—Muy sencillo: tenía a su esposa en sus manos. ¿Cómo? Eso sería un poco largo de explicar ahora —añadió, con una involuntaria mirada de piedad hacia lady Mary, a la que Adalbert se esforzaba en prodigar algunas atenciones.
—Está bien, le creo, pero, se lo repito, ese hombre se colgó.
—Sí, pero cumpliendo una orden, y estoy seguro de que ha dejado por lo menos un sucesor..., y de que ese sucesor ha obligado a lady Mary a traerlo aquí, adonde no ha venido solo...
En ese momento se oyó un estruendo de cristales rotos, seguido de otro, y de otro más.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó lord Desmond—. ¡Están destrozando mis vitrinas!... No lo permitiré...
Abalanzándose hacia la pared, presionó sobre un punto indistinguible y el mecanismo se accionó, pero la puerta se limitó a entreabrirse. Algo o alguien debía de impedir que se abriera del todo. Al mismo tiempo se oyó una voz gutural dando órdenes en chino, sin duda una exhortación a que se apresuraran.
—¡Ayúdenme! —gritó lord Desmond—. Hay que impedir que bloqueen la puerta; si no, todos moriremos. Nadie del castillo conoce este mecanismo.
—Ni siquiera yo —dijo lady Mary, a la que Adalbert había conseguido reanimar con ayuda de unas bofetadas—. ¿Cómo has podido engañarme de este modo?
Nadie le contestó. Conscientes de que el riesgo de perecer asfixiados en aquel recinto era grande, Aldo y Adalbert ya habían sumado sus esfuerzos a los del propietario del castillo para empujar el muro.
—No irá armado, claro... —dijo Morosini.
—Sí. Siempre lo estoy cuando vengo aquí.
—Nosotros también —dijo con su voz cansina Adalbert.
De repente, el anfitrión se indignó:
—¿Han venido a mi casa con armas?
—Por supuesto —contestó Aldo sin dejar de empujar—. Desde que el superintendente nos hizo saber que unos asiáticos tenían los ojos puestos en su casa, nos pareció más prudente no aventurarnos a venir sin tomar algunas precauciones. Y parece que hemos hecho bien... ¡Empuje más fuerte, demonios! No es momento de discutir. Se diría que el ruido se aleja.
—Deben de haber terminado —gimió el coleccionista—. ¡Hay que detenerlos!
Un esfuerzo mayor que los anteriores acabó con la resistencia de la puerta, retenida por un montón de desechos diversos. Se abrió tan bruscamente que los tres hombres se vieron proyectados hacia delante. En el mismo momento, sonaron dos disparos, aunque afortunadamente no alcanzaron a nadie. Acechaban su salida, pero ni a Aldo ni a Desmond, los primeros en aparecer, los pillaron desprevenidos. Nada más tocar el suelo, habían sacado el revólver y empezado a disparar.
En la sala del tesoro chino reinaba un desorden indescriptible. Todo eran cristales rotos y vitrinas derribadas, y media docena de hombres vestidos de negro y cargados con sacos se apresuraban a salir, protegidos por los disparos del más alto, que debía de ser el jefe. La cosa tenía su dificultad, ya que pretendían cruzar la puerta blindada todos a la vez. Comprendiendo que ese atasco era una oportunidad, Aldo apuntó cuidadosamente y abatió a uno de los bandidos justo cuando iba a salir. Otra bala, disparada por lord Killrenan, alcanzó en un hombro al jefe, que retrocedía hacia la puerta. Éste profirió una maldición intraducible y disparó una bala, quizá la última. Se oyó un grito detrás de Aldo, pero éste no se volvió. Precipitándose a través de la bodega, cayó sobre el hombre en el momento en que éste alcanzaba la salida. Siguió una lucha salvaje pero breve. Los dos tenían más o menos la misma fuerza. Sin embargo, el chino consiguió escapar de entre las manos de su adversario, que, agarrado a él, se dejó arrastrar hasta el pie de la escalera, donde el otro se deshizo de él de una patada. Aldo, aturdido, sólo tuvo tiempo de ver a su anfitrión saltar por encima de su cabeza con una agilidad insospechada y salir en persecución de los ladrones.
Renunció a seguirlos; lo importante era que la cámara acorazada no se hubiera cerrado con ellos dentro. Por lo demás, no tardó en oír unos disparos acompañados de órdenes de poner las manos en alto dadas en un inglés impecable. Entonces dejó escapar un suspiro de alivio y se permitió el lujo de sonreír.
«Parece que fue una excelente idea informar a Warren de nuestra visita y de las circunstancias de la invitación», pensó.
Una repentina inquietud borró el breve instante de sosiego. ¡Adalbert!... ¿Por qué no estaba a su lado? Entonces recordó el grito ronco que había oído en el momento de abalanzarse sobre el jefe de la banda y el corazón le dio un vuelco. Si le había sucedido una desgracia a su amigo... Pero, en cuanto penetró de nuevo en la sala, lo vio arrodillado ante algo que no distinguió enseguida a causa del montón de chatarra y de cristales.
—¿Estás herido? —preguntó, abriéndose paso.
—No. Mira...
El grito lo había proferido lady Mary, y había sido el último. La joven yacía entre la masa negra de su abrigo de piel y en una pose llena de gracia, los cabellos rubios escapados del sombrero y extendidos alrededor de su cabeza. La bala le había dejado una marca en la frente, un punto rojo similar al que llevan las mujeres indias, y en la muerte conservaba una ligera sonrisa. Quizá porque en el hueco de su mano abierta brillaba el diamante por cuya posesión estaba dispuesta a sacrificarlo todo.
Aldo apoyó también una rodilla en el suelo y se inclinó para coger la piedra que acababa de matar una vez más.
—¡No la toques! —dijo Adalbert, pasando una mano con suavidad sobre los ojos grises todavía abiertos—. Ya he hecho el cambio... No es la auténtica.
En el exterior, la policía del condado, dirigida por el coronel Courtney a petición del superintendente Warren, y los sirvientes del castillo mantenían inmovilizados a los bandidos y a su jefe, un tal Yuan Yen, hijo del difunto Yuan Chang, mientras que a unos pasos de los vehículos lord Desmond Killrenan recogía febrilmente los sacos que contenían su tesoro, riendo y llorando a la vez sin preocuparse lo más mínimo de lo que sucedía a su alrededor. No interrumpió su tarea ni siquiera cuando Morosini fue a decirle que habían matado a su mujer. Lo único que contaba para él eran los preciosos jades que había estado a punto de perder.
Aldo, renunciando a turbar su felicidad, se volvió hacia Warren.
—¿Está loco? —En mi opinión, si todavía no lo está, poco le falta.
El día antes de salir para Venecia, los dos amigos habían invitado a Warren a cenar al Trocadero, pero éste les dijo sin ambages que prefería con mucho degustar tranquilamente la cocina de Théobald que soportar durante toda la velada las miradas curiosas, e incluso las indiscreciones, de un público todavía impresionado por el revuelo del caso Ferrals. Así pues, se reunieron para comentar los últimos acontecimientos en torno a un admirable paté trufado y un pollo Vallée d'Auge.
La muerte trágica de lady Mary había llevado a Scotland Yard, previa consulta en las altas instancias, a guardar silencio sobre su papel en el asesinato del joyero Harrison. La piedra robada había sido hallada en su poder y no querían saber en qué circunstancias había llegado allí, pero el honor de la policía estaba a salvo y el rey, informado del asunto, acababa de hacer saber que se oponía a que fuera de nuevo puesta en venta. Había habido demasiados dramas y escándalos. La Rosa de York, comprada por él a los herederos de Harrison, ocuparía un lugar en la Torre de Londres entre las joyas de la Corona. En cuanto a la existencia de un diamante verdadero y uno falso, sólo la conocían Morosini, Vidal-Pellicorne y, por supuesto, Simon Aronov, gracias a la precaución de Adalbert de cerrar la pequeña estancia secreta de lord Desmond antes de que entrara en escena la policía. Del verdadero propietario no había nada que temer, pues acababa de ingresar en una de esas clínicas psiquiátricas de lujo, carísimas y poco conocidas por el gran público, donde podría vivir rodeado de sus queridos jades hasta que recuperase la razón —cosa altamente improbable— o hasta que Dios se resignara a llevárselo. Sus bienes iban a ser puestos bajo administración judicial.
—Old Bailey ha perdido un gran abogado —resumió Gordon Warren, calentando entre las manos el cristal de su copa, que contenía un viejo coñac de color caramelo—. Espero que, antes de marcharse, lady Ferrals haya pensado en pagarle sus elevados honorarios.
—De todas formas, no se ha ido muy lejos —dijo Aldo, sirviéndose una generosa dosis—. Devon no está en el fin del mundo.
Los ojos amarillos del pterodáctilo se estrecharon por encima de la copa, cuyo aroma aspiró.
—Devon, no, pero cuando se cruza el océano Atlántico ya se puede hablar de larga distancia.
—¿El océano Atlántico? ¿Es que se va a América?
—Sí, a conocer a su cuñada. No me diga que no lo ha llamado por teléfono o le ha escrito unas líneas para comunicárselo... Me parece una falta de consideración, teniendo en cuenta todas las molestias que usted se ha tomado.
Aldo buscó un cigarrillo y lo encendió con una mano ligeramente trémula, tal como pudieron constatar sus compañeros, aunque su voz se mantuvo fría y serena.
—Pues así es. Me entero por usted. Me apena un poco, desde luego, pero tenga por seguro que no esperaba ningún reconocimiento.
—¿Ni siquiera un «gracias»? ¡Qué bonito es ser un gran señor! Servir a una dama como los caballeros de antaño, simplemente por la belleza del gesto, es bastante raro.
—No se burle de mí, Warren. De todas formas, hay una cosa que me intriga, y es esa prisa por marcharse de Inglaterra. Conocer a una cuñada está muy bien, pero hacer un viaje por mar en pleno diciembre no tiene nada de agradable. ¿No podía esperar hasta primavera?
—A veces las tormentas de primavera son más fuertes que las de invierno —observó Adalbert—. Pero... ¿no será el conde Solmanski quien tiene prisa? Quizá le parezca que Devon está demasiado cerca de Londres, sobre todo después del suicidio de la joven Sally.
Efectivamente, al día siguiente de la liberación de su señora, Sally Penkowski se había quitado la vida con veronal. En la carta que había dejado, la doncella declaraba no poder seguir viviendo tras la muerte de Ladislas Wosinski, a quien amaba profundamente. Confesaba también haber cometido falso testimonio con la esperanza de liberarlo de la persecución de la policía y pedía perdón a Dios por ello. La reacción del público, amplificada por la prensa, había sido deplorable, pues aunque la inocencia de lady Ferrals quedaba probada, se la empezaba a ver como una de esas mujeres fatales que siembran la muerte a su paso. El propio Aldo se había quedado impresionado.
—No anda usted muy lejos de la verdad —dijo el superintendente, dirigiendo una tímida sonrisa al arqueólogo—, aunque yo me siento tentado de creer que es del suicidio del polaco de lo que quiere alejar a su hija.
—Entonces, ¿Wanda tenía razón? ¿Ella seguía amándolo? —dijo Aldo, sintiendo una desagradable punzada en el corazón.
—Eso no lo sé, pero no le oculto que esa muerte tan oportuna me parece sospechosa. Es verdad que todo estaba en orden en la habitación de Whitechapel y que la confesión de ese muchacho era de su puño y letra; hemos podido comprobarlo. Además, el cuerpo no presentaba ninguna señal de violencia reciente, y sin embargo...
—Si tenía dudas —dijo Adalbert—, ¿por qué se apresuró a presentarse en Old Bailey?
—En aquel momento no las tenía. Ha sido después cuando han surgido, a fuerza de pensar en ello. Y quizás haya influido el hecho de que me han informado en dos o tres ocasiones de la presencia del conde Solmanski en el barrio.
—Nosotros también lo vimos allí, pero en compañía de un sacerdote, lo que no parece muy inquietante. En cualquier caso, no me imagino cómo habrían podido colgar contra su voluntad a un muchacho joven y fuerte sin golpearlo o anestesiarlo.
—Todavía no lo sé, pero les aseguro que lo averiguaré. Yo soy como los dogos de este país, cuando tengo algo no lo suelto.
—Pero aún faltaría establecer la prueba de la culpabilidad de Solmanski —puntualizó Aldo—. Dicho esto, creo capaz de todo a un hombre que participó en el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882.
—¿De dónde ha sacado eso?
Morosini hizo un gesto evasivo indicando que no le preguntara nada más sobre ese punto, pero añadió:
—En esa época no se llamaba Solmanski, sino Ortchakov.
—Eso es muy interesante para posibles indagaciones en un barrio judío. ¿No sabe nada más?
—No, pero si un día consigue ponerlo fuera de la circulación, yo no lloraré, y tampoco lo harán algunos de mis amigos —concluyó, pensando en Simon Aronov.
—Entre los que yo me cuento —afirmó Vidal-Pellicorne.
El superintendente se había terminado la copa y rechazó tomar otra. Se levantó y sacó su reloj.
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