—Desde que me ofrecí a hacerlo —le reprochó con dulzura—, reconocerás que no es mía la culpa si me he hallado tanto tiempo en la imposibilidad de prestarte ayuda.
Un impulso súbito la empujó hacia él con los brazos extendidos. Él le asió las manos y las estrechó contra sí, apesadumbrado al notarlas tan frías.
—¡Dios mío! ¡Estás helada!
Iba a abrazarla cuando la voz de la funcionaría llegó hasta ellos:
—Tienen que sentarse uno a cada lado de la mesa. Es el reglamento.
—¡Vaya reglamento tan ridículo! —masculló Morosini, quien, sin soltar a Anielka, hizo que se sentara y se instaló frente a ella—. Bien, intentemos ahora ponernos a trabajar —dijo con una sonrisa tan abierta que ella no pudo por menos de devolvérsela.
No obstante, la inquietud no lo abandonaba. La sentía frágil, nerviosa. Su mirada inestable era la de un ser acosado. ¿Podría, en tales condiciones, obtener una confesión de ella?
—Supongo —prosiguió en voz más baja— que deseas decirme algo.
—Sí. Sin duda tú eres la única persona del mundo con quien puedo ser sincera sin correr peligro, y es así por una sola razón: Ladislas no te ha visto nunca, no te conoce, y sus amigos tampoco.
—Yo sí que lo conozco a él —dijo Aldo, que no tenía ninguna dificultad en ver en la pantalla fiel de su memoria al joven vestido de negro de los jardines de Wilanow—. Y cuando me interesa, no olvido una cara. ¿Sabes por casualidad dónde hay alguna posibilidad de encontrarlo?
—Quizás. Es una posibilidad bastante pequeña, pero es la única que me queda si no quiero que me condenen.
—¿Por qué no has hablado antes? Si no con la policía, puesto que temes las represalias, al menos con tu padre.
—¿Mi padre? Él sólo sabe actuar de una forma: empleando la fuerza. Si encuentra a Ladislas, lo matará sin darle tiempo de exhalar un suspiro. ¡Sólo presta oídos a su odio!
—Quizá se los preste de vez en cuando a su amor. Al fin y al cabo, eres su hija, y la única forma de salvarte es conducir al polaco vivito y coleando ante los jueces.
—Tal vez tengas razón. Sea como sea, no quiero correr ese riesgo. Ya he aceptado más de la cuenta hasta ahora.
—Eso es lo que no consigo entender. Cuando murió tu esposo, podías haber acusado a Ladislas y pedido la protección de la policía. En cambio, dejaste que te detuvieran y te encerraran, limitándote a proclamar tu inocencia. Es incomprensible.
—Quizá confiaba demasiado en la gran reputación de Scotland Yard. Esperaba que lo encontraran sin mi ayuda. Y además también creía en él. «No te preocupes —me decía—, si las cosas no salieran bien, mis amigos y yo te sacaríamos del apuro.»
—¿Y tú lo creíste? Vamos, Anielka, ¿no te parece que ya va siendo hora de que me digas la verdad?
—¿Qué verdad?
—La única que cuenta: ¿qué hay exactamente entre ese hombre y tú? Fue tu amante, tú me lo dijiste, pero Wanda parece convencida de que todavía os une un amor de esos que sólo existen en las leyendas y de que tú lo amas tanto como él te adora.
La risa de Anielka habría sido encantadora si no hubiera sido tan triste.
—Juzga tú mismo ese amor por el abandono en que me deja. ¡Pobre Wanda! Nunca dejará de ser una niña alimentada de cuentos de hadas y relatos heroicos de esos que tanto gustan en nuestra querida Polonia.
—Ella piensa una cosa y tú piensas otra. Yo quiero saber si continúas amando a ese muchacho, y te confieso que me siento tentado de creerlo.
Ella abrió con sorpresa sus ojos empañados de lágrimas, semejantes a dos lagos de oro líquido, y contempló con una especie de desesperación el semblante orgulloso del hombre que tenía enfrente, aferrándose a su mirada de acero azul como si quisiera ahogarse en ella.
—Me parecía haberte dicho en repetidas ocasiones que te amaba, que quería ser tuya. ¿Has olvidado nuestro encuentro en el Parque Zoológico? Te ofrecí ser tu amante cuando tenía que casarme con Eric. Incluso te lo dije por escrito...
—Resulta difícil creerte, Anielka. John Sutton afirma que Ladislas era tu amante, que lo vio salir de tu habitación.
Dejándose caer sobre el respaldo de la silla con un suspiro de lasitud, ella retiró las manos de entre las de Aldo y cerró los ojos.
—Si prefieres creer a ese abominable mentiroso, eres libre de hacerlo. En tal caso, creo que ya no tenemos mucho más que decirnos. Abandóname a mi destino, sea el que sea, y no hablemos de nada más.
Se disponía ya a levantarse, pero él, echándose hacia delante, la retuvo con mano firme.
—Claro que vamos a hablar. ¿Crees que he recorrido todo este camino para nada? Aunque sólo hubiera una posibilidad de salvarte, lo intentaría. Después, cuando hayas recuperado la libertad, harás lo que mejor te parezca. ¿Hay un lugar donde crees que sería posible encontrar a Ladislas, aunque haya regresado a Polonia?
—Estoy segura de que sigue en Inglaterra, porque la muerte de mi esposo no era el final previsto de su misión. Pero, si te doy una dirección, ¿me juras que no se lo dirás ni a mi padre, ni a ningún miembro de la policía, ni a mi abogado?
—No diré nada. Te doy mi palabra.
—¿Actuarás solo?
—No forzosamente. ¿Tienes algo contra Adalbert Vidal-Pellicorne? Ya se desvivió en otra ocasión por ti.
Durante un breve instante, Anielka recuperó una sonrisa de niña traviesa que iluminó por completo la atmósfera del locutorio.
—¿El egiptólogo un poco chiflado? ¿Está también aquí?... Si quiere ayudarte, será una gran suerte para mí. Demostró ser un buen amigo en el momento de aquella horrible boda, y Ladislas tampoco lo conoce. Verás, lo que tendríais que hacer es conseguir atrapar a Ladislas, secuestrarlo si fuese necesario, como si tuvieras que ajustar cuentas con él por motivos personales. Quizás eso me evite la venganza de sus amigos.
—Cosa que no sucedería si lo pillara la policía, aunque fuese por mediación de sir Desmond. Lo he entendido, no te preocupes. Actuaré de manera que no te ponga en peligro. ¿Adónde tengo que ir?
—A Shadwell. Es un suburbio de Londres. En Mercer Street está la iglesia polaca, la Polish Román Catholic Church, cuyo sacristán es amigo de Ladislas. El único del que me ha hablado, seguramente porque es el único del que Scotland Yard no sospecharía, pues tiene fama de santo. Ladislas me había indicado que acudiera a él si tenía que localizarlo urgentemente uno de sus días de descanso o si necesitaba un refugio frente a un peligro inminente.
—Ah, ¿había pensado ponerte a salvo? —dijo Aldo con un desdén no disimulado.
—Incluso cuando me ha hecho chantaje, en ningún momento ha dejado de repetirme que me amaba y que quería vivir conmigo.
—Pero no morir por ti... ¡Magnífico! ¡Qué gran corazón! Y en tu opinión, ¿a qué espera para intentar ayudarte? ¿A que se celebre el juicio? Me cuesta creer que vaya a dar un golpe de efecto. No se le ha ocurrido mandar cartas a la policía, aunque fueran anónimas, para decir y repetir que eres inocente. Tiene demasiado miedo de que encuentren al remitente. No sólo es un asesino, sino un cobarde.
El ruido de la puerta al abrirse, seguido de un carraspeo, marcó el regreso de la funcionaria. El tiempo concedido había pasado y Morosini debía marcharse. Él no intentó obtener una prórroga. Se levantó y besó la mano que seguía estrechando entre las suyas.
—Removeré cielo y tierra por ti. Puedes estar tranquila.
—Dime solamente que me quieres.
—Como si no lo supieras... Te quiero, Anielka, y te salvaré. Por cierto, ¿cómo se llama el sacristán?
—Dabrovski, Stephan Dabrovski.
Shadwell era algo así como la memoria del imperio marítimo inglés. Ofrecía amplias vistas del tráfico fluvial, además de que unos meses antes habían inaugurado el King Edward Memorial Park, donde se encontraba un monumento dedicado a los grandes marinos que en el siglo XVI recorrían los mares para mayor gloria de su país: sir Martin Frobisher, sir Hugh Willoughby y algunos más. Todo ello confería cierta nobleza a ese barrio bastante apacible. En cuanto a Mercer Street, era una pequeña calle donde la iglesia polaca no ocupaba un lugar destacado.
Tratándose de un santuario católico, Morosini no vio ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en recitar una corta plegaria que le permitió inspeccionar el lugar. Por suerte, en la iglesia no había nadie salvo un hombre de unos treinta años, rubio y de aspecto vigoroso bajo la ajada vestimenta de color negro, que estaba retirando los cabos de vela y las gotas de cera de una de las dos bandejas dispuestas ante una gran imagen de la Virgen.
Pensando que se trataba de la persona que buscaba, Aldo cogió el cirio más grande que encontró y se acercó al altar. Encendió la mecha de algodón blanco, colocó la larga vela en el centro del portacirios limpio y guardó unos instantes de silencio. El sacristán, que le daba la espalda, no le prestaba ninguna atención y proseguía su tarea. Finalmente, Morosini se volvió hacia él.
—¿Es usted Stephan Dabrovski? —preguntó en francés.
El sacristán se volvió y Aldo observó a aquel hombre de tan buen porte, vestido con ropas bastante modestas. Sus ojos castaños, hundidos bajo las cejas, se clavaron en las facciones orgullosas y la mirada directa y serena de Morosini antes de admitir en el mismo idioma:
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Me temo que mi nombre no le dirá gran cosa. Me llamo Aldo Morosini, soy veneciano y me dedico al comercio de antigüedades. Me gustaría hablar con usted sin temor a ser oídos. ¿Adónde podríamos ir?
—¿Por qué no aquí? No hay nadie, excepto la que puede escucharlo todo y no repite nada —contestó, dirigiendo un breve saludo a la imagen.
—Tiene razón, tanto más cuanto que en semejante presencia sólo es admisible la franqueza. Iré, pues, al grano: quiero ver al que se hacía llamar aquí Stanislas Razocki, pero cuyo verdadero nombre es Ladislas Wosinski.
Me han dicho que usted lo conoce, y no diga lo contrario porque sería mentira.
—Lo conozco, en efecto. ¿Qué quiere de él?
—Hablar.
—¿De qué?
—Es un asunto entre él y yo, si no le importa.
—¿Quién le ha dado mi nombre?
Preguntas y respuestas eran hechas a un ritmo rápido, como un intercambio de disparos. Aldo pensó que aquel joven de aspecto tan apacible debía de ser más duro de lo que imaginaba.
Dirigiendo una breve mirada a la Madona para disculparse anticipadamente por las mentiras que iba a tener que proferir, obsequió a Dabrovski con una sonrisa de niño bueno.
—Un polaco que trabaja en las oficinas de la Legación en Portland Place, pero habría podido dirigirme a cualquiera de este barrio. Todos sus compatriotas afincados en Londres, que no son muy numerosos, conocen este santuario, a sus curas y a su sacristán, puesto que es la única iglesia católica y polaca. Si se está buscando a alguien, sin duda es el mejor lugar al que se puede acudir. ¿Va a decirme, entonces, dónde puedo encontrar a Ladislas?
—¿Es amigo suyo?
—Digamos que tenemos amigos comunes y que lo vi la primavera pasada en Wilanow. ¿Quiere que se lo describa?
—No vale la pena. Si quiere verlo, no tiene más que ir a Varsovia. Ha vuelto allí. Buenas tardes, señor.
Morosini levantó una ceja para mostrar su sorpresa, aunque en cierto modo esperaba una respuesta de ese tipo.
—¿Ya?
—Sí. Con su permiso, debo preparar el próximo servicio religioso.
—No es eso lo que quería decir, sino si Ladislas ya se ha marchado. ¿Y cuándo vuelve?
—Con todos los respetos, señor, es una pregunta tonta. ¿Por qué iba a volver?
Se volvió para dirigirse a la sacristía, pero Aldo lo retuvo con mano de hierro; se habían acabado las contemplaciones. Empezaban ahora las frases contundentes, destinadas a suscitar temor.
—Por ejemplo, para salvar la vida de una joven que creyó en él, que lo albergó bajo su techo y a la que ha abandonado cobardemente.
Dabrovski se quedó pálido y se mordió los labios, y sus pupilas encogieron hasta convertirse en puntitos oscuros.
—¿Es usted policía? Debería habérmelo imaginado, aunque su aspecto es distinto de los que he visto hasta ahora.
—Por la sencilla razón de que no lo soy. Lo juro por la Madona. ¿Quiere ver mi pasaporte? —añadió, extrayendo el documento de un bolsillo interior. Dabrovski lo cogió y le echó un vistazo mientras Aldo decía—: ¿Lo ve? Soy un príncipe cristiano y juro por mi honor que no me envía ni Scotland Yard, ni el conde Solmanski, ni el abogado de la presa, sino ella misma. Ha sido ella quien me ha dado su nombre porque Ladislas se lo dio a ella para que, en caso de peligro inminente, pudiera ser avisado. Y el peligro es inminente. Cuando se ama a una mujer...
—¡Demasiado la ha amado! Y ella se ha burlado de él, igual que de algunos más, de los que me parece que usted forma parte. Ayudarla es ponerse la soga al cuello y nosotros, sus hermanos, jamás lo permitiremos. ¡Que salga ella misma de la trampa a la que lo ha arrastrado! Además, ya le he dicho que se ha ido. Puede usted ir a Varsovia si quiere intentar convencerlo, pero me extrañaría que lo consiguiese.
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