Trentham no.

Había también otras anomalías. Su comportamiento, al conocer a una dama a la que no había visto nunca y de la que no podía saber nada, había sido demasiado dictatorial, demasiado firme. Había cometido incluso la temeridad de interrogarla, y lo había hecho sin pestañear, aun sabiendo que ella se había dado cuenta.

Leonora estaba acostumbrada a dirigir la casa, en realidad, a dirigir la vida de todos sus ocupantes; llevaba ejerciendo ese papel los últimos doce años. Era decidida, segura de sí misma, no se sentía intimidada en lo más mínimo por los hombres. Sin embargo, Trentham… ¿Qué tenía que la había hecho mostrarse no exactamente desconfiada, pero sí atenta, cuidadosa?

El recuerdo de las sensaciones que su contacto físico le había provocado, no una sino múltiples veces, surgió en su mente. Frunció el cejo y lo desechó. Sin duda se trataba de alguna trastornada reacción por su parte; no había esperado chocar con él, así que lo más probable era que fuera alguna extraña consecuencia de la conmoción.

Pasaron los minutos mientras permanecía sentada, mirando por la ventana, sin ver. Entonces, se movió, frunció el cejo y se concentró en determinar en qué punto se encontraban ella y su problema.

Independientemente de la desconcertante presencia de Trentham, había sacado el máximo provecho a su encuentro. Había descubierto la respuesta a su pregunta más acuciante, ni él ni sus amigos estaban detrás de las ofertas para comprar la casa. Aceptó su palabra sin dudarlo ni un momento; tenía algo que no dejaba ningún espacio para la duda. Asimismo, ni él ni sus amigos eran responsables de los intentos de robo, ni tampoco de los otros intentos de aterrorizarla, más inquietantes e infinitamente más desconcertantes.

Lo cual la dejaba con la duda de quién había sido.

Oyó que se abría la puerta y se dio la vuelta justo cuando Castor entraba.

– El conde Trentham está aquí, señorita. Quiere hablar con usted.

Una multitud de pensamientos se agolparon en su mente; una oleada de sensaciones desconocidas le revolotearon en el estómago. Resuelta, las aplastó y se puso de pie; Henrietta también se levantó y se sacudió.

– Gracias, Castor. ¿Mi tío y mi hermano están en la biblioteca?

– Sí, señorita. -El mayordomo le sujetó la puerta y luego la siguió.

– He dejado al conde en la salita de estar.

Con la cabeza alta, entró en el vestíbulo principal, a continuación se detuvo y miró la puerta cerrada de la salita de estar.

Sintió que algo en su interior se tensaba.

Volvió a detenerse. A su edad ya casi no necesitaba andarse con remilgos sobre quedarse a solas un breve momento en la salita de estar con un caballero. Podía entrar, saludar a Trentham y averiguar por qué quería hablar con ella, todo en privado. Sin embargo, no se le ocurría nada que él tuviera que decirle que requiriera intimidad.

Finalmente, algo la hizo optar por la prudencia. Se le puso la carne de gallina.

– Iré a avisar a sir Humphrey y al señor Jeremy. -Miró a Castor-. Dame un momento y luego lleva a lord Trentham a la biblioteca.

– Por supuesto, señorita. -El mayordomo se inclinó.

A algunos leones era mejor no tentarlos y Leonora tenía la fuerte sospecha de que Trentham era uno. Acompañada por el sonido del roce de sus faldas, se dirigió a la seguridad de la biblioteca. Henrietta la siguió.

CAPÍTULO 02

La biblioteca, que ocupaba todo un lateral de la casa, contaba con una serie de ventanas que daban tanto al jardín delantero como al trasero. Si su hermano o su tío fueran conscientes del mundo exterior, seguramente se habrían fijado en el visitante que se había acercado por el camino principal. Sin embargo, Leonora asumió que ninguno de los dos se había percatado, y la imagen con la que sus ojos se encontraron cuando abrió la puerta, entró y cerró sin hacer ruido, confirmó su suposición.

Su tío, sir Humphrey Carling, estaba sentado en un sillón colocado en ángulo frente al hogar, con un pesado tomo abierto sobre las rodillas y un monóculo especialmente potente que distorsionaba un ojo azul entornado ante los descoloridos jeroglíficos que se veían en las páginas. En su momento, había tenido una figura imponente y, aunque la edad había hecho que los hombros se le hundieran, había mermado la que había sido una leonina mata de pelo y había agotado su fuerza física, los años no habían tenido ningún efecto apreciable en sus facultades mentales; en los círculos científicos y de anticuarios todavía se lo veneraba como una de las dos autoridades más destacadas en la traducción de lenguas crípticas.

Su cabeza blanca, con aquel pelo ralo que le crecía desordenado y que llevaba más bien largo a pesar de los esfuerzos de Leonora, estaba inclinada sobre el libro y su mente claramente en… ella diría que el tomo que leía era de Mesopotamia.

Su hermano Jeremy, dos años más joven que Leonora y la segunda de las dos autoridades más destacadas en la traducción de lenguas crípticas, estaba sentado ante el escritorio, con la superficie de la mesa inundada de libros, algunos abiertos, otros amontonados. Todas las doncellas de la casa sabían que si tocaban algo de esa mesa, lo hacían por su cuenta y riesgo, pues, a pesar del caos, Jeremy siempre lo descubría al instante.

El joven tenía doce años cuando, junto con su hermana, se fue a vivir con Humphrey tras la muerte de sus padres. Entonces su tío vivía en Kent. Aunque la esposa de Humphrey ya había fallecido, la mayor parte de la familia consideró que el campo era un entorno más adecuado para dos niños que lloraban la pérdida de sus progenitores, en especial, porque todo el mundo aceptaba que Humphrey era el pariente favorito de ambos.

No fue una gran sorpresa que Jeremy, un ratón de biblioteca desde siempre, se contagiara de la pasión de su tío por descifrar palabras de hombres y civilizaciones desaparecidos hacía ya mucho tiempo. A los veinticuatro años, ya se estaba haciendo un hueco por sí mismo en ese campo cada vez más competitivo. Su prestigio aumentó cuando, seis años atrás, se trasladaron a Bloomsbury para poder presentar a Leonora en sociedad bajo la protección de su tía Mildred, lady Warsingham.

Sin embargo, Jeremy aún era su hermano pequeño; los labios de la joven se curvaron cuando contempló los anchos aunque delgados hombros, la mata de pelo castaño que, por más que la cepillaran, siempre se veía despeinada. Leonora estaba convencida de que se debía a que Jeremy se pasaba constantemente los dedos por la cabeza, aunque él le juraba que no lo hacía y ella nunca lo había pillado en falta.

Henrietta avanzó para colocarse frente al hogar. Leonora entró sin sorprenderse de que ninguno de los dos alzara siquiera la vista. Una vez, a una doncella se le había caído una bandeja de plata frente a la puerta de la biblioteca y ninguno de los dos se enteró.

– Tío, Jeremy, tenemos visita.

Ambos levantaron la cabeza y parpadearon del mismo modo inexpresivo.

– Ha venido a vernos el conde Trentham. -Se acercó al sillón de su tío mientras aguardaba con paciencia a que sus cerebros regresaran al mundo real-. Es uno de nuestros nuevos vecinos en el número doce. -Los ojos de ambos la siguieron, aún inexpresivos-. Ya os expliqué que un grupo de caballeros compró la casa. Trentham es uno de ellos. Creo que ha estado supervisando las reformas.

– Ah… comprendo. -Humphrey cerró el libro y lo dejó a un lado, junto al monóculo-. Un detalle por su parte venir a visitarnos.

Leonora se colocó detrás del asiento de su tío y no se le escapó la expresión perpleja de los ojos de Jeremy, que eran totalmente pardos, no de color avellana. Reconfortantes, aunque no tan penetrantes como los del caballero que entró en la estancia detrás de Castor.

– El conde de Trentham.

Una vez hecho el anuncio, el mayordomo se inclinó retirándose y cerrando la puerta tras de sí.

Trentham se había detenido en la entrada, mientras recorría con la mirada a los presentes; cuando se oyó el clic de la puerta, sonrió y, con su encantadora máscara, se acercó al grupo que estaba junto al hogar.

Leonora vaciló, repentinamente insegura.

La mirada del conde se entretuvo en su rostro, a la espera… luego miró a Humphrey, que se agarró a los brazos del sillón y, con un evidente esfuerzo, empezó a levantarse. Rápidamente su sobrina se acercó para echarle una mano.

– Por favor, no se moleste, sir Humphrey. -Con un elegante gesto, Trentham le indicó al anciano que no se moviera-. Agradezco que me hayan recibido. -Se inclinó, respondiendo al saludo formal de lord Carling-. Pasaba por aquí y he pensado que me perdonarían la informalidad, dado que somos vecinos.

– Por supuesto, por supuesto. Encantado de conocerle. Tengo entendido que está haciendo algunos cambios en el número doce antes de instalarse.

– Puramente estéticos, para hacer el lugar más habitable.

El anciano señaló a Jeremy.

– Permítame que le presente a mi sobrino, Jeremy Carling.

Éste, que se había levantado, rodeó la mesa y le estrechó la mano. En un principio, se mostró educado y correcto, pero cuando su mirada se encontró con la de Trentham, sus ojos se abrieron como platos y el interés resplandeció en su rostro.

– Pues ¡claro! Es usted militar, ¿verdad?

Leonora miró al conde, lo estudió. ¿Cómo podría habérsele pasado? Sólo su postura debería haberla alertado, pero eso combinado con el leve bronceado y las manos callosas…

Su instinto de conservación se despertó y la hizo retroceder mentalmente.

– Ex militar. -Con Jeremy claramente a la espera e interesado por saber más, Trentham añadió-: Era comandante en el regimiento de la Guardia Real.

– ¿Se ha retirado? -Jeremy sentía lo que Leonora consideraba un insano interés por las recientes campañas.

– Después de Waterloo, muchos de nosotros lo hemos hecho.

– ¿Sus amigos también pertenecían a la Guardia Real?

– Sí. -Trentham miró a Humphrey y continuó-: Por eso hemos comprado el número doce. Deseábamos un lugar para reunirnos más privado y tranquilo que nuestros clubes. Ya no estamos acostumbrados al ajetreo de la vida en la ciudad.

– Sí, bueno, eso puedo comprenderlo. -Humphrey, a quien nunca le había gustado el ambiente de la alta sociedad, asintió con profunda emoción-. Si buscan paz y tranquilidad, han venido al rincón perfecto de Londres.

Entonces, el anciano se volvió, alzó la mirada hacia Leonora y sonrió.

– Casi me había olvidado de ti, querida mía. -Volvió a mirar al conde-. Mi sobrina, Leonora.

Ella le hizo una reverencia.

La mirada de Trentham se mantuvo clavada en la suya mientras se inclinaba.

– La verdad es que antes me he encontrado a la señorita Carling en la calle.

¿Que se había encontrado? Leonora saltó antes de que Humphrey o Jeremy pudieran preguntar.

– Lord Trentham se marchaba cuando yo salía y ha tenido la amabilidad de presentarse.

Sus miradas se encontraron de nuevo, directa, brevemente. La joven la desvió hacia su tío.

Éste estaba evaluando a Trentham y fue evidente que aprobaba lo que vio. Le señaló el diván, al otro lado del hogar.

– Siéntese, por favor.

Trentham miró a Leonora y le señaló el diván.

– ¿Señorita Carling?

Era de dos plazas y no había otro lugar donde sentarse, así que tendría que hacerlo a su lado. Lo miró a los ojos.

– ¿Quizá debería pedir que prepararan algo de té?

La sonrisa de él adquirió cierto toque de impaciencia.

– Por mí, no. Se lo ruego.

– Ni por mí.

Jeremy apenas negó con la cabeza mientras regresaba a su silla.

Leonora tomó aire con la cabeza alta, en un gesto disuasorio, y salió de detrás del sillón para dirigirse al extremo del diván más cercano al fuego y a Henrietta, que estaba tumbada como un peludo ovillo. Muy correctamente, el conde aguardó a que ella se sentara y luego hizo lo propio a su lado.

No se le acercó a propósito; no tuvo que hacerlo. Debido a la estrechez del diván, le rozaba el hombro con el suyo. Leonora notó que le faltaba el aire; la calidez que manaba del punto de contacto se extendió, deslizándose bajo su piel.

– Tengo entendido -comentó Trentham en cuanto acomodó con elegancia las largas piernas- que alguien ha tenido un considerable interés por comprar esta casa.

Humphrey inclinó la cabeza y su mirada se desvió hacia su sobrina.

Ella esbozó una inocente sonrisa e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

– Lord Trentham iba a reunirse con Stolemore y yo le he mencionado que nos conocíamos.

El anciano bufó.

– ¡Por supuesto! Ese sinvergüenza cabeza de chorlito. No había forma de meterle en su dura mollera que no estábamos interesados en vender. Por fortuna, Leonora lo convenció.