Casi inmediatamente, la imagen fachosa de la falsa holandesa desapareció empujada por otra: una deslumbrante muchacha vestida de terciopelo verde, cuyos ojos parecían grandes violetas surgiendo de un joven y tierno musgo. A ésa sí que quizás hubiera pensado en hacerla su mujer. El problema es que no quería saber nada de él. El juicio severo que había pronunciado en Londres no dejaba duda alguna a ese respecto: para ella era un mujeriego incorregible y nada la haría cambiar de opinión. Suponiendo que él quisiera...

—Lo cual no es el caso —dijo en voz alta mientras se ponía un impermeable y una gorra. Ya era hora de zanjar ese asunto y pasar a otra cosa.

Tras estas tajantes palabras, salió al viento y la lluvia que desde hacía días azotaban Venecia, anegando sus tejados rosa y sus campanarios con una obstinación digna de un otoño londinense. Descartando utilizar el motoscaffo o la góndola, cubiertos con lonas, fue por las calles hasta el Rialto, junto al cual se encontraba el despacho de su notario, el señor Massaria. El mismo que, el día de su regreso de la guerra, había ido a proponerle, para salvarlo de la ruina, que contrajera matrimonio con una desconocida, una joven suiza, hija de un banquero coleccionista, a la que se le había metido en la cabeza integrarse en Venecia como una piedra en un muro por la sencilla razón de que le gustaba Venecia.

Envuelto en su orgullo, aferrado a su honor, que rechazaba un matrimonio por dinero, Morosini se había negado en redondo. Y seguía sin lamentarlo, ya que esa postura había incitado a Lisa a convertirse en Mina para ver de cerca cómo era un personaje tan curioso. Tal como la conocía ahora, sin duda lo habría despreciado si hubiese aceptado. ¿Qué pareja habrían formado?

Eso fue lo que, al cabo de un momento, le contó a su viejo amigo, que lo escuchaba tranquilamente con los codos apoyados en su viejo sillón de piel negra y las manos unidas por la yema de los dedos, el semblante grave pero con un brillo de diversión en el fondo de los ojos y un ligero temblor de barbilla que muy bien podían ocultar el deseo de reír.

—Así que he venido por dos cosas —concluyó con un suspiro—. La primera es preguntarle si estaba usted al corriente del montaje de la señorita Kledermann.

La gravedad desapareció mientras el notario replicaba:

—¿Yo? ¿Al corriente? ¡De ninguna manera! Conozco bastante bien, creo, a Moritz Kledermann, y teniendo en cuenta a la vez sus cualidades y sus dificultades de entonces, forjamos aquel plan sin entrar demasiado en detalles.

Él se tomó su rechazo como debía ser tomado, con respeto y comprensión, y ahí acabó todo.

—¿Y a ella no la había visto nunca?

—No tuve ocasión. Si no, ya supondrá que la habría reconocido a pesar de su disfraz. ¿Qué otra cosa quería preguntarme?

—No se trata de una pregunta, sino de un favor que quiero pedirle. Necesito a alguien para reemplazar a... Mina, y he pensado que usted es el más calificado para ayudarme a encontrarlo. Tiene que ser alguien de confianza, por descontado.

—Su profesión hace que no sea tarea fácil. Claro que, una vez el señor Buteau restablecido, podrá encargarse de formar a esta nueva colaboradora.

—No me parecería mal que fuese un hombre. E incluso me pregunto si, después de todo, no sería preferible.

—¿Por qué no? En tal caso, tengo un joven pasante más aficionado a la historia y al arte que al derecho, y quizá podría ser la solución. Lo que ocurre es que ahora se encuentra ausente; ha tenido que ir a Sicilia por un asunto familiar.

—¿Un siciliano? ¡Qué horror! ¿Me ve a mí con un mafioso? —dijo Morosini, riendo.

—No tema. Se trata de la herencia de una tía que vivía en Palermo, pero es un veneciano de pura cepa. Tal vez resulte difícil convencer a su padre, un colega mío que desea que el muchacho lo suceda. Pero, después de todo, quizá sólo sería para una temporada, y su reputación profesional será una garantía para él. ¿Quiere que lo intentemos? Creo que estará de vuelta dentro de unos diez días.

Aldo reprimió una mueca. Diez días eran una eternidad teniendo en cuenta que él tenía que ir a Milán dos días más tarde, pero, puesto que no había alternativa, cerraría la tienda hasta su regreso y santas pascuas.

—Ya veremos cuando vuelva. Perdone por haberle robado parte de su tiempo —añadió, constatando que el teléfono había sonado en el despacho por lo menos tres veces sin que el señor Massaria respondiera.

—¡Faltaría más! Ya sabe lo mucho que me gusta charlar con usted. Me recuerda la época en que nuestra querida princesa Isabelle recurría a mí. Una época realmente feliz —añadió con un suspiro que traducía toda la nostalgia, toda la melancolía de un amor que jamás se había atrevido a decir su nombre.

—Para ella también —aseguró Aldo amablemente—. Sé que apreciaba mucho los ratos que usted pasaba con ella.

Fue mágico. El afable rostro, sobre cuya nariz redondeada cabalgaban unos lentes, se iluminó como si una súbita luz acabara de alumbrarlo desde el interior. El viejo y fiel enamorado de Isabelle Morosini iba a vivir durante semanas, meses quizá, con esa alegría que acababa de darle. Contento de sí mismo, Aldo se despidió, pero, en el momento en que se disponía a salir del despacho, el señor Massaria lo retuvo poniéndole una mano sobre el brazo.

—Perdone mi curiosidad, pero me gustaría saber una cosa. Conocía bastante bien a su secretaria y me pregunto cuál es su verdadero aspecto. ¿Hay... una gran diferencia?

Bajo sus tupidas cejas, los ojos del notario chispeaban de curiosidad amistosa, a la que Aldo respondió con una sonrisa impertinente.

—Una gran diferencia. La suficiente para sentir cierto pesar, si he de ser sincero. Pero ya es demasiado tarde para los dos. Hasta pronto.

A pesar de lo que le había dicho a Celina, al día siguiente Aldo acompañó a Zian cuando éste fue a montar guardia a casa de la condesa Orseolo. Aunque su misión fuera transitoria y sólo tuviera que pasar allí las noches, el gondolero de los Morosini no quería instalarse sin que su señor y la vieja Ginevra hubieran efectuado una especie de inventario.

No fue en balde. El salón de música donde Adriana estaba habitualmente, tan agradable con sus sedas de color hoja seca y sus faldas de terciopelo turquesa sobre las mesas redondas, no había cambiado desde la última visita de Aldo. En cambio, nada más entraron en el saloncito contiguo, Ginevra señaló con un brazo vengador, en el mejor estilo Celina, un gran espejo oval con un marco dorado un poco deslucido, sin duda bonito pero del siglo XIX y bastante vulgar, colgado en el lugar de un soberbio espejo veneciano del siglo XVI. Faltaba asimismo un antiguo fanal de galera, bajo el que el padre de Adriana se instalaba para escribir cuando estaba en esa estancia, que servía a la vez de despacho y de biblioteca.

Al constatar aquello, Aldo notó que estaba poniéndose de mal humor.

—¿Hace mucho que no están esos objetos?

—Dos meses —respondió la anciana sirvienta—. Hacía falta dinero para el viaje a Roma y las clases del miserable. Está arruinándola, excelencia, y cuando lo haya hecho del todo, la tirará como se tira un par de calcetines rotos —añadió, bufando como una gata furiosa.

—Si yo puedo impedirlo, esté segura de que no lo conseguirá. ¿Quién vino a buscar estas cosas, su anticuario milanés, ese tal... Sylvio Brusconi?

—Sí, y se las llevó de noche.

Morosini empezaba a estar preocupado. Adriana tenía que sentirse culpable para actuar de ese modo. Hasta entonces, como sabía que de vez en cuando hacía una incursión en la compraventa de objetos antiguos, la había ayudado, en caso necesario prestándole dinero, pero tratándose de piezas de esa importancia no habría dejado de dirigirse a él. El hecho de que hubiera acudido a Brusconi, gracias al cual había conseguido dinero durante la guerra para sobrevivir, era más que significativo: Spiridion la tenía agarrada, y muy bien agarrada. Debía de estar loca por él. Y a su edad, eso era más que peligroso.

Como Ginevra se había puesto a llorar, sentada en el borde de una silla, posó sobre su hombro una mano firme y tranquilizadora.

—Lamento no haberme enterado antes de esto, pero no esté triste. Esta noche me voy a Milán; mañana veré a Brusconi, y quizá pueda recuperar el espejo y el fanal.

—Oh, no se tome esa molestia, don Aldo. Si se los devuelve, volverá a venderlos al cabo de una semana.

—Entonces no se los devolveré. Por lo menos hasta que haya recobrado el juicio. No desespere, Ginevra. Y trate de llevarse bien con Zian, es un agradable muchacho.

Tres días más tarde, Morosini regresó de Milán bastante satisfecho: no sólo se había llevado algunas importantes piezas de la subasta, sino que había conseguido arrebatarle los despojos de Adriana a su colega Brusconi, un hombre que no le era simpático, aunque no tuvo más remedio que reconocerle cierta honradez: era un pillo que sabía manejar de maravilla a las personas con dificultades económicas, pero no las estafaba. Con un hombre de la fuerza de Morosini, no se le ocurría pasarse de listo, pues éste conocía el valor de las cosas. Además, el veneciano disponía de bazas importantes: su gran prestancia, su encanto personal y su título de príncipe. Brusconi supo conformarse con un beneficio ínfimo, en espera de una posible vuelta de tortilla en un futuro incierto.

Aldo estaba, pues, muy contento, pero todavía lo estuvo más al ver la sorpresa que lo esperaba: su tía abuela, la marquesa de Sommières, había llegado el día anterior acompañada de su inseparable Marie-Angéline du Plan-Crépin, y se podía oír a Celina bramar la gran aria de Norma desde el Gran Canal.

Encontró a la anciana y a su satélite en el salón de las Lacas, donde Zaccaria les servía devotamente champán pese a no ser mucho más de las cinco de la tarde. Pero el vino de los reyes era la única bebida que soportaba la marquesa aparte del café con leche de la mañana y estaba totalmente descartado servirle otra cosa en las comidas o a la hora del té, «esa insoportable infusión de la que los ingleses te vierten cubos enteros a cualquier hora del día».

—¡Por fin estás aquí! —exclamó la marquesa atrayéndolo hacia su vasto regazo, en el que brillaban largos collares de oro, perlas y piedras finas—. ¡Empezábamos a perder la esperanza de volver a verte algún día!

—No invierta los papeles, tía Amélie. Cuando pasé por su casa a mi vuelta de Inglaterra, Cyprien me dijo que «viajaban por Italia» sin precisar dónde...

—Le habría sido imposible, porque hemos hecho mucho camino. Acuérdate de que debías ir en septiembre a Inglaterra. Así que Plan-Crépin y yo fuimos a aburrirnos a base de bien a casa de lady Winchester, pero como tú no estabas en ninguna parte, ni en el Ritz ni fuera de él, nos vinimos a Venecia..., donde nos enteramos de que acababas de partir para Inglaterra. Como, según Mina y el señor Buteau, no ibas a quedarte más de quince días o, como mucho, tres semanas, pasamos veinticuatro horas en el Danieli antes de ir a hacer nuestro pequeño recorrido por la península. Hemos estado en Florencia, en Siena, en Perugia y, por último, en Roma, que hemos tenido la desdicha de ver invadida por una horda de hormigas negras que nos han parecido tremendamente antipáticas. ¡Hasta querían comprobar nuestra identidad con el pretexto de que éramos extranjeras! ¿Se puede concebir algo semejante? Los clientes del hotel Quirinal... y los demás estaban escandalizados, e incluso se preguntaban en qué estaba pensando el rey para encomendarse a ese Mussolini.

—Creo que no tenía elección —dijo Aldo, suspirando—. Italia vivía en un gran desorden desde la guerra y la amenaza bolchevique, pero dudo que este orden le convenga durante mucho tiempo.

—Convendrá a los que se enriquezcan. Y, créeme, habrá bastantes. Volviendo a Marie-Angéline y a mí, en vista del panorama nos apresuramos a tomar el primer tren para Venecia, de donde tú habías vuelto a marcharte.

—Menos mal que esta vez han tenido la buena idea de esperarme. No se imaginan el placer que me produce su presencia. Espero que se queden algún tiempo, aunque noviembre no es el mes más agradable, con las grandes mareas que a menudo nos traen l'acqua alta[12]

Marie-Angéline, a la que aún no se la había oído, dejó escapar un suspiro de entusiasmo.

—Reconozco que me encantaría. Cruzar la Piazza San Marco sobre pequeños puentes de tablas que hacen de aceras debe de ser una experiencia muy divertida.

—Siempre he pensado, Plan-Crépin, que alimenta secretamente un gusto perverso por la aventura —dijo la marquesa—. Por cierto, Aldo, tu amigo Buteau ha vuelto, esta mañana del hospital. No tiene muy buena cara, pero yo creo que dentro de unos días estará totalmente recuperado: Celina está ocupándose de él.