Estaba empezando otra misa en el extremo opuesto de la iglesia y era realmente el sitio ideal para hablar.

Al descubrirlo de pie detrás de ella, Wanda profirió un grito de ratón asustado y alzó hacia él un rostro abotargado por las lágrimas y tan doliente que Morosini sintió que lo invadía la inquietud.

—¿Qué le ocurre, Wanda? —preguntó con solicitud—. ¿Acaso tiene malas noticias de lady Ferrals? Venga a sentarse aquí—añadió, señalando un banco encajado entre la pared y un confesionario—. Estaremos tranquilos.

Ella se dejó llevar, quizá feliz en el fondo de su dolor de encontrar una mano amiga. La vida no debía de ser de color rosa en la casa del difunto sir Eric, habitada por el odio vigilante de su secretario. Una vez que estuvo instalada, él le asió una mano, cuya frialdad notó a través del guante de filadiz.

—Cuéntemelo todo. Sabe que puede confiar en mí y que deseo ayudarla.

—Lo sé, lo sé, príncipe, y me alegro mucho de verlo. ¡Mi pobre ángel! ¡Es tan desdichada! Cada vez soporta peor esa espantosa prisión, y cuando fui a verla ayer, la encontré tan pálida, con sus hermosos ojos enrojecidos y su pobre cuerpecito sacudido por escalofríos... Está enfermando, seguro. Y no es de extrañar, encerrada entre cuatro paredes y horribles barrotes que apenas le dejan ver un trozo de cielo gris, ella que no puede vivir sin estar al aire libre y sin jardines... Está debilitándose, príncipe, debilitándose, y tal vez muera antes incluso de que la juzguen.

Wanda rompió a llorar desconsoladamente, y de vez en cuando interrumpía los sollozos para invocar a la Virgen y a algunos santos polacos. Intuyendo que ese torrente de palabras y de lágrimas aliviaba a la pobre mujer,Aldo dejó que pasara la tormenta. Sabía muy bien que Anielka se había equivocado al suponer que la prisión podía ser un refugio. Era demasiado joven para saber que, una vez cerrada, ese tipo de trampa no se abre fácilmente.

—¿No cree —dijo finalmente— que sería hora de que ese tal Ladislas Wosinski diera señales de vida? ¿A qué espera para venir a representar el papel de valiente caballero? ¿A que los jueces se pongan la peluca y la toga roja para decidir si su señora debe ser colgada o no? Si la quiere y tiene alguna idea del lugar donde se encuentra ese joven, debe decírmelo inmediatamente. Dentro de muy poco será demasiado tarde.

—Pero es que no lo sé. Se lo juro delante de la Santísima Virgen, que está escuchándome. Si me ve en este estado es porque tengo mucho miedo. Si supiera dónde está, iría a verlo ahora mismo para contarle lo que mi pobre niña está padeciendo, porque seguro que ni se lo imagina. Los periódicos ya no hablan del asunto y Ladislas debe de pensar que la policía sigue investigando. Y por lo tanto que es mejor continuar escondido...

—¡Pero eso es una tontería! Debería darse cuenta de que, cuando la policía ha entregado a un supuesto culpable, se esfuerza mucho menos en buscar otro. Por cierto, supongo que lady Ferrals ha visto a su nuevo abogado. ¿Está satisfecha?

—Dice que parece muy hábil, pero que es muy duro, que la acosa a preguntas.

—¿Y qué hace el conde Solmanski? ¿El también espera la ayuda celeste? Rezaba mucho, según me dijeron, después del secuestro de su hija el día de su boda.

—Está muy enfadado, mucho. No ha aportado ninguna ayuda a mi pobre ángel. Sólo ha ido a verla una vez a Brixton y fue cruel. Llamó a su hija de todo, le reprochóhaberse comportado como una desgraciada criatura sin voluntad, una tonta... y le hizo preguntas. Quería saber dónde estaba el joven enamorado.

Conociendo al falso conde polaco y los fines que perseguía casando a su hija con Ferrals, Morosini no ponía en duda el comentario de Wanda. Solmanski debía de estar furioso por que el regreso del estudiante nihilista hubiera venido a obstaculizar el mecanismo tortuoso pero delicado de sus maniobras. En Venecia, Simon Aronov había predicho la muerte de Ferrals porque era necesaria para que Solmanski pudiera disponer de la fortuna de su yerno, pero no entraba en sus planes que Anielka se viera implicada en ella de una u otra forma.

—No puedo censurárselo. Es natural que piense ante todo en salvar a su hija. Dejémosle, pues, actuar a su manera y veamos lo que podemos hacer nosotros.

Wanda alzó hacia la Piedad unos ojos anegados en lágrimas y unas manos implorantes.

—¡Eso es lo terrible! ¡Que no podemos hacer nada, Santa Madre de Dios!

—¡Pues claro que sí! Ésa es la razón por la que he venido esta mañana: tiene que introducirme en su casa para que pueda inspeccionar el gabinete de trabajo de sir Eric.

—¿Entrar en la casa? —susurró Wanda, aterrorizada;—. ¡Eso es imposible! Míster Sutton no lo permitirá.

—No hay que pedirle permiso. Vamos, no es tan difícil... Lo único que le pido es que se las arregle para que esta noche la puerta de las cocinas no esté cerrada. También tiene que explicarme dónde se encuentra esa habitación y el dormitorio de Sutton. Necesito conocer las costumbres de los criados y sus horarios para estar seguro de no encontrarme con nadie. La vida de Anielka quizá dependa de lo que encuentre.

Ella no contestó, muda por el espanto que Morosini pudo leer en sus ojos de un azul de azulejo.

—Créame, Wanda —insistió—, ya es hora de que deje a un lado sus sueños de amores románticos y mire de frente la realidad. Lo que le pido no le hará correr un riesgo muy grande. No tendrá más que bajar a las cocinas cuando todo el mundo esté acostado y abrir la puerta. Después volverá a su cuarto. Yo me encargo del resto. ¿A qué hora cierran las puertas en su casa?

—A las once, salvo cuando míster Sutton dice que volverá tarde. Entonces lo espera el mayordomo.

—¿No se ausenta nunca?

—Casi nunca. Es el guardián de la mansión hasta que se celebre el juicio y se toma muy en serio su papel.

—De todas formas, no estaré mucho tiempo: un cuarto de hora..., o media hora quizá. ¿Me ayudará? Estaré en su casa... pongamos a las doce y media.

—¿Y si míster Sutton sale?

—En ese caso, telefonee al Ritz. Si no estoy, deje su nombre. Yo entenderé lo que pasa y pospondremos la operación hasta mañana a la misma hora. ¡Un poco de valor, Wanda! Espero sinceramente poder serle útil a su «ángel». Pregúntele si no a la Madona qué piensa ella.

En esta materia, Wanda no necesitaba que nadie la alentara, y cuando Morosini se alejó de ella estaba casi prosternada delante de la Piedad y abismada en una plegaria cuyo fervor debía de ser comparable a su miedo. Con todo, le había hecho una buena descripción del interior de la casa.

Para descargar su conciencia, Aldo entró en el museo y se detuvo unos instantes delante de la Lamentación sobre Cristo muerto, de Donatello, como si hubiera ido exclusivamente a eso; luego dio media vuelta y se marchó.

En vista de que el tiempo se mantenía claro, aunque frío, decidió volver a pie. Tal vez un poco de ejercicio calmaría ese deseo lancinante que tenía de ir a la prisión de Brixton con la esperanza de ver a Anielka. Una idea tan estúpida como descabellada, puesto que no tenía permiso de visita, pero saberla enferma y sin duda atemorizada le hacía recuperar, intacto, su primer impulso amoroso hacia ella, y quería olvidar las mentiras y las contradicciones que le había dicho desde su primer encuentro. Así pues, cuando llegó al final del camino acariciaba la idea de acercarse a Scotland Yard a fin de pedirle a Warren otro pase. No era muy buena idea, teniendo en cuenta cómo se habían despedido la noche anterior, ¡pero tenía tantas ganas de verla!

Un acceso de amor propio lo salvó del ridículo cuando pensó que esa noche trabajaría para ella y que eso debería bastar por el momento. Si las cosas salían como él esperaba, quizá fuera como triunfador a ver al superintendente. El permiso deseado le sería concedido entonces automáticamente, a fin de que pudiera llevar la buena noticia a la querida prisionera.

Los escasos transeúntes que quedaban en Grosvenor Square no prestaron mucha atención a ese hombre con traje de etiqueta, sombrero de copa, capa negra y bufanda blanca sobre los hombros y bastón en la mano, que daba un apacible paseo respirando el aire vivificador de la noche. Ese tipo de noctámbulo no era excepcional en aquel barrio elegante, al que los caballeros regresaban con frecuencia a pie de su club cuando el tiempo lo permitía. Pero nadie, ni siquiera el policía que se cruzó con él acercando un dedo al casco a modo de saludo, habría imaginado que éste se disponía a penetrar indebidamente en una morada ajena. El boato era, en el fondo, una excelente coartada, y para justificarlo Morosini había ido a pasar la velada al Covent Garden, donde había matado el tiempo en compañía del ballet Giselle. Vidal-Pellicorne, que estaba pasando el día con un colega del Museo Británico, no había aparecido y Aldo había cenado solo en el hotel.

Eran algo más de las doce y media cuando, tras comprobar que no había nadie a la vista, empujó la verja y se dirigió a la pequeña escalera que conducía a la puerta de servicio. Aparentemente, Wanda había llevado a cabo muy concienzudamente su misión.

En el momento de entrar en la casa, Aldo respiró hondo. Todavía estaba en el lado de la legalidad, pero en cuánto traspasara esa puerta saltaría la barrera que separa a las personas honradas de los delincuentes. Podían detenerlo, encarcelarlo, destruir el universo tremendamente agradable y sobre todo apasionante que se había construido..., pero pensar en la cárcel le recordó a la que tal vez estaba muriendo allí.

«¡No es momento de echarse atrás, muchacho!», se dijo, y empujó la hoja esperando que chirriara. Tal como le habían dicho, se encontró en el pasillo al que daban, por un lado, las cocinas, y por el otro, los dormitorios de los sirvientes. Al fondo, la escalera de servicio que unía el sótano con la planta baja. Para estar totalmente seguro de no hacer ruido, se quitó los zapatos de charol, se los metió en los bolsillos, buscó los peldaños casi a tientas y esperó a haber pasado un recodo para encender la linterna que se había llevado por precaución. Al cabo de un momento estaba en el gran vestíbulo y guardó la linterna, pues los faroles de gas de la calle iluminaban lo suficiente para que pudiera orientarse. Encontró la noble y bella elipse que conducía al piso superior, luego los bustos de los emperadores romanos, el sarcófago y el resto de los objetos que recordaba.

Localizar el gabinete de trabajo de Ferrals fue fácil, pues estaba justo al lado de la pequeña estancia donde Sutton lo había recibido unos días antes. Una vez dentro, tuvo que encender de nuevo la linterna, ya que gruesas cortinas cuidadosamente corridas ocultaban las ventanas. En cierto sentido, era una ventaja, pues no corría el riesgo de ser visto desde el exterior. Faltaba ahora encontrar el famoso armario frigorífico, que la duquesa creía recordar que estaba cerca de la mesa de trabajo y «oculto por la biblioteca». Pero la estancia, donde los ruidos quedaban amortiguados por alfombras persas, era de considerables dimensiones y, con excepción de la chimenea, donde acababan de morir unas brasas, estaba tapizada de libros.

«Pensemos un poco. Las paredes no son tan gruesas... Debe de haber en algún sitio un trampantojo decorado con estantes llenos de libros.»

Después de quitarse la capa y el sombrero y de dejarlos sobre uno de los sillones, comenzó a inspeccionar la vasta biblioteca empezando por la parte más cercana a la mesa de trabajo. Sus largos dedos enguantados recorrían los lomos de los libros y de vez en cuando medio sacaban uno de ellos. Este ejercicio le llevó algún tiempo, hasta que por fin uno de los libros se negó a moverse porque estaba unido a los que tenía al lado. Tiró un poco más fuerte y un panel de falsos libros y falsos estantes se desprendió, girando sobre unas bisagras invisibles. Debajo había una puerta de acero pintada en color madera. Ninguna manivela para abrirla, tan sólo el agujero de una cerradura. Faltaba saber dónde estaba la llave.

Dejando las cosas tal cual, empezó a buscar en los cajones de la mesa cuando la habitación se iluminó al tiempo que una voz fría decía:

—¡Arriba las manos y no haga un solo movimiento!

Aldo dejó escapar un suspiro de contrariedad y pensó que ese tipo debía de tener un oído de perro guardián, pues él estaba seguro de no haber hecho ningún ruido. Fuera como fuese, John Sutton, con una bata de seda color vino y el cabello revuelto, lo amenazaba con un revólver.

—Puede bajar eso, no voy armado —dijo Morosini con calma.

—No tengo por qué creerle, así que seguiremos como estamos. Vaya, vaya, príncipe —añadió, pronunciando el título con un desdén insultante—, así que hemos llegado al extremo de registrar los armarios... ¿Qué esperaba encontrar ahí dentro? Si cree que es una caja fuerte...