—Si es un individuo interesante, puedo sufragar parte de los gastos. Sería lo justo.
—Oh, es apasionante, con la condición de que te guste Shakespeare. Cada treinta segundos te suelta una cita, pero acabas por acostumbrarte. Es un tipo tan curioso como aficionado a empinar el codo.
Los dos amigos bajaban por Picadilly hacia Old Bond Street, donde estaba la joyería de George Harrison. Sólo disponían de dos horas para conseguir que les enseñaran el diamante que hacía correr ríos de tinta, pues a primera hora de la tarde un camión blindado escoltado por la policía debía trasladarlo a Sotheby's, en New Bond Street, es decir, a unos cientos de metros de distancia, donde permanecería hasta la subasta. El acontecimiento tendría lugar dos días después.
El tiempo no era muy agradable para pasear, pero las calles estaban muy animadas, pues la habitual llovizna londinense no lograba desanimar a unas gentes habituadas a ella desde hacía siglos. Todos los transeúntes llevaban paraguas y las cúpulas de seda negra ondulaban en la distancia como un rebaño de corderos caracul. Desdeñando empuñar ese accesorio molesto, Aldo y su amigo se protegían con un impermeable y una gorra de buena calidad.
—¿Y qué es lo que sabe tu nuevo amigo de la infancia? —preguntó Morosini—. Por cierto, ¿cómo se llama?
—Bertram Cootes, y trabaja de reportero en el Evening Mail. En realidad, está relegado a la sección de perros atropellados, y se comprende, porque se parece bastante a un podenco. Pero, al igual que su modelo, tiene las orejas muy largas, de modo que no se le escapa nada. A decir verdad, ha sido una suerte que me topara con él.
—¿Y cómo os habéis encontrado?
—Por casualidad. Yo estaba tomando una copa en una taberna de Fleet Street cuando estalló una discusión entre el dueño y un cliente. Éste se quejaba, claro está, de que la cuenta era muy abultada, y como ya estaba un poco achispado la conversación iba subiendo de tono. Entonces llegó un tercer individuo, un tal Peter, que en seguida comprendí que también trabajaba en el Evening Mail, aunque en una sección importante. Bertram, que todavía estaba sediento, le pidió que le prestara unas libras. El otro se negó en un tono despreciativo y lo llamó pelagatos. Entonces Bertram le dijo que se arrepentiría de no haberle ayudado, porque él iba a ganarle por la mano en el asunto Ferrals. El tal Peter se rió en sus narices y se tomó su bebida. En cuanto él se marchó, entré yo en escena. Me presenté como un colega francés enviado a Londres para cubrir la subasta de Sotheby's e hice ver que ya nos habíamos conocido en Westminster unos meses atrás, con ocasión de la boda de la princesa Mary con el vizconde Lascelles. Como podrás imaginar, ese Bertram nunca ha cubierto, ni siquiera de lejos, un acontecimiento de tal importancia, pero se sintió halagado. De inmediato pagué su cuenta y le propuse que fuéramos a cenar. Eso trajo consigo el menú de Wellington y todo lo que ya sabes.
—¡No sé nada en absoluto! ¿Ese periodista está realmente enterado de algo referente a la muerte de Ferrals?
—Puedes estar seguro, pero me ha costado mucho que soltara prenda. Aunque estaba como una cuba, se aferraba a su secreto como un perro a un hueso. Para hacerle hablar, le he prometido que le contaría todo lo que lograra averiguar sobre el diamante, que, como es natural, es un tema que le interesa. Porque su periódico, al igual que los demás, continúa recibiendo montones de cartas anónimas, ahora llenas de amenazas: si no retiran la joya de la subasta, correrá la sangre.
—Eso también resulta interesante, pero...
Se interrumpió. La elegante vía pública que hacía un momento estaba simplemente animada, se estaba convirtiendo en una especie de maremágnum. El centro del alboroto era un establecimiento cuya discreción y severa decoración a la antigua, muy británicas, no lograban ocultar su opulencia. Se trataba de una de las joyerías más prestigiosas de Londres.
Se oyeron unos gritos, seguidos casi al instante de los pitidos de los silbatos de la policía. Por supuesto, todo el mundo se precipitó en aquella dirección.
—Es en la tienda de Harrison, no cabe duda —declaró Morosini, que conocía bien el local por haberlo visitado varias veces—. Algo grave habrá pasado.
Los dos amigos se lanzaron hacia allí abriéndose paso entre la multitud sin preocuparse de si pisaban un pie, rozaban un costado o levantaban protestas, pero consiguieron su objetivo. Sin embargo, un fornido policía plantado ante la puerta del establecimiento les cerró el paso.
—Soy periodista —proclamó Adalbert blandiendo un pase de prensa cuya aparición sorprendió bastante a su compañero, que le murmuró al oído:
—Recuérdame que te pregunte de dónde has sacado esto.
No obstante, el pase, ya fuera auténtico o falso, no produjo el efecto deseado, porque el policía declaró:
—Lo siento, señor, no se puede entrar. Las autoridades llegarán de un momento a otro.
—Puedo comprender que no deje pasar a la prensa —dijo Aldo con una sonrisa cautivadora—, pero yo soy amigo de George Harrison y estoy citado con él. Somos colegas y...
—Lo siento de veras, señor. Es imposible.
—Por lo menos permítame hablar con su secretaria, la señorita Price.
—No, señor, no verá a nadie mientras Scotland Yard no esté aquí.
—Díganos al menos qué ha ocurrido.
La expresión del agente se ensombreció como si le hubieran hecho una proposición indecente. Desde debajo del casco, levantó la mirada por encima de aquel caballero tan insistente y la posó con aire abstraído en el mar de cabezas que se agitaban en el otro extremo de la calle.
En ese momento, Morosini oyó que alguien susurraba a su espalda:
—Yo sí que he visto algo, y como usted me ha dado un valioso consejo al decirme que me acercara por la tienda de Harrison alrededor de las once, se lo voy a contar.
Aldo se volvió y descubrió a Vidal-Pellicorne hablando confidencialmente con un hombrecillo tocado con un sombrero de fieltro empapado, al que identificó en seguida como el reportero del Evening Mail.
Este personaje conseguía la hazaña de combinar un cuerpo regordete con una cara alargada de podenco melancólico, y los cabellos, que llevaba bastante largos, «a lo artista», todavía acentuaban más su parecido con el can. Lo único que Adalbert no había mencionado era su juventud, mientras que Aldo siempre había pensado en él como en un veterano enganchado a la barra de los pubs.
—¿Y qué es lo que has visto, Bertram, amigo mío? —le preguntó el arqueólogo—. Tranquilo, éste es el príncipe Morosini, del que ya te he hablado.
Los ojos castaños y vivos del periodista aquilataron brevemente la noble figura del veneciano al tiempo que declamaba:
—«Piensa antes de hablar y sopesa antes de actuar.» —Levantó un dedo con ademán sentencioso antes de precisar—: Polonio, en Hamlet, acto I, escena III. Pero creo que puedo arriesgarme.
—Ya te había advertido que la tercera parte de sus discursos son citas del insigne Will —comentó Adal por lo bajo, y dirigiéndose al reportero, añadió—: Repito la pregunta, ¿qué es lo que has visto?
—Vengan por aquí—dijo Bertram apartándolos hacia un lado, con gran satisfacción de los demás curiosos—. Cuando he llegado, había dos coches negros; uno era un digno Rolls-Royce, algo anticuado pero bien conservado, y el otro un gran Daimler, mucho más moderno y conducido por un chófer casi invisible. De pronto, he visto salir de la tienda a una anciana lady vestida de luto riguroso y sostenida por una enfermera. La dama corría todo lo deprisa que le permitían sus frágiles piernas mientras profería unos grititos sin sentido. Se la veía aterrada. La enfermera tenía la misma expresión, aunque conservaba el dominio de sí misma. Esta mujer ha empujado prácticamente a su patrona al interior del Rolls sin siquiera dar tiempo al chófer de salir a abrirle la portezuela, y le ha gritado a éste que arrancara en seguida. El coche se ha alejado como si huyera de un incendio. Aguarden, que todavía hay más —dijo al ver que los dos amigos intercambiaban una mirada de sorpresa—. Unos segundos después, dos hombres han salido de la casa a la carrera. Eran unos orientales muy bien vestidos. Se han metido en el Daimler, que ha arrancado con un chirrido de neumáticos mientras en el interior de la tienda se oían unos gritos terribles. Naturalmente, esto ha llamado la atención de los dos policías que recorren día y noche la acera, y se han precipitado hacia la tienda. He querido seguirles, pero me lo han impedido a pesar de que «nada se persigue con un afán más ardiente que...»La llegada de dos coches policiales que venían a toda marcha interrumpió la cita de El mercader de Venecia. Sin embargo, Bertram Cootes prosiguió:
—¡Mírenlos ¡Ahí están! Las autoridades, y no las de menor rango. El superintendente Warren y su burro de carga habitual, el inspector Pointer, los ases de la brigada criminal. Me imaginaba que se trataba de un robo, pero debe de haber corrido la sangre. ¿Me permiten? Tengo que volver al trabajo. Nos veremos más tarde, en el Black Friars, por ejemplo. Está en...
Se deslizó entre la muchedumbre, aún más densa que antes.
—No importa —le dijo Adalbert—. Sé dónde está. Anoche me arrastró hasta allí, aunque no lo recuerde. En cualquier caso, con todo lo que nos ha contado va a adelantarse a sus colegas.
Morosini no respondió. Observaba a los dos inspectores entrando en la joyería. No debía de ser agradable caer en sus manos, y por desgracia eso era lo que le había ocurrido a Anielka.
Por su físico, Gordon Warren se asemejaba a un ave prehistórica. Alto, flaco y calvo, tenía los ojos redondos y amarillos y la mirada fija y suspicaz de un pájaro. El viejo macfarlane, de un gris deslucido, le colgaba de los huesudos hombros como las alas membranosas del pterodáctilo. Su rostro bien afeitado, de labios finos y duros, no denotaba la menor benevolencia. Por lo demás, el superintendente pretendía ser la imagen misma de la Ley, clarividente e inflexible.
A la zaga de esta impresionante silueta, el inspector Jim Pointer pasaba casi desapercibido pese a ser más cuadrado. Su cara de mentón encogido y largos incisivos superiores le daba cierto parecido con un conejo, de modo que cuando deambulaba en pos de su jefe, como en aquel momento, este último siempre daba la impresión de regresar de una cacería.
Cuando Warren salió solo de la joyería, los curiosos habían sido apartados para dejar sitio a un grupo de periodistas que habían aparecido detrás de los inspectores, pero Bertram Cootes defendía valerosamente su posición en primera fila. La jauría de sabuesos se abalanzó sobre el superintendente, al que asediaron a preguntas cuya vehemencia éste aplacó con un gesto autoritario.
—Poco puedo decirles a los señores de la prensa. Únicamente que no deseo que se inmiscuyan en una investigación que puede ser muy delicada.
—¡No exagere, súper! —exclamó uno de ellos—. Ya ha utilizado el mismo truco con el asesinato de sir Eric Ferrals. Para usted todas las investigaciones son delicadas.
—No me queda otro remedio, señor Larke. Las circunstancias son las que mandan. Sólo les diré una cosa: el señor Harrison acaba de recibir una puñalada mortal y el diamante que esta tarde debía ser depositado en Sotheby's ha desaparecido. En cuanto sea posible, les daremos más información. Pero ¿qué es lo que quiere usted? —agregó dirigiéndose a Bertram, que, haciendo gala de una gran valentía, lo había agarrado de la manga.
—Es que he visto al..., mejor dicho..., a los asesinos —farfulló éste muy excitado.
—¡No me diga! ¿Y qué hacía usted allí?
—Nada..., estaba de paso.
—Entonces venga conmigo. Y trate de explicarse con claridad.
Sustrayendo a Cootes al asedio de sus colegas, que sin duda querían acribillarlo a preguntas, lo empujó al interior de su vehículo, que arrancó al instante ante la mirada estupefacta de Peter Larke, el periodista que la víspera se había mostrado tan poco caritativo.
—¡Vaya! —comentó Vidal-Pellicorne—, si Bertram es capaz de moderar su afición a la botella, su carrera podría dar un giro inesperado. Por cierto, no me habías dicho que conocieras a Harrison.
—Conocerlo es mucho decir. He tratado dos veces con él por asuntos de negocios, aunque en ninguna de las dos ocasiones lo vi en persona, lo que no impide que recuerde el nombre de su secretaria. Te confieso que me gustaría mucho hablar un momento con ella. Por desgracia, no sé qué aspecto tiene.
—No es oportuno ponerse en contacto con ella ahora. Además, no podremos quedarnos aquí mucho rato más.
En efecto, dos agentes de policía despejaban de curiosos el lugar, mientras dos empleados cerraban la tienda como si la jornada laboral hubiera llegado a su fin.
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