En ese momento intervino el juez:

—Permítame recordarle, lady Ferrals, que míster Sutton declaró bajo juramento. Igual que usted.

—Es evidente que uno de los dos miente —se apresuró a replicar sir Desmond—, y yo sé muy bien quién. Voy a tener el honor de confundir al hombre cuyo dolor desmesurado me ha parecido sospechoso desde el principio de este caso.

—¡Protesto, milord! —exclamó el abogado de la Corona—. Mi distinguido colega no tiene derecho...

—Me disponía a informarle yo mismo, sir John. Las últimas palabras de sir Desmond no figurarán en el acta y el jurado no deberá tenerlas en cuenta. Volvamos con usted, lady Ferrals. ¿Mantiene que, desde la llegada de Ladislas Wosinski a Grosvenor Square, no mantuvo en ningún momento relaciones... íntimas con él?

—Jamás, milord. Lo repito, no quedaba nada de nuestros amores pasados, y si acepté hacerlo entrar al servicio de mi marido fue únicamente por miedo.

—Bien. Prosiga, sir Desmond.

—Gracias, milord. Lady Ferrals, háblenos de lo que Wosinski esperaba conseguir haciéndose pasar por sirviente. Supongo que debió de informarla al respecto.

—Así es. Quería dinero y, sobre todo, armas. Es evidente que armas yo no podía proporcionárselas, pero él esperaba conseguir información relativa a los proveedores de mi esposo y quizás a alguna entrega. Perdone, no estoy muy al tanto de este tipo de negocios..., ni, en realidad, de ningún otro. Yo confiaba en lograr que se fuera ofreciéndole algunas de mis joyas. Tenía muchas, pues mi esposo siempre había sido generoso conmigo.

—No lo ponemos en duda, pero, actuando así, ¿no se exponía demasiado? ¿Cómo habría explicado a sir Eric la desaparición de esas piezas de gran valor?

—Le confieso que no pensaba en ello. ¡Tenía tanto miedo! Ladislas me tenía aterrorizada...

—¿Y Sutton? ¿No tenía miedo de él?

—No. Sabía ponerlo en su lugar. Además, tenía la esperanza de librarme de él un día u otro, puesto que ignoraba quién era.

—Y si lo hubiera sabido, ¿qué habría hecho?

Los ojos de Anielka se llenaron de lágrimas y retorció entre sus manos el pañuelo que acababa de sacarse de una manga.

—No tengo ni idea... Tal vez habría huido. Ya había acariciado esa idea. Mi padre y mi hermano estaban en Estados Unidos. Cuando mi esposo murió, estaba pensando en pedirle permiso para reunirme con ellos con motivo de la boda de mi hermano. Me ahogaba en casa entre las amenazas de Ladislas, las maniobras solapadas de John Sutton y..., debo decirlo, las exigencias incesantes de un marido que en algunos momentos parecía volverse loco.

—¿La quería demasiado?

—Podría decirse así.

—¿Había hecho partícipe a alguien de ese deseo de evasión?

—No. Ni siquiera a Wanda, pese a su fidelidad. Sin embargo, la noche del drama estaba decidida a hablar con él de eso cuando volviéramos del Trocadero. Un rato antes había soportado una escena terrible... en la que John Sutton se basó para acusarme.

—Efectivamente. Parece ser que la oyó decir: «Esto tiene que acabar. Ya no te soporto.»—No sé cómo habría podido oírme, a no ser que estuviera escondido debajo de mi cama o detrás de las cortinas. Esa escena tuvo lugar con todas las puertas cerradas, y mi habitación es enorme. Además, yo no pronuncié en ningún momento esa frase.

—Sir Desmond —intervino el juez—, ¿no cree que sería conveniente escuchar de nuevo a míster Sutton? Parece que estamos adentrándonos en un camino cada vez más oscuro, pues resulta muy difícil descubrir si dice la verdad lady Ferrals o su acusador.

—Estoy deseándolo, milord, aunque a ese respecto no sé muy bien qué podrá aclararnos.

—Si sir John está de acuerdo, yo me inclinaría por... ¿Qué pasa ahora?

Uno de los sheriffs de Old Bailey acababa de entrar con una agitación manifiesta. Se dirigía hacia el abogado de la Corona, pero, al oír al juez, se detuvo en medio de la sala.

—Con su permiso, milord, el superintendente Warren solicita ser escuchado por el Tribunal. Inmediatamente.

El juez logró la proeza de levantar una ceja más que la otra.

—¿Inmediatamente? ¡Diantre, debe de ser urgente!... Haga pasar al superintendente.

Warren, más pterodáctilo que nunca con su cara de los días malos, hizo una entrada casi sensacional que puso en pie a la mitad de la sala y a la totalidad de las galerías. Empezó por rogar al Tribunal que disculpara una intrusión tan poco protocolaria, pero le parecía que la información que iba a aportar era de tal naturaleza que no admitía ninguna espera.

—La policía de Whitechapel acaba de informarnos de que, tras ser alertada por una llamada telefónica anónima, ha encontrado el cuerpo de Ladislas Wosinski, que se ha quitado la vida ahorcándose.

Sobre el súbito murmullo del público destacó la voz de una mujer:

—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No es posible!

Tuvieron que llevarse a Sally Penkowski, presa de un verdadero ataque de nervios, lo que acrecentó la emoción general. Tras una enérgica llamada al orden por parte del juez, se hizo un profundo silencio. En el asiento de los testigos, Anielka, más pálida que nunca, parecía una estatua de cera. Todo el mundo contenía la respiración. Fue sir Edward Collins quien tomó la iniciativa.

—¿Un suicidio?

—Eso parece, milord. Se ha encontrado esta carta sobre la mesa de la habitación. Está dirigida a Scotland Yard.

—¿Puedo saber lo que dice?

El juez se puso los lentes y, rodeado de un silencio sepulcral, recorrió con los ojos el mensaje.

—Señoras y señores del jurado, voy a hacerles partícipes del contenido de esta carta —declaró—, que aporta a este juicio un elemento de gran importancia. Presten atención; está escrita en inglés. «Antes de abandonar este mundo, en el que he faltado a todos mis deberes para con la mujer a la que amo, así como para con mis compañeros de armas, quiero declarar que la muerte de sir Eric Ferrals, acaecida la noche del pasado 15 de septiembre, sólo es imputable a mí. Fui yo quien vertió la estricnina en el recipiente donde se forma el hielo dentro del armario frigorífico, de cuya llave pude hacer sin dificultad una copia gracias a un molde de cera. Preso en mi propia trampa, me di cuenta de que no soportaba más ver sufrir a lady Ferrals a causa de su esposo y a causa de mis propias presiones. No lamento haber matado a sir Eric, no merecía vivir, ni tampoco dejar una vida que no me ha sido muy favorable. Me llevo, al menos, la certeza de poner fin a la pesadilla que está viviendo mi amada. ¡Quieran Dios y ella perdonarme!»Finalizada la lectura, el juez agitó un instante la carta dirigiéndose a Warren:

—¿Tiene alguna razón para creer que esta carta no haya sido escrita por el difunto?

—Ninguna, milord. Hemos encontrado algunos papeles escritos en polaco y que estamos haciendo traducir en estos momentos. Están escritos por la misma mano.

—¿Tampoco tiene ninguna que permita creer que han... ayudado a ese hombre a suicidarse?

—El cuerpo no presenta ninguna señal de violencia.

—En tal caso...

—Esto es digno de una novela —murmuró Vidal-Pellicorne—. ¿Tú qué opinas?

—Nada. Estoy desorientado; esto no encaja con el hombre con el que estuve la otra noche. ¿Qué ha podido pasar para que se produzca un giro tan trágico?

—Podríamos decir que los caminos del Señor son inescrutables. El conde Solmanski seguramente atribuirá este milagro a sus oraciones. En este momento debe de estar en plena acción de gracias.

—No parece —dijo Morosini—. Compruébalo tú mismo; está en la cuarta fila a nuestra izquierda.

—¿Está aquí? No lo he visto llegar.

—Yo sí. Ha sido durante el revuelo que ha precedido la llegada de Warren.

El conde estaba muy erguido en el banco, con sus clarísimos ojos clavados en su hija, que lloraba sin contención. Por orden del juez, una de las guardianas fue a buscarla y la condujo a su sitio, donde su compañera y ella misma se esforzaron en tranquilizarla.

La sesión terminó como tenía que terminar. Sir Desmond solicitó que la acusación abandonara la causa. A lo que sir John Dixon accedió de buen grado después de haber consultado al jurado, cuyo presidente se plegó al parecer general.

Sólo faltaba que el juez dictara la puesta en libertad de lady Ferrals, a la que condujeron al sótano en medio de un alboroto indescriptible. Media hora más tarde, sostenida por su padre, montó en un Rolls negro cuyo chófer tuvo todas las dificultades del mundo para abrirse paso entre la nutrida multitud que se agolpaba a la salida de Old Bailey. Morosini y Vidal-Pellicorne asistieron, mezclados con la gente y los fotógrafos de prensa, a esa marcha que no parecía realmente un triunfo. Salvo quizá para Solmanski, cuyo perfil altivo había aparecido un instante detrás del cristal del coche.

—Ahí lo tienes, contento y, sobre todo, rico —observó Adalbert—. Su hija va a poder recibir una espléndida herencia...

—Pueden confiar en mí para ponerle todo tipo de trabas —dijo junto a los dos hombres la voz de John Sutton—. Continúo estando a cargo de los asuntos de mi padre y al corriente de sus secretos. Tendrá que contar conmigo.

—¿Reconoce por fin que se equivocó acusándola? —preguntó Aldo.

—De ninguna manera. Lo que vi y oí, lo vi y lo oí. Sigo estando seguro de que la asesina es ella, y algún día conseguiré demostrarlo.

Sutton desapareció entre la multitud, seguido por la mirada de Adalbert, que parecía preocupado.

—A mí me pasa algo parecido —dijo—. Este suicidio tan oportuno no me convence. ¿Y a ti?

—No puedes negar que lo tuyo es escudriñar las necrópolis —dijo Aldo, que había recuperado el buen humor—. Deja de buscarle tres pies al gato. Yo siempre he creído que Anielka era inocente y ahora es libre. Ven, vamos a celebrarlo.

Los dos hombres se alejaron. A su alrededor, la muchedumbre se dispersaba.

12. El drama de Exton Manor

Unos días antes de las fiestas de fin de año, Aldo y Adalbert fueron a Kent en respuesta a la invitación de Desmond Killrenan. Éste, a fin de escapar a los rumores suscitados por el corto juicio de lady Ferrals, había decidido pasar unos días tranquilo, en su propiedad de Exton Manor. Como sabía que Morosini pensaba volver a Venecia para celebrar la Navidad con los suyos, había insistido en que los dos hombres fueran sus invitados durante cuarenta y ocho horas.

—Estaremos solos —explicó—. La última semana antes de Navidad, mi mujer no sale de Regent Street, Bond Street, etcétera, para hacer sus numerosas compras. Y a mí me gustaría que admiraran mi preciosa colección, tal como les prometí, antes de que se marchen.

Los dos amigos no vacilaron en aceptar la invitación. Para Aldo, la posibilidad de contemplar esas obras raras lejos de la mirada rencorosa de la bonita Mary resultaba doblemente atractiva, porque esperaba encontrar una manera discreta de poner en guardia al coleccionista contra las artimañas de su peligrosa mujer. Tenía una idea de la que se proponía sacar partido. Por otra parte, confiaba en que todo aquello le distrajera de su amarga decepción.

En su ingenuo candor, había imaginado que al día siguiente de su liberación Anielka lo llamaría, aunque sólo fuera para agradecerle sus esfuerzos y congratularse con él de un futuro ahora abierto y que permitía todo tipo de sueños y de esperanzas. Pero no supo nada de ella aparte de una información facilitada por Bertram Cootes, que asediaba con sus colegas la mansión de Grosvenor Square: lady Ferrals y su padre se marchaban de Londres para instalarse en el castillo de Devon donde Anielka había pasado su luna de miel. La joven dejaba la vivienda londinense, que era de alquiler, a Sutton, la sombra de su esposo, además de a los hombres de leyes encargados por su padre de velar para que entrara en posesión de su herencia. En cuanto a sus proyectos a más largo plazo, se desconocían por completo.

Los de Aldo eran más confusos, aparte del hecho de que había convencido a Adalbert de que se fuera con él a las orillas del Adriático y acabara allí el año 1922, rico en acontecimientos. La Navidad celebrada en compañía de tía Amélie, de Marie-Angéline, de Guy Buteau, de Celina y de Zaccaria sería más agradable que en cualquier otro lugar y Aldo, desencantado, sentía una gran necesidad de ternura familiar. Después, si el estado de sus negocios lo permitía, quizá volviera a Londres con su amigo para tratar de completar el itinerario de la Rosa de York, cuya última desaparición se remontaba tan sólo a diez años atrás. Diez años que parecían poca cosa en comparación con décadas de oscuridad. Desgraciadamente, el último hilo conductor parecía roto, pues el sastre Ebenezer Lévi no había vuelto a su establecimiento de Whitechapel, lo que preocupaba a su vecina.