—Ha ocurrido una cosa —susurró el arqueólogo—. ¿No has oído el motor de un coche?
—Sí, pero...
—Hay uno al final de la calle, aparcado en un rincón y con las luces apagadas. En él venía una mujer que ha entrado en la taberna.
—Bueno, ¿y qué? No será la primera.
—Una con tanto estilo, sí. Sólo he visto un abrigo de pieles negro, unas piernas esbeltas y una cabeza envuelta en un velo tupido, pero juraría que es joven y quizá muy guapa.
—¿Qué vendrá a hacer aquí esa clase de criatura?
—Eso es lo que me gustaría saber. Advierto un perfume de misterio que me enardece, así que te propongo que aguardemos a que salga.
—A condición de que no se quede mucho tiempo. He descubierto un modo de entrar en la casa, pero se necesita una barca. Los hermanos Wu deben de estar ahí. Apostaría algo a que hay una sala de juego.
—No nos dará tiempo a hacerlo todo esta noche, y además, si quieres mi opinión, preferiría un taxista que no fuera tan miedica. Un cobarde siempre resulta peligroso, y en nuestro caso tenemos dos.
—Sí, pero no podemos prescindir de tu amigo Bertram. Él sabe qué aspecto tienen los hermanos Wu, y nosotros no.
Los dos fueron a apoyarse contra el capó del taxi, que les prestaba un poco de calor, y dejaron que transcurrieran los minutos. Aldo, nervioso, encendía un cigarrillo con la colilla del otro sin conseguir calmar su impaciencia e incluso un amago de irritación. ¿Por qué estaban esperando a una desconocida en esa calleja sórdida cuando tenían otras cosas más importantes que hacer? Se consolaba pensando que, una vez terminada la partida, los jugadores saldrían del Crisantemo Rojo y quizás aquellos a quienes buscaban estarían entre ellos. En tal caso, sólo tendrían que seguirlos. Pero mientras tanto empezaba a sentir cierta rigidez en las piernas. En el interior del coche, Bertram y el taxista no rebullían. ¿Se habrían dormido?
—¡Ahí está! —susurró de pronto Vidal-Pellicorne.
En efecto, la puerta de la taberna acababa de entreabrirse para dejar paso a una silueta femenina, la que antes había descrito el arqueólogo con sorprendente exactitud, pues se trataba de una joven perteneciente a la alta sociedad. Eso se veía en su porte. Los dos amigos se dispusieron a seguirla lo más silenciosamente posible.
La desconocida caminaba despacio, alejándose de la tenue claridad que emitía el farolillo rojo y poniendo gran cuidado en no meter sus tacones altos en las rodadas ni en los intersticios entre los adoquines, a fin de no torcerse los tobillos. De súbito se desplomó en el suelo: dos sombras surgidas de la nada la habían atacado.
Con idéntico impulso, Aldo y Adalbert se precipitaron a socorrerla, y en cuestión de segundos se echaron juntos sobre los agresores, a los que apartaron de su víctima. Sorprendidos por este auxilio inesperado y nada deseosos de entablar un combate de boxeo con esos inesperados desfacedores de entuertos —el puño de Morosini había golpeado con fuerza una mandíbula que debía de resentirse—, los atacantes se les escurrieron entre las manos y salieron huyendo como alma que lleva el diablo. En un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido. De rodillas junto a la mujer que yacía inerte en el suelo, sin duda desmayada, Aldo trataba de quitarle el velo que le cubría la cabeza sin atreverse a tirar demasiado del tejido enrollado alrededor de un cuello que le parecía frágil.
—¡Demonios! —gruñó—. No se ve nada en este agujero. ¿No llevarás tu linterna, Adal?
Éste, que había empezado a perseguir a los malhechores, estaba ya de vuelta. Se acuclilló al lado de su amigo y dirigió el delgado haz de su inseparable linterna hacia la cabeza de la joven inanimada.
—El coche que la ha traído sigue ahí —dijo—. También es un taxi y su conductor debe de ser tan valiente como el nuestro. ¡Vaya, vaya! —añadió—. Resulta que no me había equivocado: es una mujer joven y muy bonita.
No obtuvo ningún comentario. Morosini había conseguido quitar el velo y estaba contemplando estupefacto el atractivo rostro de Mary Saint Albans, que continuaba con los ojos cerrados.
—¿Qué hace aquí? —dijo por fin.
—¿La conoces?
—¡Ya lo creo! Es la nueva condesa de Killrenan. Ayúdame a levantarla, la llevaremos a su coche.
—¿Por qué no al nuestro?
—Porque de este modo sabremos dónde lo tomó y si es la primera vez que viene aquí. Además, reconozco que no me atrae la idea de compartir con Bertram lo de la joven condesa. No olvidemos que es periodista y que el hecho de haber encontrado a una paresa del reino en Limehouse, en mitad de la noche, podría dar alas a su imaginación.
—Pues te confieso que la mía está en plena ebullición. ¡Vamos! ¡A la una, a las dos y a las tres!
Entre los dos alzaron a la joven inconsciente, que por fortuna no había caído en un charco lodoso, y después Aldo la llevó en brazos hasta el taxi.
—Por cierto —preguntó Vidal-Pellicorne—, ¿conoces su dirección?
—No, pero espero que ella me la indique en cuanto vuelva en sí. Me extrañaría que el taxista la supiese, pues en esta clase de aventuras la discreción es primordial.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Reúnete con Bertram y marchaos. Esta noche ya no podremos averiguar nada más, y si me quedo a solas con ella tal vez logre sacarle alguna información.
Al llegar al taxi Aldo estaba acalorado, pues Mary Saint Albans pesaba más de lo que aparentaba. El chófer se apresuró a bajar del vehículo para ayudar a Morosini a tender a la joven en el asiento posterior.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó con inquietud—. No he oído nada.
—Ha sufrido un accidente muy tonto. Por culpa de ese pavimento desastroso se habrá torcido un tobillo y le ha dado un patatús, como suelen decir por aquí. ¿Es la primera vez que la trae a este barrio?
—Pues sí. La verdad es que no me gustaba mucho conducir a una dama a este lugar, pero me ha pagado muy bien, de modo que...
—¿Dónde la ha recogido?
—En Picadilly Circus. Aunque ya he traído a gente de categoría a Chinatown, siempre se trataba de hombres en busca de placeres exóticos, y fíjese que...
Aldo, que estaba dando cachetitos en las mejillas a Mary, prefirió cortar en seco el torrente verbal que se anunciaba.
—¿No tendrá algo un poco fuerte para darle de beber? —preguntó.
—... un día me encontré... ¡Ah, sí! Una ginebra muy buena. Siempre la tengo a mano para las noches desapacibles.
—Gracias. Y ahora alejémonos de aquí. De este modo podré encender la luz del techo sin que nadie venga a fisgonear.
En efecto, dos siluetas se acercaban furtivamente. Serían unos curiosos atraídos por ese coche estacionado, o quizás algo peor. Sentándose de un salto tras el volante, el taxista puso en marcha el motor y encendió los faros; éstos iluminaron a dos hombres de mala pinta, uno de los cuales empuñaba un cuchillo. El vehículo arrancó a toda velocidad, efectuó un viraje impecable derrapando sin descontrolarse y se dirigió como una bala hacia Limehouse Causeway. En su interior, Morosini trataba de recuperar el equilibrio perdido durante la audaz maniobra. Muy admirado ante los reflejos de aquel maestro del volante, resolvió pedirle sus datos para las siguientes expediciones que planeaba.
Un poco inquieto por aquel desfallecimiento tan prolongado, encendió la luz interior y trató de hacer beber a Mary, cuyas mejillas continuaban muy pálidas. Si la joven no se restablecía, quizá tendría que llevarla a un hospital, una eventualidad que no le gustaba mucho. Pero, a Dios gracias, el remedio tuvo un efecto milagroso: Mary se sobresaltó, se atragantó y se puso a toser mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Cuando Aldo la incorporó para darle unos golpes en la espalda, su rostro quedó casi al mismo nivel que el de la condesa. Ésta había vuelto en sí y lo contemplaba con un asombro mezclado con una cólera que tardó unos instantes en expresar.
—¿Cómo... cómo es que está aquí y qué hace a mi lado?
—Si es su forma de dar las gracias, es bastante extraña. He evitado que cayera en manos de dos malhechores y por un momento he creído que estaba gravemente herida. Me alegra saber que no es así.
—En efecto, solamente me duele mucho la cabeza. ¡Ay, Dios mío, esos bestias me han dado un porrazo que me ha dejado atontada! Deme otro sorbo de ginebra.
Mientras ella bebía con precaución, Aldo se arriesgó a preguntarle qué estaba haciendo en un lugar tan peligroso.
—Podría haberle sucedido algo peor. ¿Qué puede buscar una dama de su alcurnia en este miserable barrio chino?
—Eso a usted no le importa —declaró Mary sin molestarse en guardar una cortesía superflua. Sin embargo, Morosini no tuvo tiempo de reprochárselo, porque la joven, después de rebuscar febrilmente a su alrededor, profirió un grito—: ¡Mi bolso!... ¿Dónde está mi bolso?
—Pues yo no lo sé, pero lo más probable es que se lo hayan robado.
Sin hacerle caso, ella se apresuró a descorrer el vidrio que los separaba del chófer para ordenarle que regresara al punto de partida. Esta vez, Aldo se interpuso.
—¡Es una idiotez! ¿Qué espera encontrar allí? A menos que tenga enemigos personales, no hay duda de que la han asaltado únicamente para robarle el bolso.
—¡Quiero estar del todo segura! Pero no se sienta obligado a acompañarme. Puede bajar del taxi si lo prefiere.
—¡Ni hablar! —rezongó su compañero—. Me he impuesto el deber de salvarla y lo haré hasta el final. Vuelva a Limehouse —añadió dirigiéndose al taxista—, ya que la señora tiene tanto interés.
Como era de esperar, el intento de lady Mary fracasó y, después de una búsqueda interminable, la condesa se desplomó en el asiento del coche sollozando con tal desesperación que el buen corazón de Aldo se conmovió.
—No se desespere de ese modo —se esforzó en consolarla—. ¿Qué es eso tan valioso que llevaba en el bolso? ¿Quiere que vayamos a la policía? Aunque me temo que no servirá de mucho—Tuvo la impresión de que acababa de administrarle un revulsivo. De inmediato, Mary cesó de llorar y se incorporó al tiempo que soltaba una risita nerviosa.
—¿La policía? ¿Qué quiere que haga la policía? He sido desvalijada por unos ladrones, eso es todo. Esta noche había... había ganado al fan-tan.
—¿Viene aquí para jugar? —preguntó Aldo en voz baja, sin disimular su estupefacción—. ¡Pero es una locura!
La joven condesa clavó en él sus ojos grises, en los que asomaban relámpagos de ira.
—Tal vez esté loca, en efecto, pero me gusta jugar y sobre todo me encanta el fan-tan. Por si no lo sabe, pasé la mayor parte de mi adolescencia en Hong Kong, donde mi padre estaba destinado. Allí aprendí ese juego.
—Creía que su única pasión eran las joyas. El coleccionismo y el juego no parecen compatibles, porque pueden constituir un peligro mutuo.
—¡Pero si no es una pasión! Es solamente un... placer. Además, no vengo todas las noches. De hecho, hoy ha sido la tercera vez.
—Si quiere oír mi opinión, tres veces ya son demasiadas. ¿Su marido está al corriente?
—No, claro que no. No se interesa mucho por mi manera de vivir, pero no quiero que lo sepa. Le parecería un baldón para su respetabilidad, y no lo podría soportar. Sobre todo ahora.
—Ya lo supongo. Pero ¿cómo ha descubierto este tugurio? Por casualidad no creo, ¿verdad?
—No, fue en compañía de un grupo de amigos al final de una velada muy alegre. Uno de ellos conocía El Crisantemo Rojo y nos condujo hasta allí. Los clientes de calidad son menos escasos de lo que cree, porque circula mucho dinero, pero hoy era yo la única.
—¿Y ha ganado... quizás una suma...?
Aldo se interrumpió, porque el taxista acababa de descorrer la mampara para preguntar adónde iban por fin. Antes de que Morosini pudiera responder, Mary indicó Picadilly Circus.
—¿Es ahí donde vive? —inquirió Morosini medio en broma.
—¡No sea tonto! —dijo ella alzando los hombros—. No deseo que se sepa mi dirección.
Aldo no insistió y el resto del trayecto transcurrió en silencio.
Cuando llegaron a Picadilly, Aldo le pidió al taxista que le esperara, ayudó a apearse a su compañera y, después de meterla en otro taxi al que detuvo, le besó la mano, cerró la portezuela y se dirigió a su propio vehículo.
—¿Otro paseo por los bajos fondos, señor? —preguntó el conductor con una pizca de malicia.
—Por ahora, no. Regreso al Ritz, pero me gustaría saber cómo ponerme en contacto con usted en el caso de que haga otras expediciones análogas. El taxista que antes me ha llevado a Limehouse no me ha parecido muy valiente.
—Eso será fácil —dijo el taxista, halagado y también estimulado por un billete de banco que su pasajero agitaba con las puntas de los dedos—. Telefonee al White Horse, en el Strand, y pregunte por Harry Finch. Paso por allí tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por la noche. Tenga, éste es el número. Verá usted, después de haber pasado diez años en la Armada, parte de ellos los de la guerra, hay pocas cosas que me den miedo. Dígame solamente su nombre... o el que le parezca.
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