—Simon Aronov no había previsto este drama ni la entrada en escena de esos orientales. Había preparado con mucha astucia la trampa en la que debía caer el verdadero propietario del diamante, pero, a partir de ahora, no sé cómo lo vamos a descubrir. La subasta no se celebrará y volverá a caer una cortina de silencio —suspiró Vidal-Pellicorne con una melancolía poco habitual en él.

—A menos que dicho propietario sea el instigador del asesinato y haya pagado a esos sicarios para que eliminen a un rival que le resultaba molesto, según podrían indicar las cartas anónimas enviadas a la prensa. Si quieres saber mi opinión, tal vez siguiendo la pista de la joya falsa podamos encontrar la auténtica.

—Es posible que tengas razón, pero en este crimen abyecto hay algo que me inquieta. No resulta coherente con las notas anónimas.

—Sin embargo, decían claramente que si no se cancelaba la subasta en Sotheby's correría la sangre. Y el derramamiento de sangre acaba de tener lugar —repuso Aldo.

—Sí, pero demasiado pronto. Estas amenazas seguramente apuntaban al eventual comprador. Era a él a quien querían asustar. Me pregunto si no nos hallaremos ante alguien que cree que la joya que iba a subastarse es auténtica y que se ha valido de este medio radical para apoderarse de ella sin desembolsar un céntimo.

Esta vez, Morosini no replicó. Era posible que Adalbert tuviera razón, aunque también podía tenerla él. De todos modos, ambos se hallaban ante un callejón sin salida que dificultaba mucho la realización de su misión común. Si no se encontraba de inmediato al asesino y la piedra preciosa, acaso tuvieran que ponerse de nuevo en contacto con el Cojo, incluso marcharse, como harían los ricos amateurs que habían llegado a Londres atraídos por esa venta. Pero Aldo sabía que no era capaz de resignarse, porque sería como declararse vencido, y esta mera idea le resultaba insoportable. Aunque quizá fuera todavía más insoportable la perspectiva de regresar a Venecia abandonando a Anielka a un destino terrible. Si no conseguía liberarla, la joven corría peligro de ser ahorcada. Y Aldo la había amado demasiado —quizá la amara todavía— para soportar la estremecedora imagen de su preciosa cabeza rubia siendo tapada por una capucha antes de que la trampilla se abriera bajo sus pies.

—No hace falta que te pregunte si estás pensando en cosas tristes. Lo llevas escrito en la cara.

—No puedo negarlo. Pero con todo este jaleo no me has dicho lo que «tu amigo Bertram» te ha contado sobre el asunto Ferrals.

—Hablaremos de ello mientras comemos y aguardamos a que llegue. Si no tienes nada en contra de los mejores welsh rarebits de Inglaterra, acompáñame al Black Friars. Es un sitio agradable y así mataremos dos pájaros de un tiro.

Mientras decía esto, hizo señas a un taxi que los condujo al barrio del Temple donde, entre Fleet Street y el puente siempre atestado de Black Friars, se encontraba el establecimiento. Bertram había demostrado tener sentido común al citarlos allí, pues los clientes habituales del bar pertenecían tanto al ambiente judicial como al de la prensa. Además, con sus paredes de madera pulida por los años y sus utensilios de cobre brillante, el Black Friars resultaba bastante simpático.

Aldo tuvo tiempo de apreciar su confort, pues hasta que no estuvieron instalados en una especie de compartimiento con asientos tapizados de cuero negro no se decidió su amigo a comunicarle por fin sus informaciones.

—Como no vas a encontrarlas agradables, prefiero que estés bien sentado antes de oírlas.

Aunque el joven Cootes no se daba cuenta de ello y se empeñaba en beber como una esponja para olvidar sus sinsabores, la suerte le favorecía más de lo que imaginaba. Cuando, el día después del crimen, había ido a husmear por los alrededores de la residencia de los Ferrals, se había topado con la también joven Sally Penkowski, una amiga de la niñez que servía de doncella en la casa. Ambos habían nacido en la misma calle de Cardiff y eran hijos de minero. El padre de Sally, un inmigrante polaco, se había casado con una mujer del lugar y se había quedado allí. Trabajaba en la mina, al igual que el padre de Bertram, y los dos perecieron víctimas de la misma catástrofe. De resultas de ello, Bertram acabó por aborrecer un oficio que de todos modos no pensaba ejercer. Se fue a Londres con la intención de convertirse en periodista, cosa que logró después de muchas vicisitudes. Llevaba años sin saber nada de Sally, hasta que esa mañana el azar se la puso delante. Y con toda naturalidad, la criada se había desahogado con su amigo contándole sus penas más íntimas.

No lloraba la muerte de Ferrals, sino la desaparición del criado polaco que dos meses atrás había entrado a servir en la mansión, recomendado por la dueña de la casa. La desdichada joven se había enamorado a primera vista de aquel Stanislas Rasocki, si bien era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de ser correspondida: hasta un ciego habría visto que estaba loco por su encantadora señora.

—Él y la señora se conocieron allá, en Polonia, antes de la boda de milady —le contó la joven a Bertram—. Tal vez incluso se amaron y todavía se amaban. En varias ocasiones les oí susurrar juntos cuando creían estar solos, y aunque hablaban en polaco yo lo entendía todo. Ella le suplicaba que tuviera paciencia, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su causa y hacerle correr a ella unos riesgos inútiles; Oh, no hablaban nunca mucho rato y yo no pillaba todo lo que decían porque hablaban en voz baja, pero lo que me sorprendía era que la señora lo llamaba Ladislas.

El cuchillo que Aldo sostenía se le escapó de la mano y cayó al suelo con un sonido metálico. Pero éste no pareció darse cuenta, de modo que fue Adalbert quien llamó a un camarero para que trajera otro. Morosini se había quedado inmóvil como una estatua. Para hacerle volver a la realidad, el arqueólogo le dio unos golpecitos en el brazo.

—¡Ya sabía yo que mi pequeña revelación te impresionaría! —exclamó muy satisfecho—. Tenías toda la razón cuando le preguntaste a lady Danvers si estaba segura del nombre de pila.

—Puedes llamarlo un presentimiento, pero algo me decía que tenía que tratarse de aquel muchacho. Lo que me gustaría saber es cómo volvió a encontrarlo Anielka y por qué se atrevió a meterlo en casa de su marido. Empiezo a creer que es aún más falsa de lo que imaginaba.

Como había perdido el apetito, apartó su plato, sacó un cigarrillo y lo prendió con una mano ligeramente temblorosa.

—¡Vamos, vamos! No hagas juicios temerarios que más adelante podrías lamentar —dijo Adalbert—. Mientras tanto, debes refrescarme la memoria. Me parece que ya me habías hablado de un personaje que llevaba este nombre, pero te confieso, que he olvidado un poco los pormenores. ¿Quién es realmente?

—Es aquel por quien ella trató de suicidarse en dos ocasiones y yo se lo impedí. En el Nord-Express y en los jardines de Wilanow. Allí es donde la vi por primera vez.[3]

—¡Ah! Ahora lo recuerdo. El estudiante pobre y desde luego nihilista, con el que ella deseaba escapar para compartir su miseria..., hasta que se enamoró de un príncipe cuarentón, veneciano y de sienes plateadas...

—Es un comentario de muy mal gusto —gruñó Aldo.

—Es posible, pero me limito a decir la verdad. Las últimas noticias eran que la joven te quería a ti. Incluso te lo escribió en una nota que tuvo el atrevimiento de darte delante de las narices de su marido. Entonces, si partimos de la premisa de que era sincera, lo lógico sería que la presencia de un antiguo amor la incomodara. Sobre todo porque estamos en Londres y no en Varsovia. Seguro que no fue ella quien lo hizo venir.

En medio de su arrebato teorizador, Adalbert se interrumpió para beberse de un trago la mitad de la cerveza.

—¡Continúa! —lo apremió Aldo—. ¿Crees que ese polaco acudió a ella por iniciativa propia?

—Por descontado. Acuérdate de los retazos de conversación que sorprendió Sally. Anielka le suplicaba que no pusiera en peligro su causa ni tampoco a ella misma. Sin duda él acudió a su compatriota para que lo ayudara. Quizá pretendía obligarla haciéndole chantaje. Tú no estás al tanto de cuáles eran sus relaciones.

—No lo niego, pero a él no le cuadra nada endosarse la librea de criado. Tiene un orgullo infernal.

—Todos los revolucionarios son así. Desde las alturas de su ideología intransigente, desprecian al burgués. Pero cuando se trata de servir a la Causa, están dispuestos a hacer cualquier cosa. Incluso a lustrar los zapatos de un capitalista que encima era comerciante de armas, como el pobre sir Eric.

—¿Sospechas que ese tipo forzó a Anielka a admitirlo en su casa?

—No pudo ser de otro modo. Me imagino que él le contó una historia enternecedora, le hizo recordar el pasado, etcétera. Y después va y mata al marido, emprende la huida y la abandona en medio del embrollo.

A medida que Adalbert desarrollaba su teoría, Morosini se sentía revivir. En esos momentos todo le parecía muy claro..., excepto por un detalle.

—Entonces, dime por qué Anielka se limitó a llorar al enterarse de que el polaco había huido y, lo que es peor, rogó a los policías que lo dejasen en paz alegando que no tenía nada que ver con el asunto, y luego se dejó encarcelar en su lugar. Eso no tiene ni pies ni cabeza.

—Salvo si... Veo dos soluciones: o bien la ha amenazado con algo terrible si lo inculpa, algo que hace que ella prefiera ir a la cárcel, o bien la ha conquistado de nuevo. Y como ella está enamorada otra vez de él, espera librarse del apuro al tiempo que su galán queda a salvo. Cosa que implicaría, evidentemente, y espero que me perdones, que en el corazoncito veleidoso de lady Ferrals se ha producido el proceso inverso y ya no te quiere a ti. A menos que..., ¡ah, eso también sería posible!, que os ame a los dos. Creo haberte dicho ya que las mujeres eslavas son impredecibles.

—Lo dijiste, en efecto, pero no es necesario que lo repitas.

Morosini pidió un café y consultó su reloj.

—Tu amigo Bertram no aparece a menudo por aquí. Si no te importa, dejaré que lo esperes tú solo. No hace falta ser dos para escuchar sus confidencias..., si es que tiene algo que decir.

—¿Y tú adónde vas? Porque seguro que albergas algún propósito.

—Claro. Pienso ir a Scotland Yard y pedir que me reciba míster Warren.

—¿Crees que te comunicará los últimos hallazgos de su investigación? Ése no es amigo de hacer confidencias.

—Tampoco se lo pediré. Lo que quiero es que me autorice a visitar a Anielka en la cárcel.

Vidal-Pellicorne reflexionó un instante y meneó la cabeza.

—No es mala idea. Sólo te arriesgas a que no te lo conceda, pero, si me permites un consejo, no le hables del asunto Harrison.

—No soy idiota. Ese asunto te lo dejo a ti... de momento. Nos veremos en el hotel.

Al salir del Black Friars, Aldo vio que hacía un tiempo todavía peor que antes, pero aun así decidió ir caminando a su destino. La primera mitad del día había estado llena de emociones y sentía necesidad de hacer un poco de ejercicio. Después de encasquetarse la gorra y meter las manos en los bolsillos, echó a andar dando largas y rápidas zancadas en dirección al severo edificio bautizado como New Scotland Yard.[4] Construida hacia 1890 con el oscuro granito extraído de las landas de Dartmoor por los penados de la penitenciaría cercana, la sede de la famosa policía británica, diseñada según el estilo señorial escocés, tenía la forma de un torreón dotado de múltiples ventanas, de modo que se asemejaba a un vigía cuyos cien ojos estuvieran clavados día y noche sobre la ciudad, el puerto, el país, el imperio... El conjunto producía escalofríos, sobre todo si uno sabía que Scotland Yard albergaba un museo de los horrores, el Black Museum, que exhibía una nutrida colección de reliquias criminales.

El sargento que montaba guardia en la puerta acogió al visitante y su petición con bastante cortesía, hizo uso de un teléfono interior para saber si uno y otra eran aceptados, y finalmente encomendó al primero a uno de sus subordinados, encargándole que lo condujera a su destino. El aristócrata extranjero tenía mucha suerte: no solamente el superintendente estaba en su despacho sino que consentía en recibirlo.

Sin su macfarlane a lo Sherlock Holmes, Gordon Warren no presentaba tanto parecido con un pterodáctilo. Vestido con un traje gris oscuro de corte impecable, su aspecto coincidía más con lo que era en realidad: un alto ' funcionario consciente de sus responsabilidades, aunque también capaz de recordar los modales de un gentleman. Señaló un asiento a su visitante con una mano que tal vez careciera de finura, pero que se veía fuerte y bien cuidada. Con la otra, depositó sobre la mesa la tarjeta de visita que Aldo había entregado al policía que lo había acompañado.