De pronto lo invadió una oleada de dolor, el dolor que siente todo hombre que teme haber entregado su amor a una mujer que no lo merece, y se hizo tan intenso que a punto estuvo de gritar y se vio obligado a apoyarse en una farola. Nunca había experimentado ese sentimiento de desesperación e impotencia, ni siquiera cuando, años atrás, tuvo que decir adiós a Dianora.[6] Quitándose el sombrero con un ademán brusco, cerró los ojos y dejó que la fría lluvia le empapara la cabeza. Sus lágrimas, que fluían a su pesar, se mezclaron con las gotas de agua.
Una voz femenina le hizo abrir los ojos.
—¿Necesita ayuda, señor? Parece usted indispuesto.
La desconocida, que se guarecía bajo un gran paraguas, era joven, bastante bonita y llevaba un tocado de terciopelo que resaltaba su tez luminosa. Morosini consiguió sonreírle.
—Gracias, señora. Ya se me está pasando. Es una antigua herida de guerra que a veces vuelve a atormentarme.
Ninguno de los dos pudo decir nada más, porque de una limusina verde que se paró junto a ellos surgió un chófer vestido con uniforme negro, el cual, acercándose a Morosini, lo tomó del brazo con tal autoridad que éste, pillado por sorpresa y con la guardia baja, no fue capaz de protestar.
—Su excelencia no debería salir con un tiempo así. Ya se lo he dicho a su excelencia, pero se niega a hacerme caso. Menos mal que lo he visto —dijo el chófer, cuyo aspecto mongol de pronto le resultó familiar a Morosini.
Mientras el conductor lo arrastraba hacia el vehículo, Aldo apenas tuvo tiempo de dirigir una última palabra de agradecimiento a la caritativa londinense, pues una mano lo atrajo al interior del potente automóvil y lo obligó a sentarse sobre los cojines de terciopelo. Se encontró junto a un hombre con el rostro parcialmente oculto por el ala de un elegante sombrero, unas gafas de sol y el cuello subido de una pelliza forrada de astracán. Pero lo que primero llamó la atención de Aldo fue el bastón de ébano y empuñadura de oro con el que jugueteaba una mano enguantada. Su sorpresa fue tan grande que de momento se le olvidaron sus pesares.
—¿Usted aquí? —dijo sin aliento—. ¡Qué inesperado!
—En efecto. Debe saber que sólo he venido para verlo, y que le hemos estado siguiendo desde que salió del hotel.
—Pero... ¿por qué?
—Porque al enterarme de la muerte de Ferrals me temí que ocurriría lo que está ocurriendo: el amor que siente por la hija de Solmanski ya ha empezado a destruirlo y lo conseguirá si no ponemos remedio.
—¿No exagera usted un poco? —protestó Morosini—. ¿Quedar destruido yo?
—Todavía no, pero ya lo verá. Piense que en unas pocas horas ha pasado de la felicidad a la duda y al sufrimiento. Porque usted está sufriendo, lo lleva escrito en la cara.
Morosini se encogió de hombros y se dedicó a secarse lenta y ostentosamente los cabellos con el pañuelo.
—¡Son cosas que pasan! —dijo, suspirando—. De momento tengo lá impresión de haberme vuelto idiota, ya no sé qué creer ni qué pensar.
—¿Y si pensase en otra cosa?
La voz profunda y con sonoridades de violonchelo de Simon Aronov tenía una entonación amable, pero Aldo percibió un velado reproche que le hizo sonrojar.
—Usted insinúa que no he venido aquí para ocuparme de los asuntos de lady Ferrals y confieso que tiene toda la razón —declaró—, pero se han producido nuevos acontecimientos. Seguro que ya lo sabe... y debe admitir que la muerte de Harrison ha cambiado muchas cosas. En la situación en que estamos Vidal-Pellicorne y yo, he creído que mientras Adalbert hacía averiguaciones yo podría dedicarme a la que...
—La que lo ha embrujado y por la que ya arriesgó usted la vida. Está dispuesto a volver a hacerlo y no puedo reprochárselo, es una reacción humana, muy propia, además, de su manera de ser. Pero yo le pido que evite mezclarse en este asunto..., por lo menos durante un tiempo. ¡Es demasiado peligroso!
—¿Peligroso? ¡Qué va! Hasta ahora he actuado de acuerdo con el superintendente Warren, a quien debo informar de lo que haya podido descubrir. ¿Dónde está el peligro?
—En el Claridge. Solmanski acaba de llegar de América.
—Lo sé. Ayer lo vi entrar en casa de su yerno y salir de allí furioso.
—Reconozca que tenía por qué estarlo. Volvía tranquilamente con objeto de asistir a la venta del diamante, encantado sin duda de haberse enterado de la muerte de su yerno, cosa que le iba a permitir recobrar a la vez el zafiro, o lo que creía ser la piedra original, y una cuantiosa fortuna. En cambio, arrestan a su hija y la Rosa de York ha desaparecido. Y se trata de un hombre que detesta las contrariedades.
——No me cabe duda, pero eso no me aclara por qué corro peligro al tratar de encontrar al verdadero asesino.
—Recuerde lo que le dije en Venecia: si se cruza en el camino de Solmanski, de inmediato estará en peligro. Ha de comprender que su hija es su mejor instrumento y que no permitirá que nadie se interponga entre ellos dos.
—Sólo quiero interponerme entre ella y la horca. ¿Por ventura no sabe que está perdida si nadie acude en su ayuda, y que se enfrenta a un fiscal empeñado en hundirla? Ningún abogado defensor conseguirá que su acusador cambie una coma de la inculpación.
—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿por qué no deja que Scotland Yard haga su trabajo? Esos policías son muy hábiles y capaces de atrapar a ese polaco que ha huido. Además, Solmanski nunca permitirá que su preciosa hija sea ejecutada, ni siquiera condenada. No quiera usted inmiscuirse en este lío. De hecho, ¿no acaba de decirme que ya no sabe qué pensar?
—Es verdad, lo he dicho, pero es que usted no lo puede comprender.
—Entonces, explíquemelo —suspiró Simon Aronov—. No tengo ninguna prisa y Wong puede dar otras dos o tres vueltas a Hyde Park. Usted ha hablado hoy con tres personas. Tal vez yo podría ayudarlo a ver las cosas más claras si quisiera contarme lo que le han dicho.
—Pensándolo bien, ¿por qué no?
Aldo sabía exponer los hechos sin entrar en detalles, de modo que consiguió relatar sus tres entrevistas sin volver a sentir la angustia que antes lo había atormentado.
—¡Bueno! —exclamó cuando hubo terminado—. ¿Qué le parece? ¿Cuál de las versiones es la auténtica? ¿Quién dice la verdad?
—Ninguno de ellos y todos. Cada uno se aferra a «su» verdad y la disfraza según su propio temperamento. El secretario se regodea en su papel de vengador hasta el punto de no negar su frustración sexual, pero es difícil creer que un patrón pueda inspirar una devoción tan honda como para justificar ese encarnizamiento con Anielka. La fiel criada vive con la nostalgia del enamoramiento adolescente de su señora. En cuanto a lady Ferrals, la inesperada visita de usted le hizo el efecto de la aparición milagrosa del Caballero del Cisne. Ha comprendido que usted sigue amándola y seguramente eso ha influido en su relato, quizá de una forma inconsciente, porque es todavía muy joven.
—¿No quiere usted creer que ella me ama?
—Sí, ¿por qué no? Supongo que lo quiere... también. Pero no se aferré a esta única idea. Perderá la razón... y quizá la vida, ¡créame! Termine lo que ha empezado yendo a contarle al superintendente su visita a la cárcel. Luego retírese del asunto, al menos durante un tiempo. Lo que hay que hacer es seguir la pista del diamante antes de que se borre.
—¿La pista? Pero si no tenemos ninguna, ya que la piedra que ha causado los asesinatos es falsa.
—Tal vez si buscan ustedes la falsa tendrán más probabilidades de encontrar la auténtica. ¿Qué está haciendo Adalbert en estos momentos?
—No se separa de un periodista bajito y astroso que ha tenido la suerte de ver salir a los asesinos. Por lo visto eran chinos —añadió Aldo, mirando de reojo al chófer.
—Todos los orientales no son chinos, pero ese periodista sin duda no conoce lo que los diferencia unos de otros. Por ejemplo, Wong ha nacido en el país de la Mañana apacible, es coreano. Dicho esto, creo que Adalbert hace muy bien al dar importancia a las informaciones más nimias.
—Y yo debería hacer lo mismo —dijo Morosini, esbozando por primera vez una leve sonrisa—. Pero, en resumidas cuentas, ¿por qué piensa que buscando la gema falsa encontraremos la verdadera? No hay ninguna razón que apoye esta idea. Han matado a Harrison únicamente para apropiarse de lo que creían ser la joya del Temerario y no hay más.
—A menos que, al ver que la campaña de cartas anónimas no daba resultado, la persona que buscamos haya encontrado ese medio simple y práctico de retirar de la circulación un objeto molesto sin darse a conocer.
—En cuyo caso lo habrá destruido y no encontraremos nada.
El Cojo emitió una risita afable e indulgente.
—¿Es posible que conozca tan poco a sus clientes y colegas, los que sienten pasión por las joyas antiguas? La que ha sido robada es una copia, ¡pero es tan perfecta y tan bella! Si el propietario del diamante auténtico es el inductor del asesinato, no querrá separarse de ella, sino que la conservará, en calidad de curiosidad, con el mismo celo que la piedra original.
—A estas alturas yo ya debería saber que usted tiene salida para todo —dijo Aldo sin conseguir ocultar su malhumor—. Sin embargo, nada indica que la pieza en cuestión siga en Inglaterra, ni siquiera que su hermanastra esté en el país. El hecho de emplear a orientales...
—Es algo facilísimo en Londres para quien puede pagar. Los barrios bajos junto al Támesis están llenos de chinos y de individuos de toda ralea que son la escoria del imperio. De todos modos, el recorrido del diamante hasta nuestros días demuestra que Inglaterra siempre ha tenido sus preferencias.
—¿Conoce usted ese recorrido? Por mi parte, sólo sé que era el motivo central de una alhaja de buen tamaño que representaba las armas de la casa de York y que recibía el nombre de la Rosa Blanca, y que ésta desapareció junto con otras joyas a raíz del saqueo del campamento del Temerario después de la batalla de Grandson, en 1476. Dicen que la ciudad de Basilea adquirió en secreto algunas de esas alhajas, a pesar del acuerdo suscrito con otros cantones que deseaban reunir el tesoro entero. Más adelante, Basilea las vendió a los Fugger de Augsburgo.
—No a «los» Fugger, sino a Jacob Fugger, el hombre más rico de Europa en aquella época. El de la rama de la flor de lis, que se distinguía de los de la rama de la ardilla, de menor rango. Aunque por entonces el diamante que constituía la flor en sí ya había sido extraído del conjunto. Pero la piedra era tan hermosa que Jacob se negó a venderla y fue su sobrino Mathias el que, después de la muerte de su tío, se la cedió a Enrique VIII de Inglaterra junto con un rubí que también había pertenecido al duque de Borgoña.
»E1 diamante formó parte del tesoro de la Corona inglesa hasta que Carlos I se lo regaló a su favorito, George Villiers, duque de Buckingham, para agradecerle el haber llevado a buen término las negociaciones de su matrimonio con Enriqueta de Francia. La Rosa de York..., ya no se llamaría de otro modo..., fue heredada por el segundo duque, y a partir de ahí su pista desaparece. Según habladurías de la corte, parece ser que éste la perdió en una partida de naipes contra la actriz Nell Gwyn, a la sazón amante del rey Carlos II y encinta del hijo que iba a darle en aquel año de 1670. El niño sería uno de los numerosos bastardos de ese soberano demasiado adicto a los placeres y que nunca logró tener un heredero con su esposa, Catalina de Braganza.
—Eso bien podría ser la verdad, a mí me parece muy plausible. Y a partir de entonces, ¿ya no se sabe nada más?
—Poca cosa. Se rumorea que la piedra fue a parar dos o tres veces a manos de usureros que, por ser judíos, no ignoraban la tradición del pectoral. Pero una cosa es segura: desde el siglo XVII la Rosa de York no ha salido nunca de esta isla.
—Quizá tenga usted razón. Sin duda ya sabe de qué modo se realizó el robo en la joyería de Harrison, ¿no?
—Confieso que desconozco los detalles. Este crimen me ha cogido por sorpresa.
—Pues bien, los asesinos debieron de enterarse, por alguna indiscreción, de que una dama muy anciana y muy noble deseaba ver el diamante en privado antes de que fuera depositado en la sala Sotheby's. Entraron en la joyería casi pisándole los talones, pero ella tuvo tiempo de huir con ayuda de su doncella y de regresar a su casa, donde se acostó. Sin embargo, lo que resulta chocante, a tenor del relato que usted acaba de hacerme, es que la dama en cuestión es lady Buckingham.
Aronov profirió una exclamación.
—¿Lady Buckingham? ¿Está seguro?
—Sin duda alguna. Harrison no habría aceptado su visita si se hubiera tratado de una persona corriente.
—Me ha dejado estupefacto, querido amigo. Resulta que conozco a esa señora. Creo recordar que no sólo tiene muchos años sino que tiene paralizadas las piernas.
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