Bajo el retrato había una especie de altar con un pequeño tabernáculo, cuya puerta, dorada y labrada, lord Desmond estaba abriendo. Y entonces se produjo un milagro: sobre un soporte de terciopelo, brillaba la piedra reproducida en el cuadro.
—Ahí lo tienen —dijo lord Desmond, dejándose caer sobre un gran sillón de roble destinado a facilitar largas contemplaciones solitarias—. Ahora pueden comprobarlo: los que afirmaban que el diamante de Harrison era una falsificación tenían razón.
—¡La Rosa de York! —susurró Morosini, invadido por un torrente de sospechas—. De modo que es usted quien la tiene...
—Sí —afirmó el lord, disfrutando de su triunfo con arrogancia—. Y también soy yo el autor de las cartas anónimas a los periódicos. No podía soportar la idea de que alguien se hubiera atrevido a sacar a la luz una tosca falsificación.
—¿Una tosca falsificación? —repuso Adalbert—. Ha engañado a más de un experto..., a no ser que la piedra falsa sea ésta.
—¿Está de broma? Conozco toda su historia... o casi toda. Me empeñé en reconstruirla cuando, hace unos quince años, encontré este retrato en la tienda de un anticuario de Edimburgo.
—Creía que no eran de la misma familia —dijo Aldo, señalando al personaje de llameante cabellera del retrato.
—No, no lo somos, pero a veces me gusta fantasear en torno a la coincidencia de apellido, y cuando vengo aquí a meditar me entretengo pensando que yo también desciendo de amores reales, que la sangre de los Estuardo corre por mis venas..., y eso me hace feliz. Es una sensación... divina. Sobre todo porque nadie sabe de la existencia de este cuartito ni de lo que contiene.
—¿Ni siquiera su mujer?
—Ella menos que nadie. Ya conoce su pasión por las joyas antiguas, preferentemente célebres. Yo me he consagrado de forma exclusiva a ésta. ¡Reconocerán que vale la pena!
Sin contestar, Morosini se inclinó, cogió delicadamente el diamante con dos dedos y lo observó a la luz de una vela.
El corazón latía en su pecho a un ritmo más rápido. Como no había visto nunca el diamante del Temerario, ni siquiera reproducido, experimentaba una violenta excitación, cuidadosamente disimulada bajo su apariencia despreocupada. ¡Por fin tocaba esa piedra maléfica cuya blancura cubría hipócritamente ríos de sangre!
—¿Qué esperaba conseguir escribiendo esas cartas? ¿Que renunciaran a vender el diamante?
—Por supuesto, y confieso que no entendía a Harrison. Era un gran joyero, incluso un experto. ¿Cómo había podido dejarse engañar de ese modo?
—Mi amigo acaba de decírselo: había engañado a otros. Cuando mataron a ese desdichado Harrison, nosotros nos dirigíamos a su establecimiento, que yo conocía desde hace tiempo, para pedirle que nos enseñara la Rosa. Seguramente yo habría emitido el mismo veredicto que los demás. Pero, dígame una cosa, faltaba poco para la subasta, la piedra se iba a poner a la venta. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Pensaba exhibir este diamante en público, o bien...?
—¿O bien me pareció más cómodo poner fin a esa comedia haciendo robar la piedra y... de paso asesinar a Harrison?
—No. Confieso que hace un momento tuve dudas, pero ahora estoy seguro de que no.
—¿Y qué le da esa seguridad?
—El hecho de que lady Mary ignora que la Rosa le pertenece.
—No lo entiendo...
—No tiene importancia por el momento. Pero no ha contestado a mi pregunta: ¿qué pensaba hacer si se hubiera celebrado la subasta?
—Nada. Desde luego, habría estado presente en la sala para ver si otros manifestaban dudas, porque yo no he escrito todas las cartas, pero creo que habría acabado por no decir nada. Yo, un abogado, habría optado por guardar silencio, a fin de conservar intacto el placer que siento aquí cuando vengo a sentarme en este sillón y tomo la Rosa entre mis manos como usted en este momento.
—Antes ha dicho que logró reconstruir la historia casi completa de la piedra —intervino Vidal-Pellicorne—. El príncipe Morosini y yo también nos hemos dedicado a investigar este asunto... por simple curiosidad, por supuesto. ¿Podría decirnos si el príncipe regente se la regaló a su amante, Mrs. Fitzherbert, tal como nos han asegurado?
—Eso es exactamente lo que ocurrió. Lo que no es tan exacto es el término que usted ha utilizado, pues María Fitzherbert era esposa morganática del príncipe, por lo que éste se convirtió en bígamo al contraer matrimonio con la pobre Carolina de Brunswick. Indiscutiblemente, estaba muy enamorado de ella, y la Rosa se la dio, entre otros presentes, en la época de sus amores. El hecho de que nunca se la reclamara, ni siquiera cuando se separó de ella, aboga a favor de la constancia de sus sentimientos.
—Como buen inglés, usted deja en buen lugar a su soberano. Fue María Fitzherbert la que se marchó, en 1811, después de haber sufrido una afrenta. Incluso se fue de Inglaterra sin ánimo de volver. Yo me inclino más a pensar que «Georgie» no se atrevió a correr tras ella para recuperar el diamante.
—A no ser que simplemente lo olvidara, una vez en posesión de las otras joyas de la Corona. En cualquier caso, tenemos a Mrs. Fitzherbert camino del continente. Lleva consigo a una niña con la que se ha encariñado: Minney Seymour. Fue ésta quien, ya casada, trajo de nuevo la joya a este país y la conservó casi hasta su muerte. La perdió en un robo cometido en su casa de Brook Street. En ese momento hay una laguna en la historia, pero me enteré de que más adelante, en 1888, la poseía un rabino del barrio de Whitechapel. Dios sabe por qué, la consideraba un objeto sagrado y le cambió el nombre por el de «la piedra judía». La conservó bastante tiempo, y hace tan sólo diez años tuve noticias de su presencia en su casa...
—¿A través de quién?
—De un hombre en quien tenía plena confianza, que estaba ya al servicio de mi padre y que, siendo un enamorado de las antigüedades, poseía un olfato de perro de caza para desenterrar objetos perdidos. Le debo varias piezas de mi colección. Fue él quien vino a hablarme un día de la piedra judía. La descripción correspondía tan exactamente con la que buscábamos que le di carta blanca para comprarla al precio que fuera. Y eso fue lo que hizo.
—¿Le dijo que la había comprado? —intervino Adalbert—. ¿No le pareció un poco extraño que un rabino aceptara vender un objeto sagrado?
—Sí, lo reconozco. Y más aún porque el rabino y su hijo mayor fueron asesinados en esa época. No por mí, desde luego —añadió lord Desmond al ver que sus invitados fruncían el entrecejo—. Fue el hijo menor, un tal Ebenezer, quien negoció con mi mandatario. Éste me dijo que nunca había conocido a un personaje tan codicioso. Ese tipo era sastre, pero sólo le interesaba el dinero. Les confieso que llegué a preguntarme si no sería él el asesino, pero la investigación policial lo exculpó.
Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una mirada, pues, tal como les sucedía a menudo, el mismo pensamiento había cruzado por su mente: el hijo podía muy bien haber facilitado el trabajo del asesino o los asesinos pagados con el dinero de lord Desmond. Pasados diez años, y ávido todavía de dinero, había accedido a hablar de «la piedra judía» a unos extranjeros dispuestos a pagar. Era una historia antigua y, como nunca se había visto implicado en ella, no había encontrado ningún inconveniente en ganar todavía más, pero algo lo había asustado y se había dado a la fuga. Lo más probable era que no volvieran a verlo.
Dividido entre el deseo de arrojar lejos de sí la joya causante de tantos crímenes y el de guardársela en el bolsillo, Aldo la dejó sobre su lecho de terciopelo.
—Y sabiendo eso, ¿este diamante no le horroriza? —preguntó, con los ojos todavía clavados en el tabernáculo abierto—. ¿No piensa que lleva consigo la desgracia?
Lord Desmond se encogió de hombros.
—Ustedes, los latinos, son bastante supersticiosos. Yo nunca me he dejado influir por esa clase de ideas. Buena parte de nuestros castillos ocultan tras sus muros sangrientas aventuras, crímenes generadores de almas en pena y de fantasmas. Además, mi profesión me obliga a codearme con el crimen, y eso curte, se lo aseguro.
—Así y todo, si yo fuera usted desconfiaría —insistió Aldo, sin apartar la mirada del diamante y pensando en la inquietante esposa del lord. Tal vez hubiera llegado el momento de desvelar la verdad.
—¿De qué, Dios mío? ¿Y qué haría usted en mi lugar?
—Lo vendería. No en una sala de ventas, claro, para no volver a provocar la agitación que hemos visto, sino... a mí, por ejemplo.
—¿A usted? ¿Sabe que es muy caro?
—Pagaré lo que me pida. Sea el precio que sea. Recuerde que el motivo de mi visita a Londres era exclusivamente pujar en Sotheby's.
—Lo recuerdo, pero no venderé. Si he compartido mi secreto con ustedes ha sido por pura simpatía y también para evitar que pierdan el tiempo esperando la aparición de una joya falsa. Como muy bien supondrán, no tengo intención de deshacerme de...
No acabó la frase. Una exclamación de Adalbert hizo que su mirada y la de Aldo se dirigieran hacia la puerta secreta, que había permanecido abierta: de pie en el hueco, lady Mary contemplaba, estupefacta, la inesperada escena que tenía delante. Sus ojos claros pasaron rápidamente sobre los personajes y el retrato antes de clavarse intensamente en la joya que Aldo acababa de dejar en su sitio. Su aspecto era tan fantasmal que nadie dijo nada. Ni ella tampoco, pues lo único que veía era la Rosa.
Con paso de autómata, se acercó a la piedra, en la que la llama de las velas encendía deslumbrantes reflejos; luego, con un ademán que evocaba tanto la plegaria como la súplica, levantó sus manos enguantadas para cogerla, dejando caer al suelo el bolsito de ante negro, a juego con el abrigo y el sombrero de astracán, que una de ellas sujetaba. Instintivamente, Adalbert se agachó para recogerlo, pero no se lo devolvió a su dueña.
Mary se disponía a apoderarse del diamante cuando la voz de su esposo sonó:
—¡Deja eso donde está! ¡Te prohíbo que lo toques!
Ella volvió hacia él una mirada ausente que no lo veía y que se apartó inmediatamente para volver al objeto de su deseo.
—¡La Rosa!... La Rosa está aquí... Pero, entonces...
Súbitamente asustada, buscó con la mirada el bolso abandonado un momento antes, pero Adalbert, al percatarse de lo que contenía, acababa de hacerlo desaparecer dentro de su bolsillo. Lady Mary no tuvo tiempo de registrar las zonas oscuras del suelo. De pronto, el lienzo de pared se cerró con un ruido sordo. Alguien acababa de empujarlo desde el exterior.
—¿Qué significa esto? —rugió lord Desmond—. ¿Quién está ahí? ¿A quién has traído contigo? ¿Y qué haces aquí? ¡Ibas a quedarte en Londres hasta el sábado!
Había asido a su esposa por los hombros y la zarandeaba sin que ella opusiera la menor resistencia. Aldo se interpuso entre ellos y obligó al marido a soltar a su mujer, que parecía ausente, en trance...
—Creo que esta discusión matrimonial puede esperar —dijo—. Por lo menos hasta que hayamos salido de aquí. Suponiendo que sea posible —añadió acompañando a lady Mary hasta el sillón de las contemplaciones, sobre el que ella se dejó caer como si fuera una toalla mojada.
—Claro que es posible. El mecanismo funciona en los dos sentidos. No estoy loco.
En algunos momentos, Morosini sospechaba que sí. Hacía unos instantes, por ejemplo, cuando lady Mary se disponía a tocar la piedra, su mirada furiosa era la de un demente. Pero cuando levantó el brazo para abrir la puerta, se lo impidió.
—¡No tan deprisa! Aclarado este punto, quizá convenga pensar en qué es lo que pasa al otro lado. Usted mismo lo ha dicho, hay alguien. La puerta no se ha cerrado sola. Podría ser que incluso hubiera más gente de la que cree. Si sale, se expone a que lo cacen como a un conejo.
—¡Exacto, y precisamente por eso ella tiene que hablar! —gritó Desmond volviéndose hacia su mujer, que continuaba inerte en el sillón pero con los ojos clavados en el diamante—. ¿Has traído a alguien, Mary? ¿Quiénes son esas personas?
—En el estado de postración en el que se encuentra, es incapaz de responderle, pero tal vez yo pueda hacerlo.
—¿Cómo va a poder? A no ser que estén conchabados, claro —añadió el abogado con una risa desagradable.
—Cuando hayamos salido de aquí, tal vez le de un puñetazo por esas palabras —repuso tranquilamente Morosini—. Mientras tanto, tenemos mejores cosas que hacer. ¿No le puso en guardia el superintendente Warren, hace algún tiempo, contra las maniobras de un tal Yuan Chang, decidido a robarle una colección que consideraba producto del saqueo de su país?
—Sí, pero ese tal Yuan Chang murió en la cárcel. Además, no sé cómo pensaba desvalijar mi casa, y mucho menos mi cámara acorazada.
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