Con todo, un arrebato de alegría lo asaltó, pues la idea de que sin duda iba a reunirse con su madre resultaba muy consoladora.

De repente, su ascensión mística se vio truncada. Una voz acababa de gritar:

—¡Déjenlo en el suelo poco a poco y levanten las manos! Si veo algún movimiento sospechoso, dispararé. Y tengo buena puntería.

¡Théobald! Gracias a Dios sabe qué milagro, había conseguido seguir a sus secuestradores, y su intervención permitió a Aldo morder de nuevo con fuerza el jugoso corazón de la vida. No obstante, la toma de contacto con el suelo fue un tanto ruda, porque, en lugar de depositarlo con ciertas precauciones, los dos tunantes lo dejaron caer con una sincronización perfecta. Afortunadamente, la hierba todavía era espesa y aterrizó sobre ella sin hacerse demasiado daño. En ese momento, el desconocido hizo fuego, pero Théobald disparó casi simultáneamente. Se oyó un grito de dolor, seguido de la voz aterrorizada de Ladislas:

—¡Larguémonos!

Los dos hombres salieron por piernas sin oponer más resistencia. Las pinceladas luminosas del faro permitieron a Morosini verlos mientras corrían hacia la camioneta, aunque esta vez fue Ladislas quien se puso al volante. El otro se sujetaba un hombro, que debía de dolerle. De Théobald, ni rastro. Seguramente se había tendido en el suelo antes de disparar. El vehículo efectuó una precipitada marcha atrás y dio media vuelta. Los faros se encendieron y, muy pronto, de lo que había estado a punto de ser el coche fúnebre de Morosini no se vio más que una luz roja, rápidamente engullida por la oscuridad.

La vaga inquietud relativa a la suerte de su compañero desapareció enseguida, ya que el haz de luz de una linterna se movía por el acantilado. Para ayudarlo, se puso a gemir, y unos segundos más tarde Théobald se arrodilló junto a él.

—¿Le han hecho mucho daño?

El paquete atado emitió unos sonidos indescifrables:

—Hon, hon...

El fiel sirviente retiró a toda prisa la mordaza y el superviviente aspiró una gran bocanada de aire fresco.

—Le debo la vida, amigo —suspiró mientras Théobald se afanaba en cortarle las ligaduras y friccionar sus miembros doloridos—. ¿Cómo se las ha arreglado?

—Oí un grito y pensé que era usted. Entonces escalé hasta donde usted lo había hecho y vi a esos tipos atándolo y amordazándolo. Uno habló de los acantilados de Beachy Head, y como me imaginaba que no iban a llevarlo cargado al hombro, fui hacia el garaje y esperé a que saliera un coche para montar en él agarrado a la parte trasera.

—Era un poco arriesgado, ¿no?

—Ya lo he hecho varias veces. Si hubiera fallado, habría disparado contra los neumáticos, pero eso era todavía más arriesgado, pues no sabía cuántos había dentro de la casa, y si se me echaban encima, entonces estábamos los dos perdidos.

—Yo sólo he visto a ese par. ¡Ay! Estoy más oxidado que un hierro viejo —añadió Aldo, comprobando la flexibilidad de sus brazos y sus piernas.

—¿Podrá ir andando hasta la ciudad?

—No hay más remedio. ¡En marcha!

Sostenido por su salvador, emprendió el descenso hacia Eastbourne, cuyas lujosas construcciones blancas comenzaban a distinguirse a la luz del amanecer, pero, al llegar a las primeras casas, Aldo notó que le daba vueltas la cabeza y tuvo que sentarse sobre un murete.

—¿No llevará por casualidad algo un poco fuerte en los bolsillos?

—Desgraciadamente, no, y lo lamento. Es la primera vez que me pasa. Pero voy a llamar a una de estas casas para pedir ayuda.

No había terminado de hablar cuando la puerta de un cottage se abrió para dejar paso a un policía que estaba poniéndose el casco. Enseguida vio a los hombres y se dirigió a ellos.

—¿Puedo ayudarlos, caballeros? No tienen buen aspecto.

—Su ayuda será bienvenida —contestó Aldo tras una breve mirada de advertencia a Théobald—. Anoche salí a pasear por estos magníficos acantilados y sufrí un accidente; caí dentro de una grieta y casi me mato. Allí he estado hasta que mi secretario, preocupado al ver que no volvía al hotel, salió en mi busca y ha logrado encontrarme.

—Es cierto que nuestros acantilados son una maravilla, pero ha sido una gran imprudencia aventurarse por ellos, sobre todo de noche —dijo el agente en un tono de hombre importante que reafirmó a Morosini en su convicción de que valía más no revelar su aventura a ese policía local, capaz de meterlo en la cárcel por haber penetrado sin permiso en una morada rica. Por si esto fuera poco, añadió con una pizca de recelo—: ¡Vaya idea salir a pasear anoche! No hacía muy bueno que digamos... Y ahora que me fijo, usted parece extranjero.

—Lo soy. Príncipe Morosini de Venecia, para servirlo. Y también soy un romántico incurable. Me encantan las tierras solitarias a la hora del crepúsculo. Son excelentes para las penas de amor.

Estaba seguro de que el policía comprendería ese tipo de lenguaje.

—¡Espero que no hubiera pensado suicidarse! —dijo de inmediato.

—Si hubiera sido así, seguro que no habría fallado, porque estos acantilados son perfectos para eso. Mire, sargento, lo único que quiero es algo caliente o algo fuerte, y luego ir al hotel a cambiarme antes de volver a Londres.

—Está bien, venga a mi casa. Mi mujer le preparará un buen té mientras yo voy a buscar un coche. ¿En qué hotel está?

—En el Terminus. Entré en el primero que vi al salir de la estación.

—Habría podido encontrar uno mejor para un príncipe. Aquí tenemos los mejores del país, ¿sabe? El Cavendish, el Grand, el Burlington...

Pensando que iba a tener que escuchar la lista de todos los hoteles, así como una descripción detallada de los encantos de Eastbourne, Aldo fingió encontrarse mal. Eso le valió unos cachetes en las mejillas antes de ser conducido entre sus dos compañeros hasta la casita del sargento Potter, donde una lozana joven con aspecto de manzana estuvo encantada de atender a un hombre tan elegante, poseedor de una voz tan bonita y que se dirigía a ella como si fuera una lady.

Su esposo, sin embargo, pese a parecer un poco obtuso, quizás era menos tonto de lo que aparentaba y desde luego era muy curioso. Cuando el coche de policía que había ido a buscar lo llevaba al Terminus en compañía de los supervivientes, hizo otra pregunta que indicaba que algo no estaba claro en su mente.

—Si he entendido bien, ha venido con un secretario simplemente para dar un paseo por los acantilados y ya se va.

—Sé que puede parecer extraño, pero el paseo romántico formaba parte de un todo. Verá, soy extranjero, pero la vida inglesa me gusta y he oído elogiar mucho el encanto de Eastbourne. He venido a comprobarlo por mí mismo. De hecho, es posible que me decida a comprar... o a alquilar una casa para la próxima estación estival.

—Comprendo. ¿Y qué tipo de casa le gustaría? ¿Un cottage como el mío?

El coche circulaba por Grand Parade. Aldo tuvo una idea y retrasó un poco la respuesta hasta que vio una fachada que le costaría olvidar.

—La suya es deliciosa —dijo finalmente—, pero necesito algo más grande para poder invitar a mis amigos. Pienso recibir mucho y me gustaría... ¡justo, una casa así! Esa sería perfecta.

El sargento Potter, que se había quedado sin habla, acabó por echarse a reír.

—¡Sí, desde luego! Pero ¿no es usted un poco exigente? En cualquier caso, ésa no está ni en venta ni en alquiler.

—¿Está seguro? —dijo Morosini afectando ingenuidad e incredulidad a un tiempo—. Quizá subiendo el precio...

—Aunque ofreciera millones, es imposible. Sepa, sir —añadió el sargento, adoptando una expresión de orgullo—, que esa mansión pertenece a Su Gracia la duquesa de Danvers.

—¡Ah! Claro, claro... —dijo Aldo, aclarándose la garganta para ocultar su sorpresa—. En tal caso, será mejor que busque otra cosa.

Unas horas más tarde, sentado junto al fuego en uno de los dos grandes sillones de piel negra de su salón de Chelsea, Adalbert escuchaba a su amigo, arrellanado en el otro, contarle su sorprendente odisea sin pensar ni por un instante en disimular su sorpresa.

—¿La casa de la duquesa sirviendo de refugio al supuesto asesino de Ferrals, al que sabemos que ella tenía en mucho aprecio y, sobre todo, que la ayudaba a mantener un tren de vida a la altura de su rango? ¡Es de locos!

—He analizado el asunto desde todos los puntos de vista durante el viaje de vuelta y he llegado a la conclusión de que tal vez no sea tan descabellado. Si entendí bien la conversación entre los dos hombres que estuvieron a punto de matarme, Ladislas está esperando un barco para ir a Polonia con un cargamento de armas. ¿Me sigues?

—Paso a paso. Es indudable que una morada tan aristocrática es un lugar idóneo para llevar a cabo un tráfico clandestino, pero parece un poco difícil de creer.

—Yo no opino lo mismo. Sir Eric vendía armas a la luz del día. Al menos en principio. Era, por decirlo de algún modo, la parte visible del iceberg, pero estoy convencido de que una gran parte de sus negocios se hacía de tapadillo y de que la duquesa le ayudaba..., consciente o inconscientemente.

—¿Qué quieres decir?

—Que me parece un poco corta de alcances para llevar bien unos asuntos tan delicados. Sin embargo, me vino a la memoria una cosa cuando los dos hombres citaron a un tal Simpson con el que debían hablar cuanto antes.

—¿Lo conoces?

—Digamos que lo he visto, y precisamente en casa de lady Danvers. Es su mayordomo.

Armado con la bandeja del café, Théobald, tan fresco como si hubiera pasado una apacible noche en su cama en lugar de recorriendo los acantilados, entró a tiempo de oír el final de la frase.

—Si me lo permiten —dijo—, según lo que el príncipe ha tenido a bien contarme en el tren, yo me sentiría tentado de pensar que Su Gracia no está al corriente de nada y que ignora lo que está ocurriendo en su casa.

—¿No te parece un poco excesivo? —repuso Vidal-Pellicorne, tomando una humeante taza para pasearla bajo su nariz con deleite—. Bien debía saber de dónde salía el dinero que recibía.

—Hasta ahora, sin duda. Pero... ¿por qué ese tal Simpson no podría haber considerado oportuno proseguir un comercio sumamente lucrativo ahora que sir Eric Ferrals ha desaparecido? —dijo Théobald.

—Yo coincido con Théobald —intervino de nuevo Morosini—. Faltaría averiguar a quién se dirigen nuestros clandestinos para abastecerse.

—Eso sólo podría decirlo Sutton. Como supondrás, los engranajes de un negocio como ése deben de ser infinitamente complejos y delicados. En cualquier caso —concluyó Adalbert—, una cosa es segura: tienes que ir a contárselo todo a Warren.

—Lo sé. Llevo dándole vueltas a eso desde esta mañana, pero no puedo hacerlo. Le he prometido a Anielka que no avisaré a la policía.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Y qué habrías hecho con Ladislas, si hubieras conseguido sacarlo de la casa y llevarlo contigo?

—Él dice que no tiene nada que ver con el asesinato.

—Tal vez sea cierto. Falta saber a quién quieres creer tú, a él o a ella, y sobre todo a quién deseas salvar. Anielka debe de saber, a no ser que se haya quedado de repente sin luces, que si logras encontrar a ese muchacho no tendrás más remedio que entregarlo.

—Sí, pero con la condición de que sea yo quien lo atrape y no un escuadrón de policías.

—¿Para que no parezca que lo ha denunciado ella? ¡Una idea muy ingeniosa! —gruñó Adalbert—. Pero resulta que ahora, con la entrada en escena de la duquesa, las cosas están yendo demasiado lejos. Piensa que, si guardas silencio, te expones a ser cómplice en un asunto de tráfico de armas que no sabes adonde podrá acabar llevándote. ¿Te gustaría pasar unas decenas de años en Pentonville o en Dartmoor?

Aldo se quedó unos instantes pensativo y luego trató de cambiar de tema de conversación a fin de tomarse un poco más de tiempo para reflexionar.

—Por cierto, ¿y tú? ¿Tu excursión a Whitechapel ha dado algún fruto?

—No intentes dar largas al asunto. Tengo cosas que contarte, pero esperarán hasta la noche. ¿Vas a ir a ver al superintendente o voy a tener que ir yo en tu lugar?

—Sí, voy a ir—dijo Morosini suspirando—. Más vale que lo haga yo, ya que puedo describir al enemigo. Sólo espero poder conseguir que actúe con discreción e incluso que recurra a mí cuando haya una posibilidad de detener al polaco. Podría hacerme este favor; con la información que voy a darle, debería estar contento.

Esto demostraba un gran candor, y una vez en Scotland Yard las esperanzas de Morosini se vinieron abajo más deprisa que las murallas de Jericó al sonar la trompeta de Josué. El pterodáctilo manifestó una moderada alegría por ver de nuevo al príncipe anticuario, pero cuando éste comenzó a contarle su aventura balnearia pasó sin transición de una indiferencia cortés a una especie de trance y emprendió el vuelo por el despacho batiendo furiosamente las alas.