Adelantándose a la pregunta del taxista, Morosini declaró que aguardaría pacientemente. Al cabo de unos buenos diez minutos, Solmanski salió de estampía. Su observador notó que estaba muy colorado y hacía grandes esfuerzos por recuperar la calma. Sin duda, allí dentro acababa de montar en cólera. Se quedó un momento plantado en lo alto de los escalones hasta que su respiración hubo recobrado el ritmo normal, y entonces se colocó el monóculo en la órbita del ojo, se afianzó el sombrero en la cabeza y se metió en el taxi. Este arrancó en seguida.
—¡Siga a ese coche! —ordenó Morosini.
La persecución fue muy corta. Justo el tiempo de rodear Grosvenor Square y de enfilar Brook Street, donde por fin el taxi de Solmanski se detuvo ante el hotel Claridge.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el chófer de Morosini.
Aldo vaciló. Tenía ganas de apearse, de seguir al conde para cerciorarse de que iba a alojarse en ese palacio, pero no fue necesario, pues unos mozos transportaban ya al hotel el equipaje del padre de Anielka. Era evidente que ese peligroso personaje no se movería hasta que su hija dejara de estar encausada o hubiera sido juzgada.
Era realmente peligroso ese ruso ataviado con los despojos de un noble polaco que él se había encargado de enviar al extremo de Siberia. Simon Aronov se lo había advertido muy francamente a Morosini cuando, en el cementerio de San Michele de Venecia, le había revelado la verdad sobre su mortal adversario. Enemigo declarado de los hijos de Israel, Fiodor Ortchakov, el sádico verdugo del pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882, trataba por todos los medios de recuperar las piedras del pectoral y el propio aderezo, movido tanto por su amor al dinero como por su odio hacia Simon Aronov, el hombre que osaba encabezar la lucha contra el ruso y sus inquietantes amigos, a los que el Cojo se refería con el nombre de la Orden negra.
Hasta el momento, el falso Solmanski ignoraba el papel que había desempeñado Morosini en la búsqueda de las joyas desaparecidas. Lo veía simplemente como el último propietario del zafiro, que corría en pos del tesoro familiar que había perdido. Un especialista en alhajas antiguas, desde luego, pero que no era de temer, sobre todo porque el amor que sentía por su preciosa hija lo tenía paralizado. Sin embargo, Aronov había hablado muy en serio: si Aldo siguiera interponiéndose entre Solmanski y las gemas que faltaban, éste no vacilaría en rodear su nombre con un círculo rojo en la lista de los que convenía eliminar.
Esta perspectiva no preocupaba en absoluto al príncipe anticuario. El peligro nunca le había hecho retroceder, y además tenía la certeza de que aquel aventurero había propiciado, o quizás ejecutado, el asesinato de su madre, la princesa Isabelle. Y como no le gustaban las maniobras bajo cuerda, opinaba que cuanto antes se rompieran las hostilidades mejor.
En el ínterin, la situación del conde Solmanski permitía a Morosini actuar como simple observador, y eso no estaba mal. Hubiera sido inútil ir a pavonearse ante un enemigo más o menos aturdido por el asesinato de su yerno.
Por consiguiente, mientras el conde procedía a instalarse en el Claridge, Aldo encendió un cigarrillo y se hizo llevar al Ritz.
3. La verdad de cada cual
Construida en 1820, la cárcel de Brixton no era en verdad una penitenciaría. Se utilizaba sobre todo para los presos preventivos que aguardaban a ser juzgados, pero no por eso resultaba un lugar agradable. Sus piedras seculares rezumaban tristeza y humedad. Cuando hubo llevado a cabo los trámites necesarios para entrar en el establecimiento, Morosini se encontró sumergido en una atmósfera opresiva hasta que le hicieron pasar a una especie de armario acristalado que era la sala de visitas, donde se limitó a esperar.
Cuando apareció lady Ferrals, escoltada por una mujer que sólo se diferenciaba de un gendarme porque vestía falda y no llevaba bigote, al príncipe le dio un vuelco el corazón. Anielka, rodeada de ese ambiente grisáceo y vestida de un luto riguroso que hacía resaltar aún más sus rubios cabellos, estaba más hermosa que nunca..., pero no era la Anielka de antes.
Eso era debido a que no parecía estar viva. La palidez de su cara y el tono dorado de sus ojos y su pelo la asemejaban a una de esas estatuillas de oro y marfil a las que el escultor Chiparus debía su fama. Se la veía tan hierática y fría como ellas.
Al reconocer a su visitante, su mirada no se iluminó.
Fue a sentarse al otro lado de la mesa, mientras que su guardiana se quedaba detrás de la cristalera. Aldo la saludó con una inclinación, pero ella permaneció impasible.
—¿Eres tú? —dijo solamente—. ¿Qué has venido a hacer aquí? —añadió en un tono que indicaba que Aldo no era bien recibido.
—He venido para saber si puedo serte útil.
—No me has entendido bien. Lo que quería decir es a qué se debe que estés en Londres.
—Aunque antes de salir de Venecia me enteré de la trágica muerte de tu esposo, no es ésta la razón de mi viaje. He ido a Escocia para asistir al funeral de un viejo amigo, y estando en Inverness leí en un periódico que...
—Que he matado a Eric. ¡No tengas miedo de las palabras! A mí me dejan indiferente.
Anielka le señaló la silla colocada frente a ella y Aldo se sentó.
—No les tengo miedo a las palabras, sino a su significado, que no puedo creer. ¿Tú, una asesina? Eso no hay quien se lo crea.
—¿Por qué no? —repuso ella con una sonrisita desdeñosa—. Ya sabes que no lo quería, que incluso lo detestaba. A su lado los días estaban llenos de lujos, pero las noches estaban formadas por repugnantes tinieblas.
—Pero no tanto como para llegar a matarlo. Sobre todo de ese modo tan estúpido y evidente. Con un papelillo de polvos antimigraña que le diste delante de testigos para que lo disolviera en un vaso de whisky, ¡y encima después de una pelea! Eres demasiado inteligente para hacer eso. Como te conozco, no me resulta difícil imaginarte disparando a Eric Ferrals con un revólver, pero nunca entregándole un medicamento que le provocara una muerte fulminante. Realmente, eso no cuadra contigo.
—¿Por qué no? En Italia, tu país, no es raro que un invitado sea asesinado mediante una bebida que alguien le ofrece con una sonrisa.
—Esa costumbre se perdió hace mucho tiempo, y tú no eres una Borgia. Desde que te detuvieron, no has cesado de proclamar tu inocencia.
—Inútilmente, querido príncipe. Hasta el punto de que empiezo a cansarme de repetirlo. Me replican, no sin razón, que la estricnina no llegó por arte de magia al vaso, ya que no estaba ni en el whisky ni en el agua. No obstante, aunque analizaron los demás papelillos que yo tenía en mi habitación...
—Solamente el de sir Eric contenía estricnina, ¿no es así? En tal caso, ¿por qué no analizaron también el papel que contenía los polvos?
—Eso me pregunté yo también. Pero como Eric arrugó el papel y lo dejó en la bandeja, alguien debió de tirarlo al fuego que ardía en la chimenea.
—¿Tienes alguna idea de quién pudo ser ese alguien?
Anielka emitió el sonido que menos esperaba su visitante: una carcajada brusca y llena de amargura.
—Es posible. John Sutton, el inteligente y abnegado secretario de Eric, que me acusó del crimen nada más ver cómo su amo se desplomaba. Sutton me odia.
—¿Por qué? ¿Qué le has hecho?
—Le di una bofetada. Me parece que es la reacción normal de una mujer honesta cuando un individuo la acorrala en un rincón y le toca los pechos mientras la besa en el cuello.
Hacía tiempo que Aldo sabía que la joven polaca no se mordía la lengua y tenía el don de describir los sucesos con gran realismo. No obstante, esta descripción le arrancó una mueca de asco. Recordaba al secretario como un hombre sumamente correcto, lo que no se correspondía con esa imagen de sátiro, aunque no ignoraba que bajo la impasibilidad británica se ocultaban en ocasiones extraños y ardientes impulsos eróticos.
—¿Está enamorado de ti?
—Si se puede llamar así... Llevo tiempo sabiendo que desea acostarse conmigo.
—¿Se lo dijiste a tu marido?
—Me respondió que estaba loca y se echó a reír. Su afecto por ese... empleado sobrepasaba los límites permitidos. Creo que antes que separarse de él hubiera preferido cortarse un brazo. Seguramente los unía tener un cadáver bien oculto en un armario.
—Querida, sir Eric, como buen vendedor de armas, tenía demasiados cadáveres sobre su conciencia para preocuparse de uno en particular. Y ahora, ¿querrás hablarme de ese criado polaco que quisiste tomar a tu servicio?
La joven, que hasta entonces había estado muy pálida, se puso roja como un tomate.
—¿Cómo lo sabes?
Aldo le dirigió una sonrisa muy afable.
—Ya veo que no has perdido esa sana costumbre de contestar a una pregunta con otra pregunta. Simplemente, lo sé.
En vista de que ella no decía nada, tal vez porque estaba buscando otra manera de atacarlo, el príncipe prosiguió:
—Cuéntame algo sobre ese Stanislas..., ¿o más bien debería decir Ladislas?
Los ojos de la joven se abrieron de par en par, expresando algo parecido al espanto.
—Eres un demonio —susurró.
—No del todo..., o bien un demonio bueno dedicado a serte útil. Vamos, Anielka, deja ya de desconfiar de mí y explícame por qué decidiste meter a tu antiguo enamorado en la mansión de tu esposo.
Ella volvió la cabeza, pero en la lúgubre penumbra del lugar Aldo vio que una lágrima quedaba prendida en sus pestañas.
—¿Enamorado? ¿Acaso lo estuvo alguna vez? Lo dudo mucho, como dudo asimismo de ese gran amor que pretendías sentir por mí.
—Dejemos esto aparte de momento, ¿quieres? —repuso con dulzura Morosini—. No fui yo quien se echó en brazos de sir Eric en la casa de Vésinet.
—Él acababa de salvarme y yo no podía hacer otra cosa. Como tampoco pude hacer otra cosa cuando encontré a Ladislas en Hyde Park, donde sin duda estaba esperándome.
—¿Cómo podía saber que estarías allí? Ahora todo el mundo sabe lo mucho que te gustan los parques, pero ¿por qué precisamente aquél? Londres está lleno de jardines públicos.
—Ya, pero yo solía cabalgar por allí un rato cada mañana.
—¿Sola?
—¡Claro, sola! Me desagrada que me acompañen, porque tengo la impresión de que me vigilan. Desde luego, siempre encontraba a algún conocido, pero me las arreglaba para desembarazarme de él.
—Por lo visto no lo conseguiste con Ladislas. Es evidente que el efecto sorpresa le favoreció.
—En efecto. Salió de detrás de un arbusto y casi fue a caer entre las patas de mi yegua, de modo que estuve a punto de salir despedida de la silla.
—¿Te alegraste de volver a verlo?
—En un primer momento, sí. Me traía la atmósfera de mi amado país y también el recuerdo de mi primer amor. Para una mujer eso es algo importante.
—Para un hombre también. Pero acabas de decir «en un primer momento». ¿Acaso no duró tu alegría?
—No. En seguida comprendí que me encontraba frente a un adversario, por no decir un enemigo. Oh, por supuesto al principio se mostró muy amable..., a su manera. Decía que había venido a Inglaterra solamente para estar a mi lado y que había sido una estupidez separarnos como lo hicimos.
—¿Quería que reanudarais vuestra relación?
—No exactamente. Lo que exigía (porque en seguida exigió) era que lo introdujera en el entorno de mi esposo. Se mostró indignado de que me hubiera casado con un traficante de armas, pero tenía intención de utilizarlo para «su causa». De hecho, fueron sus compañeros marxistas los que lo enviaron aquí con papeles de identidad falsos y un objetivo muy preciso: conseguir dinero para su revolución. Les había parecido una idea enormemente jocosa sacarle esa contribución a un vendedor de cañones. También querían obtener armas.
Aldo se sacó la pitillera del bolsillo, extrajo un cigarrillo y le ofreció otro a la joven antes de encenderlos.
—¡Pero eso es cosa de locos! ¿Pretendía que tú robaras y le dieras...?
—No, ya te lo he dicho. Lo que quería era entrar al servicio de Eric. Me aseguró que, una vez en la casa, ya se las compondría para obtener lo que esperaba.
—¿Y por qué aceptaste? En mi opinión, lo correcto habría sido volver a montar a caballo..., porque habías descabalgado, ¿no?..., y despedirte a la francesa alejándote al galope.
—Ya me habría gustado, pero era imposible. ¡No creerás que Ladislas me asaltó con esa proposición sin tener un buen respaldo!
—¿Te hizo chantaje?
—Naturalmente. Cuando una es joven y está enamorada por primera vez, no es raro que se muestre imprudente. Y eso es lo que hice: le escribí unas cartas.
—Es una manía deplorable que con frecuencia os cuesta muy cara a las mujeres. ¿Y qué quería hacer él con esas cartas? ¿Enseñárselas a Ferrals? Tu marido no era tonto y ya supondría que de jovencita habrías tenido algún entusiasmo amoroso. Además, esas cartas que escriben las chiquillas no suelen ser muy atrevidas.
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