propiedad como residencia.

Sus pensamientos, sus sospechas, se reflejaban claramente en sus maravillosos ojos claros. El tono era deslumbrante, ni violeta ni azul; a Tristan le parecieron del color índigo típico de las horas crepusculares. Su inesperada aparición, el breve, demasiado breve, momento de la colisión, cuando, contra todo pronóstico, la dama había caído en sus brazos… teniendo en cuenta sus anteriores pensamientos sobre ella, teniendo en cuenta su obsesión, que había ido aumentando a lo largo de las semanas, mientras, desde la biblioteca del número doce, la observaba pasear por el jardín; en definitiva, su repentina aparición lo había descolocado.

Pero la obvia dirección de los pensamientos de la joven lo hizo volver a centrarse de inmediato.

Tristan arqueó una ceja con un gesto levemente altivo.

– Mis amigos y yo sólo deseamos un lugar tranquilo donde reunirnos. Le aseguro que nuestros intereses no son en absoluto indignos, ilícitos ni… -Iba a decir «socialmente inaceptables», pero las matronas de la buena sociedad probablemente no estarían de acuerdo. Así que, mirándola a los ojos, continuó con elocuencia-: Ni provocarán el escándalo de nadie, ni siquiera de los más mojigatos.

Pero sus palabras, en vez de tranquilizarla, hicieron que entonase los ojos e insistiera:

– Pensaba que para eso estaban los clubes de caballeros. Hay muchos establecimientos así a pocas manzanas de aquí, en Mayfair.

– Cierto. Sin embargo, nosotros deseamos gozar de cierta intimidad. -No le explicaría las razones de la creación del club, por lo que, antes de que pudiera pensar en algún modo de sondearlo más, Tristan tomó la iniciativa-. Esa gente que intentó comprar la casa de su tío ¿fue muy insistente?

Los de ella brillaron al recordar el agravio.

– Demasiado insistentes. Se convirtieron, o más bien el agente se convirtió, en un verdadero incordio.

– ¿Quieres decir que los interesados nunca se dirigieron directamente a su tío?

Leonora frunció el cejo.

– No. Stolemore fue quien presentó todas las ofertas, pero eso ya fue bastante desagradable.

– ¿Por qué?

Cuando la joven vaciló, Tristan le explicó:

– Stolemore fue el agente encargado de la venta del número doce. Ahora mismo voy a hablar con él, y si fue odioso…

Leonora hizo una mueca.

– La verdad es que no puedo decir que lo fuera él. De hecho, sospecho que se veía forzado a serlo por aquellos a quienes representaba. Ningún agente podría permanecer en el negocio si habitualmente se comportara de semejante modo y, en algunas ocasiones, Stolemore parecía avergonzado.

– Entiendo. -La miró a los ojos-. ¿Y en qué consistieron los otros «incidentes» que ha mencionado?

Por la expresión de su rostro y el modo en que apretó los labios, le quedó claro que no quería decírselo y que deseó no habérselos mencionado siquiera.

Impasible, Tristan se limitó a esperar. Con la mirada fija en la de ella, dejó que el silencio se prolongara mientras mantenía una postura en absoluto amenazadora pero inamovible. Como muchos antes, la joven captó el mensaje perfectamente y, de un modo un poco mordaz, respondió:

– Hubo dos intentos de robo en nuestra casa.

Tristan frunció el cejo.

– ¿Los dos intentos después de que se hubieran negado a vender?

– El primero, una semana después de que Stolemore aceptara finalmente la derrota y se marchara.

Tristan vaciló pero fue ella quien dio voz a sus pensamientos.

– Por supuesto, no hay nada que relacione los robos frustrados con la oferta de comprar la casa.

Excepto su convicción de que había una conexión.

– Pensé -continuó- que si usted y sus amigos habían sido los misteriosos compradores interesados en la adquisición, eso significaría que los robos frustrados… -hizo una pausa y contuvo la respiración- no estaban relacionados, sino que tenían que ver con otra cosa.

Tristan inclinó la cabeza; hasta el momento, su lógica era sólida. Sin embargo, estaba claro que no se lo había contado todo. Dudó en presionarla, en preguntarle directamente si los robos eran el único motivo por el que había salido decidida a presentarle batalla, haciendo caso omiso de las normas sociales. Ella lanzó una rápida mirada a la puerta de la casa de su tío. Ya la interrogaría más adelante; en ese momento, Stolemore seguramente se mostraría más comunicativo. Cuando volvió a mirarla, Tristan le sonrió y lo hizo de un modo encantador.

– Creo que ahora estoy en desventaja respecto a usted.

Cuando ella parpadeó, él continuó:

– Dado que vamos a ser vecinos, creo que sería aceptable que me dijera su nombre.

Leonora lo miró. No con recelo, sino con atención. Luego inclinó la cabeza y le tendió la mano.

– Soy la señorita Leonora Carling.

Tristan le tomó brevemente los dedos mientras ampliaba la sonrisa y le entraron ganas de sujetárselos durante más tiempo. Así pues, no estaba casada.

– Buenas tardes, señorita Carling. ¿Y su tío es?

– Sir Humphrey Carling.

– ¿Y su hermano?

Empezó a ver que fruncía las cejas.

– Jeremy Carling.

Tristan siguió sonriendo, todo él concentrado en tranquilizarla.

– ¿Y vive aquí desde hace mucho tiempo? ¿El barrio es tan tranquilo como parece a primera vista?

Los ojos entornados de ella le indicaron que no la había embaucado y respondió sólo a la segunda pregunta.

– Muy tranquilo.

«Hasta hace poco.» Leonora le sostuvo aquella mirada tan inquietantemente penetrante y añadió, conteniéndose lo máximo que pudo:

– Y espero que siga siéndolo.

Vio que los labios de él temblaban antes de que bajara la mirada.

– Desde luego. -Con un gesto de la mano, la invitó a caminar a su lado los pocos pasos que había hasta la verja de la casa de su tío.

Ella se dio la vuelta, pero sólo entonces se percató de que con su gesto estaba reconociendo que había salido corriendo únicamente para encontrarse con él. Alzó la vista, lo miró a los ojos y supo que lord Trentham había reconocido la acción como lo que era, una clara confesión de su indiscreción. Y si eso no era lo bastante malo atisbó una chispa en sus ojos color avellana, un destello que cautivó sus sentidos y la dejó sin respiración, y que fue infinitamente más perturbador.

Pero entonces, las pestañas de él velaron sus ojos y sonrió del mismo modo encantador que antes. Y Leonora estuvo aún más segura de que aquella expresión era una máscara.

El caballero se detuvo ante la verja y le tendió la mano.

Las normas de cortesía la obligaron a ofrecerle los dedos para que los tomara una vez más.

Él cerró la mano y sus agudos ojos, que parecían ver demasiado, atraparon su mirada.

– Ahora que nos conocemos, me encantaría cultivar nuestra relación, señorita Carling. Le ruego que salude de mi parte a su tío; en breve vendré a visitarles para presentarles mis respetos.

Leonora inclinó la cabeza y se aferró a la cortesía aunque, en realidad, anhelaba liberar los dedos. Hizo un esfuerzo para evitar que se le agitaran entre los de él, porque su contacto, frío, firme, una pizca más fuerte de lo que debería, la afectaba de una forma de lo más peculiar.