En el momento en que la barca ocupaba de nuevo su lugar en el muelle de Santa Catalina, una silueta perfectamente reconocible se alzó en lo alto de la escalera junto a la que estaban amarrándola.

—¿Qué tal el paseo, señores? ¿Bien? Hace una noche un poco fresca, pero hay tantas estrellas que seguramente han salido para contemplarlas.

La voz burlona del pterodáctilo estaba cargada de amenazas, pero éstas no lograron acabar con el indestructible buen humor de Vidal-Pellicorne.

—¡Fantástico! Es tan raro verlas aquí que no hemos podido resistir la tentación. Ustedes, los ingleses, sólo conocen el sol por los escritos de sus antepasados, ¡y las estrellas no digamos!

—¡Los franceses y su eterna mala fe! ¿Y, por curiosidad, adonde han ido?

—A ningún sitio en concreto. Nos hemos dejado guiar por nuestra fantasía.

—¿Hasta las irresistibles orillas de Limehouse? Lo comprendo: ¡es tan exaltante para el espíritu ese rincón infecto! En fin, señores, basta de bromas. Creo que ustedes y yo vamos a tener una conversación sin ambages de lo más apasionante. Si tienen la bondad de acompañarme...

—¿Nos detiene? —protestó Morosini—. No hay ninguna razón para hacer tal cosa.

—Ninguna, en efecto. Los invito a venir a tomar un café o un grog en mi despacho de Scotland Yard. Deben de necesitar cuanto antes algo caliente.

—Es posible, pero la idea de molestarlo nos parece detestable.

—¡No es ninguna molestia, no se preocupen! Tengo mucho interés en charlar con ustedes dos —dijo Warren, señalando con un dedo autoritario a Aldo y su amigo—. No me obliguen a pedir una escolta. Hagamos las cosas cordialmente.

—¿Yo no estoy invitado? —preguntó Bertram, dividido entre el alivio y la vejación.

—No. Puede irse, pero no demasiado lejos. Lo convocaré más tarde.

—Pero... no irá a arrestarlos, ¿verdad?

El ave prehistórica batía con tanta furia las alas de su macfarlane que Aldo creyó que iba a echar a volar.

—¿Y si se inmiscuyera en lo que le concierne? —ladró, realizando así una curiosa proeza zoológica—. ¡Desaparezca de mi vista o le pongo las esposas! ¡E intente venir cuando lo llamemos!

Tras esta andanada, Bertram Cootes desapareció en la noche con la celeridad de un genio de cuento oriental y dejó a sus compañeros conversando con el gran jefe. Estos tres se marcharon inmediatamente.

De día, las oficinas de Scotland Yard no eran acogedoras, pero de noche eran francamente siniestras, pues los grandes archivadores de un marrón casi negro y las lámparas con pantalla de opalina verde manzana no contribuían mucho a crear una atmósfera distendida. Los visitantes forzosos recibieron la acogida de sendas sillas, mientras que el superintendente se instaló en un sillón de piel después de haber hecho que el policía de guardia sirviera, tal como había prometido, unos grogs humeantes. Afortunadamente, el olor del ron y del limón invadió la estancia.

—¡Bien! —suspiró Warren, después de haberse bebido la mitad de su vaso—. ¿Cuál de los dos va a hablar? Pero, antes de nada, una pregunta: ¿ha participado Cootes en su discreta visita a las entrañas del Crisantemo Rojo?

—No —dijo Aldo, que acababa de decidir, tras haber intercambiado una mirada con Adalbert, ser lo más franco posible—. Los chinos le dan pánico, así que lo hemos dejado en la barca vigilando.

—¿Por qué lo han llevado con ustedes, entonces?

—Para que nos ayudara a orientarnos en el río. Antes de continuar, me gustaría saber cómo es que está tan al corriente de nuestros pasos. No hemos visto a nadie.

—La cosa no tiene ningún misterio. Como estaba casi seguro de que no haría ningún caso de mi advertencia del otro día, le he hecho seguir. Cuando los han visto tomar un barco en los muelles, su destino estaba claro. Y ahora, cuéntemelo todo. A juzgar por la cara de preocupación que tiene desde que me ha visto, ha debido de pasar algo que no estaba muy dispuesto a contarme.

Como no les había sido posible ponerse de acuerdo, a Vidal-Pellicorne le pareció conveniente intervenir.

—No crea. Todavía nos encontramos bajo el impacto de lo que hemos descubierto, lo confieso, e informar o no informar a la policía merecía reflexión, dadas las consecuencias de esa decisión para otras personas.

—Mmm..., no queda muy claro su discurso, señor... Vidal-Pellicorne. Es ése su nombre, ¿no?

La pronunciación era abominable, pero, de todas formas, fuera en francés o en inglés, el interesado ya estaba acostumbrado a eso.

—Más o menos. Que se acuerde de mi apellido ya es toda una hazaña.

—Le escucho, príncipe.

Alentado así a hablar, Aldo comenzó a reproducir la conversación entre Yuan Chang y una dama cuyo rostro les había sido imposible ver. En cuanto a su voz, joven y agradable, era la de una persona manifiestamente culta. Pero, al llegar a ese punto del relato, Warren lo interrumpió.

—No haga trampas conmigo. Estoy seguro de que la ha reconocido. ¿O bien me equivoco al sugerir que podría tratarse de lady Killrenan?

La sorpresa de Morosini, que aún no había conseguido dar ese nombre que tan querido era a su nueva propietaria, fue mayúscula. En cuanto a Adalbert, abrió los ojos sin tratar de ocultar su asombro.

—¿Lo sabía?

—¿Que va a veces a Narrow Street? Naturalmente. Verá, es bastante corriente que personas de la buena sociedad frecuenten el garito de Yuan Chang, pero suelen ser hombres. Cuando va una mujer sola, establecemos cierta vigilancia.

—No muy eficaz, porque hace unas noches la agredieron.

—En efecto —dijo Warren sin alterarse—, pero fue socorrida tan raudamente por dos caballeros que toda intervención era superflua. Ahora, reanude la narración sobre unas nuevas bases; ganará en claridad.

—De todas formas —dijo Adalbert—, habría sido preciso acabar haciéndolo.

Esta vez, el relato fue completo y llegó sin más interrupciones hasta el final. Mientras hablaba, Aldo se esforzaba en interpretar las impresiones en el semblante de su interlocutor, pero era imposible, pues el rostro del superintendente se movía menos que si estuviera tallado en granito.

—¡Bien! —exclamó éste, dejando escapar un suspiro—. No sé a quién debo dar más las gracias, si a ustedes o a la suerte, pero es evidente que acaban de aportar a la investigación unos elementos esenciales. Pero dígame por qué no estaba decidido a informarme de todo esto.

—Por miedo a que lady Ferrals pierda un defensor que tanto necesita, cosa que ocurrirá fatalmente si éste se ve involucrado en un escándalo por culpa de las maniobras de Mary Saint Albans.

—Habría escándalo si yo detuviera sin dilación a nuestra emprendedora condesa, pero no tengo intención de hacerlo, ni tampoco derecho.

—¿Cómo que no tiene derecho? ¿Acabo de decirle que es cómplice de un crimen y que posiblemente se dispone a cometer otro, y eso no le basta? —repuso Morosini, indignado.

—No, no me basta. De momento sólo puedo basarme en su palabra, la de los dos: han oído una conversación y punto, no hay nada más. Ante cualquier tribunal, sería insuficiente, máxime siendo ustedes extranjeros. Necesito algo sólido, y ese algo sólido sólo lo obtendré dejando que lady Killrenan continúe adelante con su empresa. Si debe ser arrestada, lo será en Exton y con las manos en la masa.

—¿Si debe ser arrestada? —replicó Morosini, a quien no había hecho gracia la alusión al peso de los extranjeros ante un tribunal británico—. Se diría que no está seguro. No estará pensando por casualidad en protegerla, cuando no vaciló en mandar a lady Ferrals a la cárcel por una simple denuncia..., de un inglés, eso sí.

La mano de Warren se abatió sobre la mesa con tanta energía que los expedientes que había encima saltaron.

—Nadie me ha dicho nunca cuál es mi deber, señor Morosini. Un culpable es un culpable, sea cual sea su rango, pero, mientras no esté seguro de lo que se afirma y no tenga las espaldas cubiertas, no haré nada que vaya en contra de la esposa de un par de Inglaterra y actuaré con la prudencia que se impone cuando se trata del entorno real. No olvide que los Saint Albans son amigos del príncipe de Gales.

—¡Ah, la gran palabra ya ha sido pronunciada! ¡Los inquilinos de Buckingham Palace! ¡Pues escúcheme bien, superintendente Warren! Nosotros se lo hemos contado todo, y yo estoy harto de servirle de cobaya..., y por si fuera poco de cobaya maltratado. Así que, con su permiso, voy a acostarme. ¡Apáñeselas con sus Saint Albans, sus chinos, sus diamantes y su familia real! Gracias por el grog. ¿Vienes, Adal?

Y, sin dar a su adversario tiempo de respirar, Morosini salió del despacho, cuya puerta Vidal-Pellicorne sujetó justo antes de que le diera en las narices. Este último, prudente, pronunció unas vagas palabras de disculpa dirigidas al pterodáctilo, que parecía haber recibido los cuidados de un taxidermista. Acto seguido se lanzó tras los pasos de Aldo, pero la indignación hacía caminar a éste a tal velocidad que no lo alcanzó hasta después de cruzar el puesto de guardia.

Morosini estaba tan furioso que su amigo consideró más prudente llamar un taxi antes de intentar calmarlo. Lo que no fue fácil, pues Aldo, siguiendo la gran tradición italiana, expresaba su indignación con frases gráficas y coloristas sobre los dudosos orígenes de los ingleses en general y del superintendente Warren en particular.

Cuando por fin hizo una pausa para recobrar el aliento, Adalbert, que había esperado pacientemente el final de la tormenta, preguntó sin levantar la voz:

—¿Has terminado?

—¡Ni hablar! ¡Podría continuar echando pestes toda la noche! ¡Es indigno, es escandaloso, es...!

Iba a empezar de nuevo, pero Vidal-Pellicorne le hizo callar interrumpiéndolo con firmeza.

—¡Es normal, condenada muía italiana! Ese hombre es policía, y por añadidura de alto rango. Está al servicio de su país y debe respetar sus leyes.

—¿A eso lo llamas tú respetar las leyes, a dejar las manos libres a una criminal británica y encerrar a una desdichada inocente cuyo único error es ser polaca, igual que tú eres francés y yo italiano? ¡Aunque nos desgañotemos proclamando la verdad, no nos escucharán! ¡Así son los ingleses!

—Cuando se trata de una investigación policial, sucede lo mismo en París, en Roma y en Venecia, y tú deberías saberlo. Así que no te soliviantes.

—No me solivianto, pero me exaspera ver el poco caso que hacen a lo que decimos. ¿Y tú querías que le hablara del armario frigorífico de Ferrals? Me habría tomado por loco.

—Yo nunca he querido que le hablaras de eso. Ya sabes lo que pienso de esa historia abracadabrante.

—¡No tanto como parece! ¡Y lo demostraré!

—¡Señor, ten piedad!

Esa noche fue imposible sacarle una palabra más. Quizá por primera vez en su vida, Aldo Morosini estaba enfurruñado, pero, como eran cerca de las tres de la madrugada, Adalbert no se molestó más de la cuenta; tenía demasiado sueño para dar importancia a un arrebato de mal humor. Lo que le sorprendía —y lamentaba— era que Aldo se hubiera echado atrás tan deprisa en las decisiones que había tomado en relación con lady Ferrals.

Decididamente, cuando se dejaban llevar por el corazón, estos italianos se volvían imprevisibles.

A la mañana siguiente, eran un poco más de las nueve cuando un taxi dejó a Morosini ante la entrada principal del Victoria and Albert Museum, que no abría hasta las diez. El príncipe consideraba que ese museo constituía una excelente coartada en caso de que un esbirro de Scotland Yard todavía le siguiera los pasos. ¿Había algo más normal para un veneciano culto que ir a admirar el importante fondo de escultura italiana que se encontraba allí? Naturalmente, no pudo entrar, se hizo el sorprendido, miró su reloj y luego, como caminando sin un rumbo fijo, dio unos pasos por la acera para acercarse a la iglesia vecina, de estilo renacentista italiano, donde esperaba encontrar a Wanda.

Como no había entrado nunca en el Oratorio, le sorprendió su fasto; el interior era todo de mármol de diferentes colores. Sus dimensiones, así como la poco numerosa asistencia, le permitieron localizar enseguida a la persona que buscaba: arrodillada ante el comulgatorio, Wanda estaba recibiendo la hostia. Aldo rezó una breve oración, después fue a sentarse junto a una estatua de mármol que representaba a un apóstol y esperó a que terminara la misa. Acabó casi enseguida, pues en esa iglesia se celebraba una cada media hora.

Sin embargo, tuvo que armarse de paciencia, ya que Wanda, inclinada sobre el reclinatorio, se eternizaba rezando, y cuando por fin se levantó, fue para ir a buscar un cirio y encenderlo delante de la Piedad de la capilla de los Siete Dolores, cerca del lugar desde donde Aldo la acechaba. Al verla acercarse, advirtió que estaba llorando, pero, como nadie más iba a rezar ante la honorable copia de una obra de Francesco Francia, salió a su encuentro.