—¿Cómo? —gritó—. ¿Ha obtenido información de tamaña importancia y no ha venido a traérmela hasta ahora, cuando lo ha estropeado todo? ¿Sabe que podría arrestarlo por obstrucción de la acción de la policía?
—¿Qué ganaría con eso? —repuso Aldo sin amilanarse—. ¿Me permite recordarle que la susodicha información me ha sido confiada en el más estricto secreto por lady Ferrals, a fin de que me encargue personalmente de aprehender..., ¿es así como se dice?..., a su antiguo enamorado para que no la puedan acusar a ella de haberlo...?
—... entregado y por lo tanto no acabe siendo víctima de la venganza de sus amigos anarquistas —recitó Warren en un tono indignado—. Ya me conozco la cantinela. ¿Y qué ha pasado ahora? ¿Sus escrúpulos lo han abandonado?
—La verdad es que no, pero al encontrarme ante un asunto de tráfico de armas que quizás afecte a la seguridad del Estado y ponga en entredicho a una personalidad cercana a la Corona, he considerado que no tenía derecho a seguir guardando silencio.
—¡Aún tendremos que dar gracias!
El superintendente volvió a sentarse tras su mesa, tomó un cuaderno y le quitó el capuchón a su estilográfica.
—Bien, si no le importa, volvamos a empezar desde el principio. Y con todo detalle.
—¿No... no llama a su secretario para tomarme declaración?
—Debemos actuar con discreción, ¿no? —repuso, irritado, Warren—. Así que voy a escribir yo mismo y después veré cómo podemos tratar de preservar el estúpido secreto que esa joven idiota le exige.
Aliviado de un enorme peso, Aldo repitió el relato esforzándose en ser lo más preciso posible y sin omitir nada. Durante un buen rato, sólo se oyó su voz amortiguada y el chirrido de la pluma sobre el papel.
Cuando hubo terminado y Warren hubo releído lo que acababa de escribir, Morosini, tras una breve vacilación, preguntó:
—¿Me hará un favor?
—¿Cuál?
—Avisarme cuando sepa dónde está Wosinski para que pueda apresarlo yo. No le pido que no proteja la retaguardia, pero concédame el honor de acabar solo lo que empecé en Eastbourne.
Los ojos redondos y amarillos del pterodáctilo se clavaron en el rostro crispado de su visitante.
—Ahora que lo conoce, sería una gran imprudencia. No vacilará en disparar contra usted. ¿Acaso quiere poner en peligro su vida?
—Sin dudarlo ni un instante. Quiero cumplir la misión que me han encomendado, aunque sea a ese precio. Desde este momento estoy a su entera disposición.
El policía, sin contestar, calibró al hombre que tenía enfrente. Finalmente, tapó la pluma y la dejó entre los papeles.
—Nunca he puesto en duda que sea usted un hombre altruista y comprendo su dilema. Le prometo hacer cuanto esté en mi mano para darle satisfacción, con la condición, por supuesto, de que dejándole actuar no nos arriesguemos a que fracase la operación. Ni que decir tiene que deberá obedecer estrictamente —dijo, subrayando esta última palabra— las órdenes que yo le dé.
—Tiene mi palabra.
Alguien llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, el inspector Pointer entró en el despacho de su jefe, se inclinó junto a su oído y le dijo algo en voz baja. Debía de tratarse de una noticia importante, porque el superintendente se sobresaltó. No obstante, hizo un gesto indicando a su subordinado que se retirara.
—Luego nos ocuparemos de eso. Primero voy a acabar con el príncipe.
—No entiendo cómo ha podido suceder una cosa así, sir. La vigilancia era perfecta...
—Déjelo por el momento, Pointer. Ya le llamaré.
El inspector se marchó de mala gana. Morosini se dispuso a imitarlo. En cuanto a Warren, no se movía. Parecía perdido en profundos pensamientos mientras tecleaba con los dedos sobre el brazo del sillón. De pronto, dijo:
—No vamos a poder mantenerlo en secreto mucho tiempo, así que más vale que se lo diga: Yuan Chang se ha ahorcado en la cárcel con un cordón de seda amarillo.
—¿Se ha ahorcado? —susurró Morosini, atónito—. Pero ¿no decía la otra noche que no conseguiría mantenerlo entre rejas mucho tiempo? Entonces, ¿por qué iba a matarse? No corría peligro de que lo condenaran a la pena de muerte.
—Y aun así, lo ha hecho él mismo. Bueno, casi...
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no se ha quitado la vida voluntariamente?
—Algo así. Yo diría que ha sido un suicidio por orden. ¿Conoce usted China, príncipe Morosini?
—No. Conozco su arte, su cultura, pero no he estado nunca allí.
—¿Su cultura? ¿Sabe algo de las antiguas costumbres imperiales, en particular de lo que designaban con el término «regalos preciosos»? ¿No? Entonces voy a explicárselo: cuando el emperador tenía queja de alguno de sus súbditos de alto rango o de sus dignatarios y, en razón de los servicios prestados, no deseaba enviarlo al verdugo, le hacía llegar lo que llamaban «regalos preciosos»: un cordón de seda amarillo, el color imperial, una bolsita de seda llena de veneno y un puñal. Eso significaba que le daba la opción de matarse.
—¿Y si escogía la vida?
—Imposible. Si lo hacía, la ejecución era inmediata. En el caso que nos ocupa, yo creo que Yuan Chang no ha tenido elección. Seguramente sólo han conseguido hacerle llegar el cordón, dentro de un panecillo o de Dios sabe qué. Pero ha sido suficiente para que obedeciera, como debe hacer todo mandarín, cosa que sin el menor género de duda era.
—Espere, espere... —repuso Morosini—. Dice que ha obedecido, pero ¿a quién? Usted habla de una costumbre imperial, pero en China hace unos años que triunfó la revolución. Quien manda ahora es Sun Yat Sen, y no creo que esté interesado en resucitar a los emperadores manchúes.
—Tratándose de China se puede esperar cualquier cosa: lo imposible, lo inconcebible, lo absurdo..., pero sobre todo la existencia de raíces tan profundamente hundidas en la noche de los tiempos que todavía perduran. El país vive su revolución, es verdad. Sin embargo, el joven emperador Pu Yi, actualmente destituido, continúa viviendo en sus palacios de la Ciudad Prohibida. Eso permite suponer que hay cierto número de fieles diseminados por el imperio pulverizado. Yuan Chang debía de ser uno de ellos. Aunque viviera en Londres desde hacía años, no en vano era de Hong Kong, donde las conspiraciones se desarrollan como flores al sol.
—En lo que a usted respecta, ¿cambia algo su «suicidio», aparte del hecho de que las posibilidades de recuperar el diamante de Harrison son menores?
Warren cogió de encima de la mesa una bonita pipa de brezo de Escocia y, pensativo, se puso a llenarla de tabaco antes de encenderla y de dar una larga bocanada que pareció relajarlo.
—¡Desde luego! —respondió por fin—. Eso significa que cometimos un error atribuyéndole demasiado poder, creyendo que actuaba solo, como devoto coleccionista en busca de tesoros desaparecidos. Ahora nos vemos obligados a constatar que era simplemente una cabeza, la que apuntaba hacia Inglaterra, de una de las implacables hidras llamadas tríadas, que para conseguir sus objetivos elevan el crimen a la categoría de institución. Para ellas todo vale: tráfico de armas, de drogas, de mujeres, de esclavos, incluso de niños. Para serle sincero, empiezo a echar de menos a Yuan Chang. Al menos con él sabíamos más o menos dónde estábamos. Ahora vamos a navegar entre la bruma.
—¿Y lady Mary? ¿Va a navegar también entre la bruma, como ustedes?
—No lo sé. Si está convencida de que el diamante se le ha escapado de las manos, es posible que abandone.
—Me extrañaría. Bajo sus maneras graciosas, parece un bulldog al que le han quitado su hueso. Llevará su locura hasta el final.
—De todas formas, va a seguir bajo vigilancia, y si un día me da la alegría de poder llevarla a los tribunales, mejor que mejor —concluyó Warren en un tono tan agresivo que Morosini sintió un escalofrío en la espalda.
—¿Se lo toma como una cuestión personal? —preguntó, sorprendido.
—Por una vez, sí. Lady Mary es tan culpable de la muerte de George Harrison como si lo hubiera matado con sus propias manos. De no ser por su codicia, un hombre de bien seguiría entre nosotros.
La gravedad del tono daba a entender que el juicio de Warren sería inapelable, pero, después de todo, Aldo no experimentaba el menor deseo de defender la causa de la nueva condesa de Killrenan. Entre otras cosas porque, en el curso de una de sus numerosas lucubraciones, había llegado a preguntarse si no sería también responsable del asesinato de sir Andrew. Tratándose de una mujer que contaba con tales complicidades, hacer comprar en Port Said a un individuo que además de ladrón fuera asesino quizá no presentara inmensas dificultades. Y creía recordar que, después del fracaso de su visita al palacio Morosini, quería lanzarse tras la estela del Robert-Bruce. No obstante, se guardó para sí sus reflexiones. Además, ya era hora de retirarse, de modo que cogió el sombrero y los guantes que había dejado sobre una silla.
—Creo que en eso soy de su misma opinión, y confieso que en estos momentos tengo tendencia a compadecerle. Se diría que la alta sociedad la ha tomado con usted: después de lady Mary, la duquesa de Danvers...
—Tiene razón; no es un problema nimio. Aunque yo creo que la duquesa es demasiado tonta para maquinar nada. Por cierto, cuento con usted para mantener todo esto en secreto.
—Espero que no lo ponga en duda.
—No, pero desconfío de ese periodista del Evening Mail con el que nuestro amigo arqueólogo se ve bastante a menudo.
Aldo se echó a reír.
—Debería saber que Vidal-Pellicorne tiene los ojos puestos en el Valle de los Reyes y las hazañas de Carter.
Gracias a Bertram Cootes, se entera un poco antes de las noticias. La duquesa no les interesa a ninguno de los dos.
—¡Ojalá siga siendo así! Bien, hasta pronto quizá.
Dicen que basta con hablar del rey de Roma para que asome por la puerta. Cuando llegó a Chelsea, Aldo casi se dio de bruces con Bertram, que bajaba la escalera como un rayo tarareando una vieja canción galesa. Éste, al reconocer al recién llegado, le pidió disculpas con una sonrisa radiante, le asió las dos manos para estrecharlas con un afecto inesperado y se precipitó al exterior haciendo revolotear su impermeable gastado, lo que dejó a la vista un traje de cheviot deformado por el uso, y gritando:
—¡La vida es bella! ¡No se imagina usted lo bella que puede ser a veces la vida!
Aldo ni siquiera trató de aclarar si eran palabras de Shakespeare o de Bertram. Después de verlo desaparecer en la bruma de la noche, se reunió con Vidal Pellicorne, al que encontró haciendo un solitario. Adalbert levantó los ojos en cuanto vio entrar a su amigo.
—Bueno, ¿qué? ¿El pterodáctilo no te ha devorado?
—Lo ha intentado, pero al final hemos llegado a un acuerdo. Oye, acabo de encontrarme a Bertram dando saltos de alegría. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha heredado una fortuna?
—Digamos que ha heredado cincuenta libras que acabo de darle a título de gratificación, de agradecimiento y de incitación al silencio. Al menos durante algún tiempo más.
—¡Cincuenta libras! Eres muy generoso.
—Las vale, te lo aseguro. Gracias a él he podido confirmar otra pista de la Rosa, ésta mucho más cercana a nosotros, puesto que se pierde a principios de siglo.
—Ah, ésta también se pierde, ¿eh? Sí, claro, lo raro habría sido lo contrario. Oye, pero no le habrás contado a ese periodista que la piedra robada en la joyería de Harrison era una falsificación...
—¿Por quién me tomas? Él sigue creyendo la versión oficial, pero, como últimamente no dispone de mucho material que le permita utilizar la pluma, ya que siguen asignándole sólo los sucesos, se le ha ocurrido la idea de escribir textos contando historias de piedras singulares para convertirlos quizás en un libro, que giraría, por descontado, alrededor de la desaparición de la Rosa. Así que vino a verme para saber lo que, en el transcurso de mi larga vida de arqueólogo, he aprendido sobre joyas raras, aparecidas de repente en lugares inesperados. Su proyecto no es una tontería, y le pregunté de dónde lo había sacado. Fue entonces cuando me habló de su amigo Lévi, un sastre judío de Whitechapel que lo viste.
Al recordar el traje de cheviot deformado que el periodista lucía cuando lo había visto, Aldo no pudo contener la risa.
—¿Un sastre? ¿Bertram Cootes? Yo hubiera jurado que se vestía en una trapería.
Vidal-Pellicorne dirigió a su amigo una mirada severa.
—Cuando uno es tan elegante como tú, debe mostrarse más caritativo. Bertram hace lo que puede. En cuanto a la historia que él y su sastre me han contado, no hace reír ni por asomo. Es excitante, desde luego, pero más bien aterradora.
—¿No exageras un poco? Las historias aterradoras de Whitechapel sucedían hace cuarenta años, en la época de Jack el Destripador.
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