—Voy a subir a cambiarme, pero antes pasaré por su habitación.

Estaba escrito, sin embargo, que Morosini no llegaría tan pronto a sus aposentos. Estaba atravesando el vestíbulo en dirección a la escalera cuando Zian saltó de la góndola que apenas se había ocupado de amarrar. Parecía muy alterado, y las noticias que llevaba justificaban su estado.

—¡Han entrado a robar en el palacio Orseolo! —espetó sin más preámbulos—. Cuando he llegado para pasar allí la noche, he encontrado a Ginevra llorando, rodeada de tres o cuatro mujeres del barrio que se lamentaban. Había también dos policías que intentaban averiguar algo en ese concierto de clamores, pero yo he comprendido enseguida lo que ha pasado: han roto las vitrinas donde estaba la plata en un lado y pequeñas joyas preciosas en el otro. ¡Se lo ruego, excelencia, venga! Esos policías son capaces de detenerme.

—Vamos. ¿Cuándo crees tú que ha pasado?

—De día, desde luego, durante una de las interminables visitas que la vieja Ginevra hace a la iglesia. Va por lo menos tres veces al día.

—¿Y nadie ha visto nada?

—Ya sabe que hay un muro de jardín delante del palacio. En cualquier caso, una cosa es segura: no ha sido forzada ninguna cerradura aparte de la de los muebles. Se diría que los ladrones tenían las llaves.

Zian no exageraba. En casa de Adriana reinaba una atmósfera de fin del mundo, en medio de la cual se movía el comisario Salviati intentando imponer un poco de calma. Éste acogió la llegada de Morosini con un visible alivio, en gran parte porque esa aparición atrajo la atención de las plañideras: Ginevra, transformada en fuente, se arrastró de rodillas para asirle la mano y suplicarle que pusiera fin a las fechorías del amalecita, súplica repetida a coro por sus compañeras.

—Me alegro de verle, príncipe —dijo Salviati—. Quizás usted consiga sacar algo en claro de estas locas. Y explicarme quién es ese amalecita.

—He venido para eso, pero, si quiere un buen consejo, mande a Ginevra y a sus amigas a prepararse un café a la cocina y, de paso, a prepararnos uno para nosotros.

Dicho y hecho. Una vez que se hubieron deshecho de la horda, los dos hombres recorrieron las diferentes habitaciones del palacio ante el cual había ahora dos policías apostados. En unas palabras, Aldo había resumido la situación, identificado al misterioso amalecita, y hablado de la ausencia de su prima y de las razones altruistas que la motivaban. La pasión de la condesa Orseolo por la música era conocida en toda Venecia y permitía arrojar un velo púdico sobre la realidad de sus relaciones con su excesivamente seductor lacayo.

Aldo explicó también que había encargado a Zian que velara por la tranquilidad nocturna de la anciana y de la casa, sin imaginar ni por un instante que el pillaje podría producirse en pleno día.

—¿Quién hubiera podido sospecharlo? Ginevra sale varias veces al día, sobre todo para ir a la iglesia...

—¿A horas fijas?

—Más o menos, sí. Su horario está marcado por los diferentes oficios: misa matinal, vísperas, completas y no sé qué más. Nunca he sido muy ducho en la cuestión —añadió con una sonrisa de disculpa.

—Yo tampoco —dijo el comisario—, pero unos hábitos tan regulares han podido ser observados fácilmente. Supongo que ella llevaba llaves, ¿no?

—Sí. Zian esperaba que volviera de misa y luego se dedicaba a sus propias ocupaciones. Como no trabaja para mí a jornada completa y tiene su propia góndola, ofrece sus servicios a los clientes del Danieli.

—¿Vive en su casa?

—Sí, desde hace años. No está casado y respondo de él como de mí mismo. De lo contrario, no se lo habría propuesto a doña Adriana.

—Estoy seguro de ello. Lo más sorprendente es que hayan entrado sin dificultad: ni han escalado el muro, cosa que habría llamado demasiado la atención de día, ni han forzado ninguna cerradura. Cualquiera diría que esa gente tenía las llaves...

—¿Y nadie ha visto nada?

—Sí. Hacia las cuatro, una vecina que estaba tendiendo en una ventana ha visto un pequeño pontón de carbonero parado delante del palacio. Ya había terminado cuando ha visto a dos hombres volver al pontón llevando al hombro un montón de sacos de madera y de carbón que debían de haber vaciado.

—O más bien llenado. Supongo que a la ida cada uno llevaba dos sacos, uno que contenía madera y otro vacío; habrá que mirar en la cocina. Después se han puesto manos a la obra, y es bastante infantil hacer creer que se llevan sacos de yute vacíos si están amontonados de cualquier manera y no muy bien doblados. Esos dos son los culpables.

—Investigaremos por ese lado, por supuesto. Sin embargo, me extrañaría que encontrásemos algo. Conozco a los que se dedican a ese negocio y son buena gente.

—Pero el mejor empresario del mundo está expuesto a contratar a un elemento dudoso. Sobre todo teniendo en cuenta que esa gente podría ser de Mestre... Por lo demás, si me permite que le dé un consejo, señor comisario, sería conveniente tratar de averiguar algo más sobre el que Ginevra llama el amalecita, ese tal Spiridion Melas, de Corfú, evadido de las prisiones turcas y recogido «en la playa del Lido muerto de hambre». Cito a mis autores, pues es todo lo que sé de él.

—¿Cree que la condesa Orseolo, llevada por su bien conocida caridad y por su amor por la música, podría haber metido en su casa a un lobo de una especie particular?

—¡Exactamente! —dijo Aldo poniendo cara de asombro—. Es una verdadera maravilla que a uno lo entiendan tan bien.

Salviati sacó pecho, contento de ser apreciado en su justo valor por un hombre de la importancia del príncipe Morosini.

—Gracias. Por su parte, príncipe, esté seguro de que mi investigación llegará hasta el fondo de las cosas. ¿Quiere que vayamos al primer piso?

—Encantado. Dudo de que mi prima haya cometido la locura de no llevar consigo las joyas, por supuesto, aunque también cabe la posibilidad de que las haya depositado en una caja de seguridad de un banco, pero arriba hay muchos objetos bonitos y valiosos.

El dormitorio de Adriana, tan femenino y casi virginal con sus cortinas blancas y azules, había recibido la visita de los ladrones. El tocador estaba vacío: no quedaban ni cepillos, ni palmatorias de esmalte, ni paños de encaje antiguos, ni ninguna de esas mil y una fruslerías frágiles y queridísimas que adornan de un modo tan encantador el dormitorio de una gran dama que es, además, una mujer bonita. Los pequeños cajones de marquetería yacían sobre la alfombra y las dos cabezas de ángel de Tiziano que hasta entonces velaban a ambos lados de la cama brillaban por su ausencia: esos dos cuadros, de formato reducido, eran los más fáciles de llevar.

Sin embargo, algo intrigó a Morosini: el mueble más bonito de la habitación era un bargueño florentino del siglo XVI, construido en ébano, marfil, nácar y carey embellecido con oro. Aldo estaba familiarizado con él, pues procedía del palacio Morosini; Adriana lo había recibido como regalo de boda del príncipe Enrico, el padre de Aldo. No se cerraba con llave, sino mediante un secreto que el príncipe-anticuario conocía. Pues bien, ese magnífico objeto estaba intacto: no mostraba huellas de que hubieran intentado abrirlo y menos aún de que lo hubieran golpeado. Como si alguien hubiera dado instrucciones: sobre todo, no tocarlo ni hacer nada que pueda restarle valor. Lo cual resultaba creíble, pues con lo que se habían llevado los malandrines tenían suficiente para conseguir una buena suma de dinero.

Aprovechando que Salviati estaba efectuando, en el otro extremo de la habitación, un minucioso examen del tocador —colocado entre dos ventanas—, y de una cómoda, se puso los guantes y presionó una hoja de marfil: los dos batientes se abrieron, dejando al descubierto una multitud de cajoncitos y una hornacina dorada que servía de marco a una estatuilla de Minerva, de marfil con casco de oro, que Adriana había convertido en su emblema y que arrancó una mueca irónica a su primo. La insensata condesa, dominada por la pasión en la madurez, no debía de haber contemplado esa bella imagen desde hacía mucho y, sobre todo, debía de cerrar las puertas del bargueño cuando recibía a su amante en la cama... ¡Qué embrollo, caramba! ¡Y qué estupidez!... El amor, lo sabía por experiencia, podía hacer cometer tonterías, pero hasta ese punto era excesivo.

Dejando a un lado su habitual discreción, abrió los cajones uno tras otro. Contenían recuerdos: rosario de primera comunión, medallas, sellos de escudo de armas, cartas antiguas, cuyas cintas descoloridas por el tiempo se guardó de desatar. En algunas reconoció su propia letra. Algunos documentos familiares también. Todo sin gran interés.

Iba a cerrar cuando su mirada viva descubrió, prácticamente bajo el pedestal de la estatuilla, una punta de papel un poco amarillento que sobresalía y recordó que la hornacina tenía también un secreto.

Una mirada de reojo hacia donde estaba el comisario le indicó que no disponía de mucho tiempo. Otro policía acababa de llegar, provisto del material necesario para buscar huellas digitales. Aldo, movido por una irresistible curiosidad, retiró a Minerva, empujó la plataforma en la que se apoyaba y que, al estar mal cerrada, dejaba pasar el trocito de papel, introdujo la mano en la abertura, sacó un paquete de cartas y se lo guardó en el bolsillo del impermeable antes de volver a ponerlo todo en su lugar, aunque se abstuvo de cerrar el bargueño, pues Salviati querría abrirlo y ya se acercaba a él.

—Un mueble espléndido —comentó el comisario—. ¿Cómo se las ha ingeniado para abrirlo?

—Es mi oficio —respondió Morosini, sonriendo—. Como anticuario, he estudiado a fondo este tipo de muebles que en épocas pasadas hacían famosos a nuestros ebanistas en toda Europa. Además, resulta que éste procede de mi casa: el regalo de boda de mis padres a la condesa.

Dejó a Salviati examinar atentamente los cajones, incluso llevó su deferencia al extremo de abrir el escondrijo defendido por Minerva con una especie de placer perverso. Tal vez a causa de ese puñado de papeles que, desde dentro del bolsillo, le quemaban los dedos. No se encontró nada importante y el policía respetó escrupulosamente los fajos atados con satén azul.

De vuelta en casa, Morosini dejó para la cena el relato de lo que acababa de ocurrir y se fue a su habitación para tomar el baño que el atento Zaccaria le había preparado. Contrariamente a su costumbre, no se entretuvo mucho. Se puso un grueso albornoz y regresó al dormitorio, donde Zaccaria había dejado sobre la cama la camisa y el esmoquin que su señor, como la mayoría de las noches, y en especial cuando había invitados en el palacio, se pondría. Las demás noches solía ir a sentarse a la gran mesa de la cocina para charlar con Celina. Desde que Guy Buteau estaba en la clínica y Mina se había marchado, los diversos salones en los que, según el estado de ánimo, ponían la mesa, preferentemente en la inmensa sala da pranzo concebida para banquetes, le parecían demasiado vastos. Al igual que en su infancia, Aldo sentía a menudo una súbita necesidad de cariño, y ese cariño nadie sabía dárselo mejor que Celina.

Un vistazo al reloj de pared le indicó que aún disponía de tres cuartos de hora largos antes de bajar a reunirse con sus invitados.

—Puedes irte —le dijo a Zaccaria—. Me vestiré después. Necesito descansar un poco.

—¿Es que no va a ir a ver al señor Buteau? Esperaba su regreso con mucha impaciencia.

—¡Señor!

Con todo el ajetreo, se había olvidado de su amigo.

—Ve a decirle que estoy aseándome y que pasaré por su habitación antes de bajar. ¿Cuánto tiempo más debe hacer reposo?

—El doctor Licci cree que a finales de semana podrá aventurarse por la escalera con su flamante cicatriz sin sentir demasiado dolor.

—Lo ayudaremos y, en caso necesario, lo transportaremos. Debe de aburrirse mortalmente... Corre, ve a decirle que enseguida voy a verlo.

Nada más desaparecer Zaccaria, Aldo fue a buscar el paquete que había guardado al entrar en el cajón de su antiguo escritorio de estudiante, se sentó en un sillón y empezó a leer. Estuvo a punto de dejarlo después de leer unas pocas líneas: eran cartas de amor que databan de los dos últimos años de la guerra. No se creía con derecho a violar de ese modo la intimidad de su prima. No obstante, impelido por algo más fuerte que una banal curiosidad, incluso por una especie de fascinación, continuó.

Se debía al tono de las cartas. Escritas con una letra grande y autoritaria, emanaban sin duda de un amante apasionado, pero también de un superior. A medida que leía, en Aldo iba tomando cuerpo la curiosa impresión de estar asistiendo al afianzamiento de un dominio cada vez mayor. El misterioso R. —no había ninguna otra firma— aludía con la pasión que le inspiraba su amante a cierta causa a la que estaba consagrado.