Entonces había intuido que la casa era obra de Mark. Ahora, al ver el plano de la casa en la que había puesto su corazón, sintió ganas de llorar.

– El centro infantil va a hacer un mercadillo de ropa usada el domingo, Mark. He estado revisando mi ropa, y he pensado que tú podías tener algo que ya no te sirva.

Mark levantó la vista. Los últimos días Jane se había mostrado distante y reservada. Se ocupaba de todo a la perfección, pero había algo que no iba bien. Cada vez que intentaba hablar con ella corría a hacer algo que aparentemente no podía esperar ni un momento.

– Te lo advierto, una vez que entras en el círculo social del pueblo, ya no hay forma de salir. ¿Aún no te han enrolado en el comité de actividades del ayuntamiento?

– No voy a participar en el mercadillo, Mark. Al menos esta vez -dijo ella sin mirarle a los ojos-. Además este fin de semana estamos comprometidos, ¿recuerdas?

– Por supuesto. Entonces será mejor que no regales tu pijama -bromeó él sin poder evitarlo.

– Espero que tú tengas alguno -inquirió ella.

– No estoy muy seguro.

Jane hizo un esfuerzo por contenerse. Hasta entonces no había comprendido a lo que se enfrentaba, cuánto seguía amando a Caroline. Qué necia había sido al pensar que algún día podría ganarse su amor.

– No tenemos por qué ir, Mark -dijo por fin, ofreciéndole una salida-. Puedo inventar cualquier excusa.

– No, sabes que nos esperan. Se supone que es un secreto, pero han planeado una gran fiesta. Así que había hablado con sus padres.

– Oh.

– No te pongas tan trágica -dijo él sonriendo-. Te prometo que no roncaré…

– ¡Basta ya! -saltó ella-. ¿Quieres dejar de decir tonterías y tomarte esto en serio?

– Oh, ¿así que es serio? Yo creía que hablábamos de un simple mercadillo. Bien, pues encontrarás toda la ropa de Caroline en uno de los cuartos de arriba. Llévate lo que quieras. Seguro que se vende mejor que mis camisas viejas.

Jane lo miró asombrada. Y era comprensible, porque él mismo estaba asombrado ante lo que acababa de decir. Aquello era algo que tenía que haber hecho mucho antes, pero nunca hubiera sospechado que podía ser tan fácil.

Sin una palabra, Jane se dio media vuelta y salió de la habitación. Mark la oyó subir las escaleras hasta el segundo piso, donde había media docena de habitaciones que servían principalmente de trasteros. Al cabo de un momento subió tras ella. Jane estaba ante un gran armario en el que colgaba la sofisticada ropa de diseño que había pertenecido a Caroline.

– Supongo que esto será un éxito en el mercadillo -comentó simplemente.

Jane había esperado encontrar unas cuantas bolsas de ropa. De buenas marcas, por supuesto. Caroline Hilliard no debía vestir cualquier cosa. Pero la realidad iba mucho más allá. Le costaba imaginar que una mujer pudiese tener tanta ropa tan elegante.

– Pero no puedes… No puedo… -Jane sacudió la cabeza sin saber qué decir.

– ¿Por qué? Solo es ropa. Si quieres quedarte tú algo… -ella negó con la cabeza-. Por supuesto.

– Hablame de ella, Mark -dijo por fin. «Muéstrame el fantasma».

– ¿Quieres que te hable de Caroline? -Mark pareció reflexionar un momento-. Caroline es lo que ves a tu alrededor, Jane. La casa, la ropa, la perfección en todo. Supongo que fue su obsesión por la perfección lo que acabó matándola.

– Pero si se ahogó… -dijo ella desconcertada.

– Padecía depresión postparto, Jane. No fue un accidente.

– Oh -Jane no pudo evitar un estremecimiento-. No lo sabía.

Mark le pasó un brazo por los hombros.

– Ven, vamos abajo. Mañana haré que se lleven todo esto.

– No -Jane lo miró a los ojos-. Déjame a mí. Pero no lo llevaremos al mercadillo. No quiero que la gente hable de Caroline, que manoseen sus cosas-. No sería… correcto.

– No sé si merezco esa consideración por tu parte, Jane. Pero gracias.

De nuevo en el salón, tenuemente iluminado, Mark sirvió dos copas de brandy y le ofreció una a Jane, que la aceptó con gesto ausente.

– Eramos la pareja ideal, ¿sabes? -dijo él con un leve dejo de amargura-. Lo teníamos todo, dinero, posición social, estilo… Y por un tiempo eso fue suficiente. Entonces Caroline decidió que quería tener un hijo. Todas sus amigas los tenían. Era un accesorio fundamental. Resplandecían durante el embarazo, daban a luz y pasaban el resultado a una niñera para que se lo cuidara. Todo parecía muy fácil.

– ¿Y tú qué pensabas? -preguntó Jane mirándolo muy seria.

– ¿Yo? Estaba encantado. Feliz. Era como si el mundo fuera mío -dio un largo sorbo a su copa-. Los primeros meses todo fue bien. Ella disfrutaba de la atención de todo el mundo, leía libros sobre bebés… Iba a ser la madre perfecta. Pero de repente… -sacudió la cabeza frunciendo el ceño-. No lo sé. Fue presa del pánico. Al principio era muy divertido, pero la realidad era demasiado dura para ella, e intentó darle la espalda. Me culpó a mí, por supuesto. Y tenía razón. Caroline era como una figura de cristal perfecto. Exquisita, pero muy frágil. Debí imaginar que no lo resistiría.

– Mark…

– El embarazo no la había afectado mucho, pero de repente empezó a sufrir ataques de nervios. Jamás me he sentido tan impotente como entonces -Mark se asomó a las profundidades de su copa-. Los últimos tres meses fueron un infierno, pero pensé que al nacer la niña todo cambiaría. Y lo que hizo fue empeorar. Perdió el interés por todo. Hasta por su aspecto.

Jane tenía un nudo en la garganta. No podía llorar. Él necesitaba que fuera fuerte y que escuchara hasta el final.

– No quería tocar a Shuli. Ni siquiera podía verla. Contratamos a una niñera, pero no podía sustituirla. Yo hacía lo que podía, pero mi trabajo empezaba a resentirse. Quizá si la madre de Caroline hubiera vivido las cosas habrían sido diferentes.

Jane pensó en su madre, en cómo había estado siempre al lado de sus hermanas. Y de ella misma. Como una tabla de salvación.

– Sí -dijo pensativa-. Una madre hace que todo sea diferente.

– Era incapaz de enfrentarse a aquella criatura que dependía totalmente de ella. Estaba desesperada por escapar. Cuando unos amigos le sugirieron que pasara un par de semanas con ellos en el Mediterráneo pareció ver el cielo abierto. Que Dios me perdone, pensé que le haría bien. El sol, el mar… Le encantaba nadar.

– Pudo ser un accidente, Mark. Incluso los nadadores más expertos pueden verse en dificultades.

– Me envió una carta. La llevó a la oficina de correos y la certificó para estar segura de que llegaría a su destino. Cuando la recibí ella ya había muerto.

– Mark, lo siento…

El asintió, pero su sonrisa no llegó a sus ojos.

– Fue el último acto de una perfeccionista. Dejar una nota habría sido demasiado escandaloso. Todo el mundo se habría enterado de que había fracasado en la prueba más importante para una mujer. La maternidad. La carta solo era para mí, decía que lo sentía…

– Mark, no fracasó. Necesitaba ayuda.

– Y no unas vacaciones -concluyó tristemente-.No, no busco excusas. Fui yo quien fracasó, como marido -dijo tomando la mano de Jane-.Pero te prometo que esta vez no fallaré, Jane.

Por un momento Jane creyó que iba a abrazarla. Ello hubiera significado que todavía había esperanzas. Pero Mark se levantó al oír a Shuli llamarlos desde su habitación.

– Está entusiasmada con lo del fin de semana. Se muere de ganas de conocer a sus nuevos primos. ¿Te importa subir con ella? Yo sacaré a Bob a dar una vuelta.

Jane hubiera querido gritar para sacudirse la frustración, pero comprendió que necesitaba estar a solas.

– No lo dejes meterse en los charcos -dijo simplemente.

CAPITULO 10

J


ANE estaba sentada junto a la ventana. Era una noche cálida y silenciosa, y se podía oler la madreselva en el jardín de la casa de sus padres.

Mark había tenido la consideración de quedarse abajo con la excusa de sacar a pasear a Bob antes de subir a acostarse, dándole así a ella tiempo para meterse en la cama, cerrar los ojos y fingir que dormía.

Apenas habían tenido tiempo de hablar en todo el día. La noche anterior había esperado a que volviera, pero él debía haber dado un largo paseo en compañía de sus recuerdos. Y en el camino hacia la casa de sus padres Shuli había reclamado toda la atención. Entre historias y juegos, el viaje se había pasado en un abrir y cerrar de ojos, y al llegar la cena estaba preparada y la familia en pleno ansiosa por conocer a Mark.

Pero ahora iban a quedarse solos, y Jane lo tenía todo planeado. Él solo tenía que besarla. Ella haría el resto. Se sobresaltó ligeramente al oír unos suaves golpes en la puerta. Varios segundos después se abrió y Mark entró. El corazón de Jane martilleaba en su pecho.

– ¿Estás dormida? -entonces la vio junto a la ventana-. Oh.

– No enciendas la luz -murmuró ella sin volverse, y extendió una mano hacia él-. Hay una zorra en el jardín. Ven aquí.

Por un momento pensó que no iba a acercarse, pero él tomó su mano y apoyó la rodilla en el alféizar de la ventana, asomándose a las sombras.

– ¿Dónde?

– Ahí -señaló ella. Él se acercó más. Su pecho tocó la espalda desnuda de Jane-. Está con sus cachorros. ¿Los ves, Mark? -dijo volviéndose hacia él.

Su rostro era una máscara impenetrable a la luz de la luna, sombras blancas y negras, como el negativo de una vieja foto.

– Sí -dijo él-. Los veo -entonces se inclinó hacia ella y la besó tan tierna y brevemente que ella no tuvo tiempo de responder-. Vete a dormir, Jane.

– Mark…

– Mañana, Jane. Duerme. No te molestaré.

Había pasado su oportunidad. Dando gracias a que las sombras ocultaban su sofocante vergüenza, Jane se apartó de él y se tendió en el lado más lejano de la cama, dándole la espalda. Pero no habría sido necesario. Él mantuvo su palabra, y se quedó sentado junto a la ventana, mirando a la noche.

En cuanto al día siguiente, ¿qué podía importar? Él había dejado clara su posición desde el principio, aunque en su ingenuidad ella hubiera pensado que podía ganarse su corazón.

– Mamá, ¿puedo hablar contigo?

– Por Dios, Jane, ¿aún no estás arreglada? Hemos quedado con tus hermanas en menos de una hora.

– Es una comida de sábado en el pub, tampoco hay por qué vestirse de etiqueta -en ese momento reparó en que, efectivamente, su madre vestía sus mejores galas.

– Te equivocas, querida. Elizabeth ha encontrado un restaurante nuevo maravilloso, y no es un sitio donde se pueda ir en vaqueros. ¿Por qué no te pones esa preciosidad de vestido que llevaste en tu boda?

– No…

– Por favor, haz un esfuerzo, Jane. Haz como tus hermanas.

– Por el amor de Dios, mamá. Probablemente he cometido el mayor error de mi vida y lo único que te interesa es que esté a la altura de mis hermanas.

– ¿Qué error?

– Mark no me quiere. Pensé que podía conseguir que…

Su madre la abrazó y toda la verdad brotó de sus labios como un torrente.

– ¿Qué voy a hacer ahora?

– ¿Qué vas a hacer? -su madre le acarició una mejilla-. No necesitas que yo te diga lo que vas a hacer, querida. Vas a subir a tu habitación, te vas a poner tu precioso vestido y…

– No puedo.

– Sí, Jane, claro que puedes. No tienes elección. Ellos te necesitan. Mark fue honesto contigo, y tú has aceptado como hija a una pequeña que te adora,

– Y yo a ella.

– Por supuesto. Igual que yo te adoro a ti. Y sé que no los abandonarás a ninguno de los dos.

– No.

– Puede que esto no sea el romance del siglo, Jane, pero en un matrimonio hace falta mucho más que eso. Hace falta trabajo y compromiso, y a veces hay que mantener el tipo.

– Ojalá pueda ser tan buena madre para Shuli como tú lo has sido para mí.

– Antes me preocupaba mucho, Jane, pero algo debo haber hecho bien. Eres fuerte. Y serás una madre maravillosa para Shuli. Y tendrás tus propios hijos. Date un poco de tiempo.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Eso quién puede saberlo? -su madre miró el reloj y dejó escapar un gemido de pánico-. Vayamos paso a paso. Por ahora tienes veinte minutos.

– ¿Por qué paramos aquí? -Jane miró a su alrededor al ver que su madre aparcaba delante de la iglesia-. ¿Qué hacen todos estos coches aquí?

– Algo de la parroquia… -dijo su madre vagamente, como si fuera suficiente explicación-. Acabo de acordarme de que tenía que darle un recado al párroco. Será un minuto. ¿Por qué no vas a ver a tu abuela? Siempre le contabas tus problemas cuando eras pequeña.

– ¿Crees que ella tendrá una respuesta? Su madre, que iba a salir del coche, se detuvo y posó una mano sobre la suya.

– No pierdes nada por preguntar.

– No -Jane salió del coche, rodeó la iglesia y se dirigió al rincón del cementerio donde estaba enterrada su abuela. Pero allí ya había alguien.