Sin embargo, abandonando su taza fría y su sillón, Aldo fue a plantarse de nuevo ante el retrato del hijo de Nell Gwyn. Ese cuadro le atraía de un modo irracional. Tal vez se debiera a aquella mirada burlona, a aquella sonrisa insolente, como si ese Saint Albans lo desafiara a descubrir un secreto que él poseía desde hacía tiempo. Al fin y al cabo, si alguien podía haber sabido qué derrotero había tomado el diamante era él, pues sin duda alguna lo había poseído.

En esa ocasión, la voz que fue a sacarlo de su abstracción fue una voz femenina, amable y regocijada: la de lady Winfield.

—Se diría que este cuadro le apasiona, querido príncipe. No resulta muy halagador para nosotras, pues nuestra única compañía masculina es la del general Elmsworth, que duerme ya como un tronco.

En efecto, un pequeño círculo de señoras se había formado alrededor de la duquesa y del general en cuestión, beatíficamente adormilado en una poltrona. Aldo rió.

—De acuerdo, lady Winfield, es una situación muy triste y estaré encantado de intentar ponerle remedio. Pero ¡qué ocurrencia la de instalar mesas de bridge! Eso acaba con cualquier velada.

—Pues resulta indispensable si uno quiere que la gente acuda a su casa. Este juego lo ha invadido todo.

Cuando su anfitriona lo invitó a sentarse junto a ella en el sofá y le pidió afablemente que «le diera un poco de conversación», Morosini no tardó en echar de menos la compañía del duque retratado al óleo en el cuadro. Hasta comenzó a sentir envidia del general, pues las damas no hacían más que intercambiar chismes londinenses relacionados con el palacio de Buckingham. El de esa noche concernía al duque de York, segundo hijo de Jorge V y la reina Mary, y podía resumirse en esta frase: «¿Se casará ella con él o no?» «Ella» era Elizabeth Bowes-Lyon, una encantadora joven de la alta nobleza de Escocia, hija del conde de Strathmore, de la que Bertie[10] estaba enamorado desde hacía dos años, aunque ella no parecía apreciar en lo que valía el gran honor que eso constituía. Su actitud no facilitaba la tarea a ese príncipe bastante seductor pero afligido de una timidez tan grande que le hacía tartamudear. Además, era un zurdo contrariado y padecía del estómago desde la infancia. Estas dolencias no le permitían mostrarse alegre con frecuencia, mientras que su amada era toda encanto, simpatía y alegría de vivir.

—No le gusta —sentenció lady Danvers—. Todo el mundo pudo darse cuenta el pasado febrero en la boda de la princesa Mary, en la que ella era dama de honor. Yo nunca la había visto tan triste.

—Pues no podrá escapar —aseguró lady Airlie, que era amiga íntima de la Reina—. Su Majestad la ha escogido para su hijo, y cuando ella quiere algo...

—¿De verdad cree que sería deseable obligarla a dar su consentimiento? Ya sé que, aunque parezca encerrado en sí mismo, el príncipe es un joven encantador y haría cualquier cosa para que su mujer sea feliz, pero una muchacha es un ser frágil...

—¡Elizabeth no! —protestó lady Airlie—. Al contrario, es muy fuerte. Su salud moral está a la altura de su salud física y sería una compañía perfecta para Alberto.

—Eso no lo discuto, y estaría totalmente de acuerdo con usted si se tratara del heredero del trono, pero es muy poco probable que el príncipe de Gales no reine, y sin embargo aún no se ha casado. En tales condiciones, no hay ninguna razón para casar al pequeño de forma precipitada.

Créanme, acabo de tener delante de los ojos la prueba del desastre que puede provocar un matrimonio en el que se ha obligado a una criatura de diecinueve años a casarse con un hombre que no era de su agrado. ¡Aunque Dios sabe que el pobre Eric Ferrals estaba profundamente enamorado!

Un concierto de protestas saludó la declaración de lady Clementine. ¿Cómo se le ocurría establecer una comparación entre la unión de un hombre ya maduro con una joven extranjera que no lo conocía, y un proyecto de matrimonio concerniente a la familia real inglesa? ¿En qué estaba pensando la duquesa al establecer semejante paralelismo? ¡Era en verdad inconcebible! Además, la mayoría de aquellas damas estaban convencidas de la culpabilidad de Anielka y así lo manifestaban, cosa que consiguió despertar al general y resultó al punto insoportable a Morosini, que logró controlar el tumulto.

—¡Señoras, señoras, por favor! Intenten ver las cosas desde un punto de vista menos apasionado. Es cierto que Su Gracia acaba de hacer alusión a un caso extremo que sería chocante si lady Ferrals hubiera matado a su esposo, pero en lo que a mí respecta estoy convencido de lo contrario.

—¡Vamos, príncipe! —exclamó lady Winfield—. ¡Eso es negar la evidencia! Nuestra querida duquesa vio a esa desgraciada tender a su esposo un papelillo contra la migraña, que éste vertió en su vaso y que lo mató en el acto. ¿Qué más necesita?

—Un verdadero culpable, lady Winfield. Estoy convencido de que en ese papelillo no había ninguna sustancia nociva. Yo sospecharía más del criado que sirvió el vaso. Nadie lo vigilaba, así que muy bien pudo echar lo que se le antojara. Con un poco de habilidad, no es una cosa difícil.

—Yo soy bastante de su parecer, querido príncipe —intervino de nuevo la duquesa—, y me pregunto si esa manía que tenía el pobre Eric de añadir su preciado hielo a las bebidas que tomaba en su despacho no le resultó fatal. Personalmente, no le tengo ninguna confianza a esa máquina que había hecho traer de Estados Unidos e instalar detrás de la biblioteca, y que trataba con tanta reverencia como si hubiera sido una caja fuerte.

—No digas tonterías, Clementine —le dijo lady Airlie—. Un trozo de hielo nunca ha matado a nadie, y lo que encontraron en el vaso era estricnina.

—¿De qué máquina habla, duquesa? —preguntó Morosini, intrigado.

—De su pequeño armario para enfriar y hacer hielo. Es un invento reciente, incluso en Estados Unidos, y el de Eric es sin duda el único que existe en Inglaterra. Él estaba muy orgulloso de tenerlo y afirmaba que su hielo era mejor que cualquier otro y que le daba al whisky un sabor especial, pero, además de que a nosotros, los ingleses, no nos gusta mucho tomar las bebidas muy frías, a mí ese artilugio me parecía un juguete un poco infantil. Eric tenía unos gustos bastante estrafalarios.

—¿Le ha hablado de él a la policía?

—¡Dios santo, no! A nadie se le ha ocurrido hacerlo, dado que Eric no permitía a nadie manipular ese objeto cuya llave guardaba personalmente y que él mismo echaba el hielo en el vaso que le presentaba el sirviente antes de servir el alcohol. En aquel momento, conmocionados como estábamos, no nos acordamos de ese detalle, pero después me ha entrado la duda: quizás ese hielo fabricado artificialmente sea nocivo.

—No puede serlo hasta ese punto —dijo lady Winfield—, y ha hecho muy bien en no contarle todo esto a la policía. Esos caballeros de Scotland Yard ya tienen de por sí bastante tendencia a tomar a las mujeres por locas.

La discusión prosiguió un rato más, pero Aldo se abstuvo de volver a intervenir. Aunque no sabía muy bien por qué, no paraba de darle vueltas a lo que había contado lady Danvers; quizá porque ni Anielka, ni la propia duquesa, ni el secretario de Eric Ferrals habían considerado oportuno mencionarlo ante la policía. Claro que ¿por qué iban a hacerlo? Sir Eric, poco amante de la costumbre inglesa de tomar las bebidas templadas, sobre todo la cerveza, se había buscado un juguete original, un curioso artilugio del que se ocupaba personalmente. No parecía nada grave. Faltaba saber si la máquina en cuestión era fiable y no presentaba algún defecto, como sucede a veces con los inventos cuando los sacan al mercado. Después de todo, quizá la duquesa, aunque no estuviera dotada de una inteligencia fuera de serie, tenía razón... ¡Claro que la estricnina era excesivo!

En vista de que las damas seguían dándole vueltas al posible matrimonio del duque de York y hasta empezaron a cruzar apuestas,[11] Morosini presentó una vaga excusa que ellas, enfrascadas en su discusión, apenas oyeron y se puso a buscar a Adalbert.

Lo encontró de pie detrás de la silla de su compañera de juego, que era lady Ribblesdale, metido en su papel de «muerto» vigilando su juego. Lo llevó a un lado.

—Acabo de enterarme de una cosa que me tiene preocupado —dijo.

Y sin más preámbulos contó la historia del armario frigorífico.

—¿No te parece raro que nadie lo haya mencionado después de la muerte de Ferrals?

—Pues no. El hecho de que prefiriera fabricar él mismo su hielo en vez de utilizar las barras que los repartidores llevan a diario a todas las grandes casas no tiene nada de extraordinario. Se preocupaba mucho por su salud y quizá temía que esas barras no estuvieran lo bastante limpias... No entiendo por qué te causa inquietud.

—No sé..., es una impresión. Si quieres que te sea sincero, me encantaría ver qué aspecto tiene ese trasto.

—Pues es muy sencillo: ve a ver a Sutton y pídele que te lo enseñe.

—¡Eso es lo último que haría! Supón..., y no pongas el grito en el cielo, es una simple hipótesis..., supón que el veneno hubiera sido vertido en el agua para el hielo.

Adalbert levantó las cejas hasta la mitad de la frente, lo que las hizo desaparecer bajo su mechón rebelde.

—¿Arriesgándose a matar a cualquiera? ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo? Supon que la duquesa, por ejemplo, hubiera aceptado que Ferrals echase un cubito en su vaso. Es poco probable, lo reconozco, pero así y todo...

—¿Y qué? Alguien decidido a matar no se anda con tantos remilgos. Y si no quiero dirigirme al secretario es por si yo tengo razón y él es el asesino.

—¡Tú desvarías! No tenía ningún motivo para asesinar a un hombre al que apreciaba y al que debía un puesto sumamente lucrativo. Aun admitiendo que hubiera sido él, habría hecho limpieza, digo yo. Habría cambiado el agua, por ejemplo... Tu elucubración sólo se sostiene, y no mucho, con el polaco como culpable, porque, como huyó nada más desplomarse Ferrals, evidentemente no se habrá limpiado nada. De todas formas, es una idea descabellada, ya que Ferrals era el único que tenía llave.

—¡No tanto! Y tengo intención de comprobarlo. Con tu ayuda o sin ella. Con llave o sin llave. Pero seguiremos hablando de esto más tarde. Tu compañera te reclama y no parece que esté de muy buen humor.

—¡Demontre, hemos perdido! Se pone a declarar a diestro y siniestro y después se extraña de que no le vaya bien.

—Oye, si no te importa, me voy a ir. Nos veremos en el hotel. Esta reunión se me está haciendo interminable y...

No pudo acabar la frase. Algo sucedía alrededor de la mesa hacia la que Adalbert se precipitaba. La voz furiosa de Ava Ribblesdale había roto el silencio que es de rigor en un salón donde se está jugando al bridge. A todas luces, discutía su derrota. Enseguida se hizo manifiesto que la emprendía tanto contra sus adversarios —Moritz Kledermann y un joven diputado conservador— como contra su compañero, al que acusaba de «haberle dejado un juego imposible de defender» y de «haber hecho sus declaraciones en contra del sentido común».

—¡Me niego a continuar jugando en estas condiciones! —exclamó, levantándose—. Mi juego quizás acostumbre a ser audaz, pero por lo menos es inteligente. Dejémoslo estar, caballeros.

Aldo, que había seguido a su amigo, se percató demasiado tarde de que había ido directo hacia el peligro, pues lady Ribblesdale, alejándose de sus compañeros con un gran revuelo de satén blanco y encaje negro, se dirigía hacia él. La temible señora lo asió del brazo con ademán perentorio y, obligándolo a girar sobre sus talones, le hizo volver por donde había venido.

—No debería haberme dejado llevar por mi pasión por este juego cuando todavía tenemos tantas cosas de que hablar —dijo, suspirando y dedicándole una sonrisa radiante—. Debe perdonarme por haberlo tratado antes con tanta dureza. Tenemos que ser amigos, y vamos a serlo, ¿no? Yo lo deseo de todo corazón.

De pronto se había puesto a hablar en un tono confidencial, dulce y persuasivo, como si esa amistad que reclamaba fuese para ella de una importancia vital. Y entonces Morosini comprobó el gran poder de seducción que esa mujer imprevisible era capaz de desplegar cuando quería molestarse en hacerlo.

—¿Quién podría declinar tan encantadora invitación? No tenemos ninguna razón para no ser amigos.

—¿Verdad que no? ¿Y me buscará lo que tanto deseo? Verá, príncipe, al pedirle que haga para mí un pequeño milagro..., porque sé muy bien que no debe de ser fácil..., al pedírselo, digo, obedezco a un impulso profundo, casi vital. Por supuesto, tengo diamantes de sobra—añadió, levantando como por descuido la deslumbrante cascada que iluminaba su escote—, pero son piedras modernas, y quiero al menos uno que tenga alma..., una auténtica historia.