—¡Ah!, ¿pero usted llama a esto clima? —refunfuñó Morosini subiéndose el cuello del abrigo.
Londres se hallaba sumergida en una de esas brumas heladas cuyo secreto guarda celosamente, en las que se disuelven formas y edificios y en las que las más potentes farolas quedan reducidas a lucecitas amarillas y difusas que recuerdan la débil claridad de las velas.
—El señor se encontrará mejor cuando estemos en casa. Hemos conseguido convertirla en algo bastante coqueto, cosa de la que nunca me felicitaré bastante, dado el humor del señor Adalbert estos días.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó Morosini mientras metía sus largas piernas en el coche de alquiler, cuya portezuela Théobald le había abierto.
—¿Es que el señor no lee los periódicos?
—Desde que salí de Venecia, no. He matado el tiempo durmiendo lo máximo posible y luchando contra el mareo. ¿Qué cuentan los periódicos?
—¡Pues el descubrimiento! El increíble descubrimiento que acaba de hacer en Egipto, en el valle de los Reyes, míster Howard Carter: la tumba de un faraón de la decimoctava dinastía con todo su tesoro intacto. ¡Es inaudito! ¡Prodigioso! ¡El descubrimiento del siglo!
—¿Y eso le molesta a su señor? Como buen egiptólogo, debería estar contento. Esa dinastía es su tema favorito, si no me equivoco.
—Sí, pero míster Carter es británico.
En vista de las dificultades circulatorias causadas por la niebla, Morosini dejó de hacer preguntas y el trayecto fue efectuado sin tropiezos hasta que Théobald detuvo el vehículo ante una vieja —y encantadora— casa de ladrillo rojo, que todavía conservaba su antigua verja de hierro forjado.
—Si el cielo nos concediera un día digno de tal nombre, cosa de la que empiezo a perder la esperanza, el señor podría ver que Chelsea es un barrio pintoresco y bastante agradable, un bonito y antiguo barrio aristocrático que con el tiempo se ha convertido en una especie de Montparnasse. Está lleno de estudios donde viven pintores, escultores y estudiantes de bellas artes, que crean a su alrededor una atmósfera despreocupada y bohemia y que...
—Su presentación es impecable —gruñó Morosini, interrumpiendo el arrebato lírico de Théobald—, pero ya lo conozco. Precisamente por eso estoy preocupado.
Sin ningún motivo. La antigua morada de Dante Gabriel Rossetti, llamada en otros tiempos casa de la Reina en recuerdo de Catalina de Braganza, no sólo era muy bonita sino agradabilísima. El viajero encontró a su amigo instalado ante un fuego chisporroteante, en medio de un auténtico mar de periódicos que escudriñaba con entusiasmo. Morosini encontró muy acogedor el salón donde se desarrollaba esa escena, no sólo por la presencia de grandes cortinas de terciopelo amarillo claro y de un archipiélago de alfombras de diferentes colores, sino porque una mesa puesta esperaba no lejos de la chimenea de mármol blanco.
—¡A la hora en punto! —exclamó Adalbert, estirándose la raya de los pantalones mientras se levantaba—. Con esta niebla es todo un récord. ¿Has hecho un buen viaje?... No, no has hecho un buen viaje —rectificó inmediatamente—. Y además, las preocupaciones te desbordan. Tienes un aspecto espantoso. Ven, te enseñaré tu habitación.
Théobald también había obrado maravillas allí: el fuego ardía junto a un buen sillón, y un ramo de margaritas otoñales corregía la severidad del mobiliario y de las cortinas de terciopelo verde.
—Me he enterado de que tú también tienes preocupaciones —dijo Aldo con una media sonrisa—. La tumba descubierta por ese tal Carter en los alrededores de Luxor.
—¡Una suerte increíble! —suspiró Vidal-Pellicorne, alzando los ojos hacia el techo—. Una tumba intacta, la de Tutankamon, un faraón sin demasiada importancia que sólo reinó ocho años, pero que durante ese tiempo amasó un impresionante tesoro funerario. Cuando pienso en Loret, mi querido maestro, que está allí trabajando con tesón sin obtener grandes resultados, es para echarse a llorar. Claro que nosotros, pobres franceses, no nos beneficiamos de la generosidad de un mecenas como lord Carnavon... Me gustaría mucho ir a ver todo eso de cerca.
—¿Y qué te lo impide? ¿Has avanzado algo en el asunto de la Rosa?
—La verdad es que no. He explorado dos caminos que han resultado ser callejones sin salida y le he escrito a Simon para preguntarle si tiene otros indicios. Te confieso que empiezo a desanimarme.
—¿Y el asunto de Exton Manor? ¿No hay ninguna novedad?
—Ninguna. El matrimonio Killrenan parece vivir en una armonía perfecta. Yuan Chang ha tenido algunos problemas que han debido de retrasar sus planes, eso es cierto, pero te lo contará el pterodáctilo, lo he invitado a cenar. A todo esto, ¿qué te trae por aquí?
Por toda respuesta, Aldo le tendió la carta de Anielka.
—Sí —dijo Adalbert, devolviéndosela—. A ella tampoco se le arreglan las cosas. El juicio se celebrará dentro de diez días. Al verte la cara, he lamentado un poco haber invitado a Warren, pero ahora empiezo a pensar que he hecho bien.
—Ha sido una idea excelente. Necesito urgentemente un permiso de visita para Brixton.
—Ya lo supongo. En fin, instálate y descansa un poco. Cenaremos a las ocho.
Ser policía no impide ser un hombre de mundo, y el esmoquin del superintendente no tenía nada que envidiar a los de sus anfitriones.
—Me alegro de verlo —dijo, estrechando la mano a Morosini—. He aceptado venir esta noche porque llegaba usted. Lady Ferrals nos está causando grandes problemas.
—Yo creía haber aportado una prueba de su no culpabilidad demostrando cómo había sido envenenado su esposo.
—Sabe muy bien que es insuficiente. Sigue existiendo una certeza casi total de su complicidad con otro criminal, suponiendo que lo haya. Además, un criado jura haber visto varias veces a lady Ferrals sola en el despacho de su esposo.
—Supongo que, estando en su propia casa, tenía todo el derecho a ir a las habitaciones que quisiera.
—Entonces, ¿por qué sigue negándonos, a su padre, a su abogado y a mí, su ayuda para encontrar a ese condenado polaco?
—Tal vez hable conmigo. He venido porque he recibido esta carta.
Warren la leyó rápidamente y se la devolvió a su propietario.
—Mañana tendrá un permiso de visita. Me encargaré de que un ordenanza se lo traiga. Más vale que lo sepa: sufrió una verdadera crisis de desesperación cuando se enteró de que usted se había marchado a Venecia.
—¿De desesperación?
—Pregunte al señor Saint Albans, él se lo confirmará. No, gracias —añadió dirigiéndose a Vidal-Pellicorne, que le tendía una copa de champán—. Sólo bebo vino en la mesa, y no siempre.
De hecho, bebía mucho más de lo que comía sin que su comportamiento se viera afectado por ello. No sin cierta sorpresa, Aldo, que optó por guardar silencio durante la mayor parte de la cena, se percató de que en su ausencia el arqueólogo y el policía habían trabado vínculos de amistad. Quizá resultaba difícil de entender, pero era un hecho que podía tener su utilidad. Los dos hombres hablaron del asunto de la tumba egipcia, que, a juzgar por lo que decían, apasionaba a toda Inglaterra. Delante de su invitado, Adalbert se guardaba de manifestar su frustración. El diálogo era cortés, amable, incluso erudito cuando Adalbert llevaba la batuta, pero al cabo de un rato Morosini se hartó. Aprovechando que el superintendente atacaba el rosbif, sin el cual no hay comida digna para ningún buen inglés, dijo:
—Por cierto, ¿ha conseguido recuperar el diamante del Temerario?
—No, a pesar del registro minucioso que mis hombres efectuaron en el Crisantemo Rojo y en su tienda. Pero hemos logrado meter a Yuan Chang entre rejas. Gracias a la traición de una mujer, la amiga de uno de los hermanos Wu, pudimos tenderle una trampa. Lo pillamos en un barco recibiendo una considerable cantidad de opio y de cocaína. Perdió la sangre fría y dos policías resultaron heridos, pero acabó siendo detenido junto con varios de sus hombres.
—¿Y lady Mary?
—Parece una santa. He interrogado personalmente al chino y, sin entrar en detalles, le he dicho que sabía que el diamante obraba en su poder, pero no he conseguido hacer que «salpique» a su cómplice. Es un hombre de una gran paciencia y no quiere perder esa baza que tiene guardada en la manga.
—¿Hasta qué punto participó ella en el asesinato de George Harrison?
—Yo creo que interpretó el papel de la anciana lady de la que es prima y a la que veía a menudo, quizá lo suficiente para conseguir la adhesión de personas al servicio de una señora conocida por su tacañería; de ahí la mujer que la acompañaba y el coche..., a no ser que éste fuera alquilado. Pointer ha investigado por ahí, pero no ha averiguado nada. Todavía tenemos trabajo para rato. En cuanto a nuestra encantadora lady, lleva una agradable vida mundana y aprovecha la publicidad que el proceso Ferrals está dando a su esposo. Casi todos los fines de semana recibe en Exton Manor..., que continúa sometido a estrecha vigilancia.
—¿Sir Desmond sigue sin saber nada?
—¿De las actividades de su mujer? No, no sabe nada. Ya se lo dije, quiero pillarla con las manos en la masa. Pero del peligro que lo amenaza, sí. Después de la detención de Yuan Chang, le «revelé» en el transcurso de una conversación que, según ciertas informaciones sobre las que no me extendí, el chino andaba detrás de su colección de joyas imperiales. De modo que está sobre aviso; ahora es cosa suya tomar las precauciones necesarias.
—No servirán de gran cosa si no sospecha de su mujer, puesto que es con ella con quien cuenta Yuan Chang.
—Tampoco sospecha que vigilamos su castillo. En realidad, el hecho de que el jefe de la banda esté en prisión no me basta. En primer lugar, porque un día u otro conseguirá salir; y en segundo lugar, porque ignoramos muchas cosas acerca de la gente que trabaja para él. Y me temo que son muchas, así que...
—Es evidente que, en esas condiciones, sólo se puede esperar.
—Sobre todo —apostilló Vidal-Pellicorne cuando el superintendente se hubo marchado— porque a nosotros nos importa un comino que aparezca o no el dichoso diamante. El que nos interesa es el auténtico, y a veces me pregunto si algún día encontraremos su rastro.
—Ya que has puesto al corriente a Aronov, espera a que te conteste. Él, que siempre lo sabe todo, quizá tenga alguna idea —repuso Morosini con un vago resentimiento, recordando el paseo por Hyde Park durante el cual el Cojo le había hecho prometer que dejaría que Solmanski y los abogados se ocuparan solos de la suerte de Anielka—. Si me disculpas, me voy a dormir. Una travesía difícil y un policía inquieto es excesivo para un hombre viejo y cansado como yo.
Arrellanándose en el sillón, Adalbert acercó las plantas de los pies al fuego de la chimenea y empezó a apartarse el rebelde mechón que, una vez más, le caía sobre la nariz.
—Sólo una pregunta más que no te agotará: ¿cuáles son tus sentimientos por la adorable lady Ferrals? ¿Todavía la quieres, o bien has acudido volando en su auxilio obedeciendo a tu famoso instinto caballeresco?
—Ésa, amigo mío, es una pregunta a la que responderé cuando la haya visto.
De nuevo la pequeña habitación gris, estrecha, mal iluminada por una ventana alta, de nuevo la mesa de madera, las dos sillas y después la puerta que una mujer de uniforme abrió para dejar paso a la joven viuda. Aldo se inclinó conteniendo un suspiro de alivio.
Durante todo el camino había temido esa entrevista tan deseada. Como sabía que había estado enferma, temía ver aparecer una sombra, la forma casi descarnada de la deslumbrante muchacha de la que tan fácilmente se había enamorado. Temía ver un semblante pálido, hundido por la angustia y el sufrimiento, unos ojos enrojecidos, hinchados, llenos de un infinito cansancio, pero Anielka estaba igual que como la recordaba en su última entrevista: el mismo vestido negro enfundaba su cuerpo delgado y gracioso, los cabellos rodeaban como una aureola su fino rostro de tez purísima y, sobre todo, en sus grandes ojos dorados brillaba una chispa de alegría. Al verlo, desplegó una sonrisa, un poco temblorosa quizá, pero sonrisa al fin y al cabo.
—¿Has vuelto? —susurró, como si no se lo creyera.
—¿Acaso no me has llamado?
—Sí..., pero sin mucha fe. Wanda podría haberse equivocado al escribir la dirección y, por lo tanto, la carta podría no haberte llegado, o podrías haber estado ausente. ¿Por qué te fuiste?
—Por una razón muy sencilla: mi presencia era necesaria en casa. Pero ya ves que no he dudado ni un instante en volver. ¿Cómo estás? La última vez que quise visitarte estabas enferma, hospitalizada.
—Lo sé. Por un momento creí que iba a morir y casi me alegraba, pero ya estoy mejor... Porque vienes a ayudarme, ¿verdad?
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