—Empiezo a creer que le ha sucedido algo —les confesó a los dos hombres la última vez que pasaron por allí.
Ellos también empezaban a creerlo, y la bruma del desaliento los envolvía lentamente. Esta vez, sin embargo, Adalbert le dio su dirección a la vecina —acompañada de un par de billetes—, aunque especificando claramente que, en caso de que Ebenezer regresara, no debería mencionar su paso por allí bajo ningún concepto.
—Me voy a Francia a pasar las fiestas —añadió—, pero si cuando regrese en enero me da noticias suyas, vendré a verla. Se trata de un asunto más importante de lo que le dijimos en nuestra primera visita y le interesa guardar silencio, pues eso tal vez nos permita resolverlo de modo favorable.
Convencida de que una bonita suma podría recompensar su celo, la vecina juró todo lo que le pidieron.
—(Y si no aparece? —preguntó Aldo—. ¿Qué haremos? No podemos pasarnos la vida aquí.
—Consultaremos a Simon y, si está de acuerdo, quizá podríamos informar a nuestro amigo Warren de esta desaparición. Él cuenta con medios que nosotros no tenemos.
—En tal caso, habría que decirle la verdad.
—Quizá no toda, sino sólo una parte. Ya veremos cuando llegue el momento.
Entre tanto, una tarde grisácea, el coche conducido por un Théobald digno y sobrio, como corresponde a todo sirviente de gran casa, atravesó las oscuras y severas afueras del sudeste de Londres y tomó la carretera de Dover, que, pasando por Rochester y Canterbury, cruzaba todo Kent en sentido longitudinal. La residencia campestre de los Saint Albans estaba situada en los alrededores de Ashford, al sur de la sede episcopal más importante de Inglaterra.
El tiempo húmedo, ligeramente lluvioso en algunos momentos, era bastante suave, como sucedía con frecuencia en Kent, conocido como el Jardín de Inglaterra al igual que Touraine lo era de Francia. Era, asimismo, la región preferida de Dickens: «Kent, sir—dice el inefable Jingle en Las aventuras de Mr. Pickwick—, todo el mundo conoce Kent: manzanas, cerezas, lúpulo y mujeres.»
Aunque no se veían muchas mujeres con aquel mal tiempo, aunque manzanas y cerezas se hallaban ausentes de los árboles pelados por el invierno, el campo estaba encantador con sus viejas moradas señoriales, sus bonitos pueblos y esas curiosas «torres de lúpulo», edificios achaparrados y cónicos que parecían gigantescos apagavelas.
—Deberíamos haber venido en primavera —comentó Adalbert—. Cuando los árboles están en flor, es una delicia.
—Nadie te impedirá volver —masculló Aldo—. En lo que a mí respecta, me gustaría acabar cuanto antes con las islas Británicas y volver a mi sol.
—¿Dónde estaremos en primavera? —suspiró su amigo—. Suponiendo que consigamos encontrar ese maldito diamante manchado de sangre, no habremos realizado más que la mitad de nuestro trabajo. Faltarán el ópalo y el rubí, de los que Simon no parece saber gran cosa.
—Cada día trae su afán. Aronov tiene que convenir en que no es posible encontrar en cinco minutos unas piedras que llevan siglos perdidas. Este año le hemos devuelto el zafiro. No está nada mal... Las otras ya se verá.
—¡Hay que ver lo gruñón que estás hoy! Y deberías estar contento, porque vamos a ver cosas magníficas... Fíjate en esa casa, ¡es espléndida!
En el recodo de una arboleda, Exton acababa de aparecer con toda su gracia. Construida sobre unos fosos antiguos, una parte de los cuales se ampliaba para formar un estanque salpicado de sauces llorones, la vieja casa solariega incorporaba unos vestigios feudales a dos edificios gemelos del más puro estilo isabelino, unidos por una galería y separados por un jardín-terraza como sólo los ingleses saben hacer. El conjunto ofrecía una imagen de un romanticismo extremo. Un parque espléndido y muy bien cuidado rodeaba lo que era mucho más un castillo que una casa solariega.
—Lord Killrenan debe de vivir como un rey —comentó Vidal-Pellicorne en tono admirativo—. Hace falta mucha gente para mantener esto.
Sin embargo, el nuevo lord no parecía un millonario cuando recibió a sus invitados en la entrada del puente fijo que cruzaba el foso. Su vieja chaqueta de caza y sus pantalones embarrados le daban más el aspecto de un campesino que de un brillante abogado. Uno le habría dado un penique, aunque cualquier experto sabía que la escopeta Purdey que llevaba colgada al hombro valía una fortuna.
Acogió a sus invitados con un placer evidente que iluminaba su cara rolliza.
—Espero que no les sepa mal que no haya invitado a nadie más. La causa es mi egoísmo; hace mucho tiempo que deseo hablar con ustedes de los objetos de mi pasión, que también es un poco la suya.
—Por favor, no se disculpe —dijo Aldo—. Es mucho mejor así. Yo creo que ciertos temas no están hechos para todos los oídos.
—Sobre todo los oídos femeninos —añadió Adalbert con una sonrisa cándida.
En el vestíbulo, de artesonado de roble oscuro y severo embaldosado, donde medio árbol ardía alegremente bajo el arco Tudor de la gran chimenea, un imponente mayordomo y dos lacayos se hicieron cargo de los invitados; el primero para acompañarlos a sus habitaciones, y los segundos para ir a buscar su equipaje y ocuparse de Théobald.
—Supongo —dijo sir Desmond— que necesitarán descansar un poco. Las carreteras están terribles en esta época del año. Cenaremos a las ocho, pero me encontrarán a las siete y media en el salón de los tapices, la primera puerta a la derecha del vestíbulo, después de la escalera.
La hospitalidad del abogado era impecable. Los dormitorios, al tiempo que permanecían absolutamente fieles a la decoración de su época —había algunos muebles realmente preciosos—, ofrecían un confort moderno tan eficaz como discreto; en los cuartos de baño, pequeños pero muy bien arreglados, el agua caliente salía a raudales y las toallas olían a lavanda. En cuanto a los pequeños armarios de estilo Renacimiento dispuestos junto a las ventanas de cristales emplomados, contenían una buena provisión de frascos variados, cigarrillos y puros.
Los dos invitados felicitaron por ello a su anfitrión cuando, debidamente vestidos con el obligatorio esmoquin, se reunieron con él junto a otra chimenea, ésta labrada en madera, donde ardía una cepa de pino difundiendo un agradable olor de landa.
—Lamentamos no poder presentar nuestros respetos a lady Mary —dijo Morosini—. No es nada habitual encontrar a un ama de casa tan atenta.
—Eso es porque es una perfeccionista. En todo: sólo quiere lo mejor, lo más bello, lo único o lo muy raro. Recuerde sus anteriores relaciones con ella, príncipe. Evidentemente, teniendo esto en cuenta, cabe preguntarse por qué me escogió a mí como esposo. Yo no tengo nada de guapo.
A Morosini le pasó por la cabeza la idea de que quizás eso le hacía sufrir, pero encontró una réplica.
—¿Acaso no es usted el mejor abogado y quizás el coleccionista más entendido y erudito? Tendrá que perdonarme por ignorar sus demás cualidades, pero no nos conocemos lo suficiente —añadió con una sonrisa indolente de lo más indicada para la situación. Había tenido el buen gusto de no mencionar el hecho de que, entre los hombres de leyes, sin duda era el más rico.
—Me gustaría que fuéramos amigos. ¿Les parece bien que pasemos a la mesa?
La cena estuvo a la altura del resto: una mezcla muy lograda de cocina francesa, con truchas aromatizadas con hierbas, y de tradición inglesa, con un asado de buey tierno como el rocío, acompañado de patatas no hervidas sino doradas con mantequilla. Los vinos estaban bien escogidos: Borgoña, Chablis y Romanée-Saint-Vivant, por el que lord Desmond parecía tener debilidad. De hecho, comió en abundancia pero bebió todavía más, aunque sin que ello le afectara. Al levantarse de la mesa estaba de un humor más jovial que cuando se había sentado, sobre todo después de una o dos copas de un Oporto sensacional.
Hablaron mucho, de China y de sus tesoros para empezar, y luego de piedras célebres y de arqueología. Una conversación apasionante para todos y que pareció llevar a lord Desmond a un alto grado de entusiasmo. De modo que, hacia las once, cuando casi todos los criados se habían retirado, propuso con toda naturalidad a sus invitados visitar su colección, cosa que ellos aceptaron encantados. Se dirigieron hacia la galería que unía los dos pabellones del castillo y tocaba con la parte más antigua.
Bastante amplia, con el suelo embaldosado y el techo de vigas vistas, dicha galería, con sus altas ventanas ojivales que daban a la noche del jardín interior, semejaba la de un claustro, con la diferencia de que en su larga pared los retratos de antepasados alternaban con algunas armaduras y armas antiguas. En el centro, había una puerta de roble labrada con pernios de hierro, provista de una cerradura de época que la gran llave de lord Desmond abrió sin dificultad. Detrás había un pequeño pasillo, el cual desembocaba en una escalera de caracol que se abría en el suelo. Era patente que acababan de cambiar de siglo; bastaba ver el grosor de las paredes y la curva tan cerrada de la escalera. La presencia discreta de la electricidad no atenuaba en absoluto la impresión de estar en otra época.
Llegaron a una sala de techo bajo y abovedado que originalmente debía de haber sido larga, pero que una pared de cemento con una superficie negra y pulida en el centro reducía de manera notable. Recordando lo que había oído en los sótanos del Crisantemo Rojo, Aldo pensó que lady Mary no había mentido: su esposo había hecho instalar una cámara acorazada en una antigua bodega.
El señor del lugar marcó la combinación y la enorme hoja de acero giró sobre sus goznes, dejando a la vista una habitación que se iluminó inmediatamente. Los dos invitados profirieron una exclamación admirativa, pues allí había un auténtico tesoro que justificaba las precauciones del propietario... y la codicia del difunto Yuan Chang. En unas vitrinas iluminadas, se ofrecía a sus ojos la más hermosa colección de jades, verdes y blancos, que hubieran contemplado jamás: objetos rituales que representaban el Cielo y la Tierra y que databan del año 1500 antes de Cristo, dragones translúcidos con las alas desplegadas, una sorprendente coraza de oro y jade de la época Han, «montañas» esculpidas que representaban la vida de los héroes antiguos se codeaban con admirables alhajas entre las que figuraban tres coronas imperiales.
—¿Cómo ha conseguido reunir todo esto? —preguntó Morosini, maravillado.
—El mérito corresponde a mi padre. Yo me he limitado a continuar su obra, aunque con un entusiasmo cada vez mayor, lo reconozco. Pero no cuente conmigo para que le diga cómo he obtenido algunos de estos objetos. Algunos pagándolos a precios elevadísimos, otros gracias a un golpe de suerte. Usted está obligado a guardar el secreto profesional y debería comprender que un coleccionista no revela así como así sus fuentes.
—No se me ocurriría preguntárselas. Le ruego que perdone mi exclamación, causada por la sorpresa, la admiración... y quizás un poco por la envidia.
—Está perdonado. Y usted, señor Vidal-Pellicorne, ¿cree que estas joyas serían dignas de sus princesas egipcias?
—No sólo me interesa Egipto, y reconozco de muy buen grado que todo esto es fabuloso. Es usted un maestro, lord Desmond.
Las llamas del orgullo, unidas a las de la bebida, iluminaron el poco agraciado rostro del coleccionista.
—Si me dan los dos su palabra de no revelar jamás a nadie lo que deseo mostrarles —dijo éste—, creo que no se arrepentirán.
—¿No está todo aquí? —preguntó Aldo.
—No. Hay una cosa más.
—En tal caso, tiene mi palabra.
—La mía también —dijo Adalbert.
—Entonces, vengan.
Los condujo hacia el fondo de la sala, ocupada en parte, en el centro, por una vitrina en la que destacaba un conjunto de armas de bronce con la hoja de jade. Estiró el brazo para presionar algo junto a la vitrina y la pared se abrió, giró sobre unos goznes invisibles arrastrando consigo el mueble, sujeto a ella.
—Permítanme un momento. Voy a encender la luz —dijo lord Desmond sacando un encendedor.
Esta vez no se trataba de luz eléctrica. Adalbert y Aldo intercambiaron una mirada mientras su anfitrión desaparecía en el espacio oscuro. Poco a poco, las tinieblas dejaron paso a la cálida luz de las velas.
—Pueden pasar —dijo la voz de lord Desmond.
Lo que los dos hombres descubrieron los dejó atónitos. En el umbral de una pequeña estancia tapizada de terciopelo oscuro que tenía algo de capilla, dos candelabros ardían delante de un retrato que Morosini reconoció al primer golpe de vista: era del duque de Saint Albans, hijo bastardo del rey Carlos II y de Nell Gwyn. Un retrato más pequeño que el que había contemplado en casa de la duquesa de Danvers, pero infinitamente más interesante, pues entre los encajes del cuello de la camisa brillaba un grueso diamante pulido de brillo lechoso.
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