—Quédese aquí y arrégleselas para hacerse invisible, sobre todo si pasa una patrulla haciendo la ronda. Pero si dentro de una hora no he vuelto, avise a la policía.
El fiel sirviente asintió con la cabeza sin que se le ocurriera hacer la menor observación. Estaba más que acostumbrado a las excentricidades de su señor para sorprenderse de las del príncipe anticuario. A lo que había que añadir que, al igual que a Romuald, su hermano gemelo,[13] le gustaba vivir un poco peligrosamente.
—¿No quiere que lo acompañe? —se limitó a preguntar.
—No, gracias. En este tipo de asuntos, un vigilante es siempre un ayudante muy valioso. Deséeme simplemente buena suerte.
—Espero que no lo ponga en duda.
Aldo ya había comenzado a subir por las grandes piedras angulares, sobre las que destacaba una cornisa tanto más atrayente cuanto que el escalador creía distinguir, a esa altura, una ventana entreabierta. No le costó mucho llegar; la escalada era fácil para su cuerpo vigoroso y bien entrenado. Era la primera vez que iba a entrar en una casa por la ventana y no sentía ningún remordimiento, sino más bien una alegre excitación que le recordó a Adalbert. Ahora comprendía el placer un poco perverso que éste experimentaba cuando, dando la espalda a sus ocupaciones oficiales de arqueólogo, se embarcaba en una de sus aventuras al margen de la ley en beneficio de Francia. Ésta era en beneficio de una joven amada, lo que venía a ser más o menos lo mismo.
Después de haber entrado por la ventana sin hacer ruido, Aldo se encontró totalmente a oscuras y perdido entre los pliegues de unas cortinas de seda, que se apresuró a correr tras de sí una vez que hubo pasado al otro lado. Luego encendió un momento la linterna para situarse. Descubrió que se encontraba en un dormitorio de mujer, bastante lleno de muebles pero totalmente vacío de personas. Un tocador sobrecargado y pasamanería en abundancia, unidos a una estela de perfume a la que curiosamente se mezclaba un olor de puro, confirmaban su diagnóstico. Seguramente un matrimonio ocupaba esa habitación, y si no estaba acostado pese a lo avanzado de la hora, no debía de andar lejos: en la estancia contigua, la que aún estaba iluminada.
El visitante se acercó a la puerta, por debajo de la cual se filtraba un rayo de luz, asió el pomo con mano cauta pero firme y abrió muy despacio. Justo lo suficiente para ver unos pies masculinos apoyados en un reposapiés tapizado en terciopelo marrón. Iba a ampliar su campo de visión cuando el ruido de otra puerta, abierta ésta sin precaución, hizo que se quedara inmóvil. Casi inmediatamente se oyó una voz de hombre.
—¿Tienes intención de quedarte toda la noche levantado? La marea está bajando, o sea, que tampoco será hoy.
—Me pregunto si llegará algún día. ¿Hace semanas que espero! —gruñó otra voz, masculina también pero provista de un acento de Europa central—. Y quizás haya llegado el momento de darse prisa, porque la visita de esta noche no tiene nada de tranquilizador.
—Estoy de acuerdo. Tendré que ir a Londres mañana por la mañana para ver cómo van las cosas. Hay que reconocer, de todas formas, que hemos tenido mala suerte, porque al asesinato del joyero por el que Buckingham Palace muestra tanto interés ha venido a sumarse ese asunto del tráfico de opio. Toda la policía anda de cabeza, y no es el momento de poner armas en circulación.
—Es posible, pero yo no quiero quedarme más tiempo aquí ahora que sé que alguien me busca. Si ese italiano ha sido capaz de encontrar a Dabrovski, quizá consiga llegar hasta mí.
—Dabrovski sabe lo que se hace y está seguro de que nadie lo ha seguido.
En su rincón oscuro, Aldo se quitó mentalmente el sombrero ante Théobald. Él también conocía su oficio.
—Aun así —prosiguió la voz inglesa—, más vale tomar precauciones. Iré a ver a Simpson y le pediré que te busque otro escondrijo. Que sea tan seguro como éste ya es otro cantar, pero haremos lo que podamos. Y ahora haz lo quieras, es cosa tuya, pero yo me voy a dormir.
Una vez que su compañero hubo salido, el hombre de las piernas estiradas, que Morosini estaba prácticamente seguro de que se trataba de Ladislas, exhaló un profundo suspiro, se levantó, apagó una lámpara y se dirigió hacia donde se encontraba el príncipe. Éste retrocedió hacia la ventana, pero no tuvo tiempo de salir antes de que la luz eléctrica inundara la habitación. Con un rápido ademán, sacó el revólver y apuntó con él al que acababa de entrar, que efectivamente era Ladislas.
—Buenas noches —dijo con la misma tranquilidad que si se hubiera encontrado a su adversario por la calle.
El joven se sobresaltó y observó con estupor la alta figura del desconocido, cuyos ojos de un azul clarísimo parecían querer clavarlo en el suelo.
—¿Quién es usted?
—El italiano del que acaban de hablarle. Como ve, es más fácil seguir al sacristán de lo que él cree.
Mientras hablaba, Aldo pensaba que el estudiante anarquista no había cambiado mucho desde la escena en los jardines de Wilanow: seguía siendo moreno, romántico y llevando la cabeza descubierta, además de una sombra de barba y una bata que le quedaba grande. En resumen, nada que explicara un amor capaz de empujar a una encantadora chica a intentar suicidarse.
—¿Qué quiere? —preguntó Ladislas.
—Ya deben de habérselo dicho: que saque a Anielka del atolladero en el que la ha metido. Estoy dispuesto a ofrecerle dinero y a ayudarlo a regresar a su país.
—Largarme de aquí, eso es lo único que pido. Pero ¿de dónde se ha sacado que yo la he metido en un atolladero? Se ha metido ella sola.
—¿De verdad? ¿Qué fue a hacer, entonces, a su casa? Que yo sepa, ella no fue a Polonia a buscarlo.
—No, lo admito. Le pedí que me hiciera... ciertos favores. Oiga, ¿le importaría bajar ese cacharro? No tendrá intención de matarme, ¿verdad?
—Por el momento, no, porque vale mucho más vivo que muerto. Así que sigamos como estamos y hábleme de esos «favores», que, por cierto, obtuvo haciéndole chantaje, ¿no?
—Algo tuve que presionarla, claro, pero el fin justifica los medios, y nosotros necesitamos dinero y armas. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar: mi amiga casada con el vendedor de cañones más importante de Europa.
—¿Para qué demonios necesitan municiones de toda clase? Que yo sepa, Polonia es libre.
—¿Usted cree? Se nota que no conoce al glorioso mariscal Pilsudski, nuestro héroe nacional. Pero, claro, ¿qué puede entender un italiano de Polonia? —Lo suficiente para haberme enterado de que el tal Pilsudski ya no está en el poder.
—Volverá, y además es él quien dirige el cotarro. ¿Libre, dice? Métase en la cabeza que Pilsudski es un dictador, y nosotros no queremos un dictador, por muy polaco que sea.
—¿Qué quieren, entonces? ¿La revolución, como en Rusia? Supongo que usted y sus amigos son nihilistas, ¿no?
—Eso no le incumbe. En cualquier caso, respecto a lady Ferrals, no pienso cargar con la muerte de su marido. Yo no he tenido nada que ver.
—Seguramente por eso huyó nada más verlo desplomarse.
—Póngase en mi lugar. Me di cuenta de que la policía iba a ir y me detendría.
—Pero no se le olvidó birlarle las joyas a lady Ferrals, ¿eh?
—Yo no he robado nada. Ella me las dio para que consiguiera dinero.
Morosini tenía una vaga sensación de náuseas, pero no pudo evitar reír al pensar en la imagen casi sagrada que la pobre Wanda tenía de ese chico. ¡Un paladín! ¡Un enamorado de leyenda! Era grotesco.
—¡Y pensar que hay personas lo bastante tontas para pensar que usted la ama!
El rostro crispado del muchacho se distendió, como si un soplo de dulzura acabara de acariciarlo.
—¿Por qué no? La amé... con locura, y creo que queda algo de ese amor, aunque no lo suficiente para aceptar que me cuelguen.
—¿Prefiere que la cuelguen a ella? Según usted, ¿ha sido ella quien lo ha matado?
Ladislas se pasó una mano trémula por los cabellos revueltos.
—Quizá, no lo sé. La justicia británica es quien tiene que demostrarlo. —Yo creo que la citada justicia británica demostraría mucho más fácilmente la culpabilidad de usted. Si quiere saber mi opinión, es un cobarde de tomo y lomo.
—Le prohíbo que me insulte. Si tuviera una sola posibilidad de salvarla sin perder la vida, lo haría.
—Pues yo le doy esa oportunidad. A cambio de una suma de dinero, usted escribe una confesión que no será entregada a la policía hasta que los dos nos hayamos ido. Yo le sacaré de Inglaterra con una identidad falsa y volveré.
—Pero ¿qué quiere que confiese? ¿Que lo maté?
—Por supuesto. Y si le interesa saberlo, estoy convencido de que lo hizo.
—Está loco. Igual que lo estaba yo para que se me ocurriera meterme en esa maldita casa de Grosvenor Square. No se imagina el ambiente que había. Rezumaba odio. Tres hombres deseando a la misma mujer y ella burlándose de todos nosotros.
—Sí, pero me parece haber oído decir que le daba preferencia a usted —dijo Morosini con una voz súbitamente glacial, a la que respondió la risa amarga de Ladislas.
—Es verdad. Durante un tiempo reanudamos nuestros juegos de Varsovia, pero ya no era lo mismo. Allí, ella me amaba. Aquí, quería que la librara de un hombre que la horrorizaba. Pero no fui yo quien hizo el trabajo.
—¿En serio? Bien, pues vamos a verlo, puesto que no quiere aceptar mi generosa proposición —dijo Aldo, apartando con una mano la doble cortina y dejando a la vista la ventana abierta—. Va a venir conmigo y podrá dar a la policía todas las explicaciones que quiera. Pase, por favor —añadió, señalando el hueco con el cañón del revólver.
—¿Quiere que pase por la ventana?
—Yo he pasado, y usted es más joven. No se preocupe...
Iba a decir: «Abajo hay alguien esperándolo», pero el proyectil fue más rápido y le quitó la palabra. Alcanzado en la sien por un objeto lanzado con mano segura, Morosini profirió un breve grito y, soltando el arma, se desplomó.
10. En el que se hacen singulares descubrimientos
Cuando Morosini recobró una conciencia más o menos clara, se encontraba en una oscuridad movediza y en bastante mal estado. La cabeza le dolía horrores y una mordaza le impedía escupir la sangre que tenía en la boca. Su cuerpo no estaba mucho mejor, pues, atado como un salchichón, resbalaba, daba tumbos y se golpeaba contra una caja a merced del traqueteo del vehículo, probablemente una furgoneta, que se bamboleaba por un camino donde no escaseaban los baches.
Intentando colocar una idea detrás de la otra, el prisionero llegó a la conclusión de que su situación no tenía nada de envidiable. En cuanto al destino que le reservaban, no era imposible que fuese definitivo. ¿Adónde lo llevaban? A juzgar por el suelo sobre el que circulaba el cacharro, habían salido de la ciudad, pero ¿en qué dirección?
No tardó en ser informado cuando reconoció, por encima del ruido del motor, la voz de Ladislas:
—No vayamos demasiado lejos con el coche. Ya sabes que los acantilados son peligrosos.
—Los conozco mejor que tú —gruñó el hombre que debería haber estado durmiendo—. Y sé dónde parar para no tener que cargar con él mucho rato. ¡Pesa lo suyo ese tipo!
«Bueno, estos dos bribones simplemente van a arrojarme al mar desde una altura que no perdonará», pensó Morosini con un talante lúgubre.
Nunca le había dado miedo la muerte, pese a haberla visto de cerca durante la guerra, y en el fondo le daba igual morir así o de otra manera, pero el fin que le esperaba ofendía su sentido de la elegancia; ser tirado como una vulgar bolsa de basura lo contrariaba, como también la idea de abandonar una existencia bastante apasionante.
—Aquí—dijo el chófer—. Éste es un buen sitio. Apresurémonos, no sea que vayamos a encontrarnos con una patrulla de vigilancia.
Cuando abrieron las puertas traseras para sacarlo, Aldo vio que la noche era más clara y, sobre todo, menos brumosa; seguramente la marea, al bajar, había limpiado un poco la costa. De vez en cuando, el resplandor blanco de un faro barría una nube rezagada. El ángel custodio del polaco lo agarró por las cuerdas que lo mantenían atado y lo arrojó al suelo sin ningún miramiento, lo que, pese a su valentía, le arrancó un gemido de dolor. Para su sorpresa, Ladislas protestó:
—No es necesario hacerle sufrir.
—No sufrirá mucho tiempo. ¡Vamos, corazón sensible, cógelo por los pies!
Aldo notó que lo levantaban del suelo y que se ponían en marcha. Pensando que le quedaba poca cosa que esperar de este mundo, rezó mentalmente una oración, abrió los ojos y miró el cielo, al que esperaba llegar pronto. Estaba oscuro, sin estrellas. Un digno cielo inglés, lo menos estimulante que cabía imaginar, cuando habría sido tan dulce morir bajo el de Venecia, tierno y aterciopelado.
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