Rose observó la escena con un deseo creciente de reír. Entonces, por encima de los brazos gesticuladores de Nadim y de su lustroso pelo negro, sus ojos se encontraron con los de Hassan. Fue como si pudiera leerle la mente.

– Hmm, perdona -agitó una mano y Nadim frenó su discurso el tiempo suficiente para volverse a mirarla con ojos centelleantes-. Lamento interrumpirte cuando es evidente que realizas un magnífico trabajo en el análisis del carácter de Hassan, pero, ¿mi opinión cuenta para algo?

Los ojos de él se lo agradecieron por detrás de su hermana

Eso era estupendo, pero no lo hacía por Hassan. Se trataba de una decisión puramente profesional. Lo último que quería era ser rescatada por la princesa Nadim, sin importar lo bienintencionados que fueran sus motivos. La llevaría a la ciudad y perdería todo contacto. Al menos ahí se encontraba en el centro de la acción. Cerca de Hassan… donde todo acontecía.

Sin embargo, Nadim malinterpretó su actitud, ya que fue a sentarse en la cama y le tomó la mano. Era diminuta, cuidada con exquisitez. Hacía que Rose se sintiera como una gigante desaliñada.

– Comprendo que solo deseas regresar a la casa de tu hermano y reanudar tus vacaciones, pero tenemos una especie de problema. Abdullah está a punto de apoderarse del trono y Faisal, el muy tonto, ha elegido este momento para… ah, bueno… digamos que su sincronización deja un poco que desear. El revuelo causado por tu desaparición mantendrá ocupado a Abdullah unos días, y si te quedas conmigo hasta que todo se aclare, estoy convencida de que Hassan se encargará de que tu sacrificio reciba su adecuada recompensa.

– ¿Recompensa? -repitió. ¿Qué decía Nadim? ¿Recibiría el equivalente a la Orden del Mérito de Ras al Hajar?

– Bueno, Rose -musitó él. Se hallaba de pie detrás de su hermana-. Parece que puede establecer su propio precio. Un lakh de oro… un cordel lleno de perlas… Lo que desee.

– ¿Sabe cantar?

– Como un ruiseñor.

– La historia, Hassan -espetó Rose-. Eso es lo único que deseo. La historia, nada más que la historia. Y me quedo aquí.

– Pero no puedes… -Nadim se mostró momentáneamente sobresaltada.

– Puede y debe -Hassan, con su cooperación garantizada, recuperó el dominio de la situación-. Te aseguro que el sacrificio de la señorita Fenton no será mayor que el que ella elija.

– Oh, pero…

– ¿No tienes que ir a la clínica hoy, Nadim?

– Esta tarde -miró el reloj-. En realidad, ya que me encuentro aquí, ¿podría pedirte algunas incubadoras nuevas?

– Dile a Partridge lo que quieres. El se encargará.

– Gracias -sonrió-. Las madres y los bebés de Ras al Hajar te lo agradecen, Hassan. Y ahora, Rose… -durante un momento dio la impresión de que no había terminado. Luego esbozó un gesto muy femenino de resignación-. ¿Hay algo que pueda traerte? ¿Cualquier cosa que necesites?

– Tu hermano se ha esforzado en proporcionarme todas las comodidades. Salvo ropa -señaló el camisón-. Esto no es de mi estilo.

– No – durante un momento los ojos de Hassan se centraron en el subir y el bajar de los pechos detrás de la tela gruesa-. No -repitió con voz más suave. Luego carraspeó-. Lamento que mi elección no contara con su aprobación, pero hay un baúl lleno con ropa de su talla. Estoy seguro de que encontrará algo que le guste.

Rose, cuyo corazón ya latía con innecesario vigor, sintió un sobresalto cuando él levantó la tapa del baúl y alargó la mano para quitar la caja de toallitas de papel. El peso podría indicarle…

– Vete, Hassan -intervino Nadim-. No tienes nada que hacer aquí.

– Rose Fenton no es una de tus vírgenes marchitas, Nadim. Si quiere que me vaya, ella misma me lo dirá -la miró-. Te lo garantizo. Pero es verdad. Si las dos os vais a poner a rebuscar en la ropa, preferiría estar en otra parte. ¿Te quedarás a desayunar, Nadim?

– Solo tomaré café -aceptó, echándolo con un gesto de la mano. Aguardó hasta que se fue, luego salió a comprobar la habitación exterior antes de volverse hacia Rose-. Mira, no importa lo que diga Hassan. Si no quieres quedarte aquí, no tienes por qué hacerlo. Dilo y podrás marcharte conmigo ahora.

No. Pensaba quedarse hasta el final. Se lo había prometido a Hassan. Puede que no en voz alta, pero los dos lo sabían.

– No. Estaré bien. De verdad.

La sonrisa de Nadim fue comprensiva.

– ¿Qué es un lakh de oro? -preguntó Rose, con el fin de distraerla-. ¿Una especie de joya?

– ¿Un lakh? -la otra quedó sorprendida por su ignorancia de algo tan importante-. No. Es una medida de peso. Cien mil gramos -Rose intentó imaginar cuánto era, pero no lo consiguió-. No te preocupes por eso. Te quedes o te vayas a casa conmigo, Hassan tendrá que pagarle a tu hermano por llevarte del modo en que lo hizo.

– ¿Pagarle a mi hermano? -podía imaginar la reacción de Tim. Incluso Nadim aprendería una o dos cosas sobre la indignación. Si Hassan le ofrecía dinero por el honor de su hermana, era posible que Tim quebrantara la costumbre de toda una vida y lo golpeara. Pero Nadim hablaba en serio.

– Desde luego que debe pagar. Te ha deshonrado. ¿O existe la posibilidad de que tu hermano lo mate? -sugirió.

– Hmm… no lo creo -incluso indignado, no creía que Tim le diera más que un puñetazo en la mandíbula.

– ¿No? -Nadim se encogió de hombros-. Claro, es inglés. Los ingleses son tan… flemáticos. Hassan sin duda mataría a tu hermano si la situación fuera al revés. Pero si no quieres dinero o sangre, solo existe otra solución. Tendrá que casarse contigo. Déjamelo a mí. Yo lo arreglaré.

La situación se adentraba cada vez más en los reinos de la fantasía.

– Seguro que un hombre de su edad, de su riqueza… -comprendió que empezaba a pensar como Nadim-… ya debe estar casado.

– ¿Hassan? ¿Casado? -la otra rió-. Primero tendría que encontrar a alguien lo bastante fuerte como para que lo retenga.

– Pero, si aquí arregláis los matrimonios…

– Hassan es diferente. Es imposible. Contigo sería una cuestión de honor, de modo que no le quedaría otra alternativa, pero en ninguna otra circunstancia se detendría a considerarlo. Créeme, lo hemos intentado, pero ha viajado demasiado para aceptar a una joven buena y tradicional que quiera quedarse en casa a criar hijos. Sin embargo, es demasiado tradicional para casarse con una de esas actrices o modelos con las que pasa tiempo en público cuando está en Londres, París o Nueva York. Aunque si las trajera aquí no durarían ni cinco minutos.

– ¿Por qué?

– Las mujeres necesitan nacer para esta vida. Nuestros hombres son posesivos y las mujeres modernas no desean ser poseídas. Quieren lo que Hassan puede darles, pero se niegan a entregar lo que ya poseen -sonrió-. Me dan pena.

– Pero tú eres feliz.

– Me esfuerzo por serlo. Tengo un marido amable, hijos hermosos y un trabajo provechoso en un país que quiero -la miró-. A Hassan también le gusta vivir aquí. No podría hacerlo en ninguna otra parte -entonces suspiró-. Habría sido un gran Emir. Es algo que siempre ha llevado dentro. Mientras que Faisal… bueno, Faisal no entiende los sacrificios que se requieren -lo pensó unos momentos-. O quizá sí…

– ¿Y Abdullah?

De pronto Nadim fue consciente de que había hablado demasiado; miró el reloj y soltó un gritito poco convincente.

– No dispongo de mucho tiempo. Echémosle un vistazo a la ropa. Me da la impresión de que no encontrarás gran cosa de tu gusto.


– ¿Y bien? -Hassan la observó por encima de lo que quedaba del desayuno-. ¿Qué averiguó?

– ¿Averiguar?

– Mi hermana tiene una boca muy generosa. Estoy seguro de que no le ha costado sonsacarle información.

– Nadim es encantadora, considerada y de gran ayuda.

– Si le ha causado tan buena impresión, es que debió ser demasiado locuaz, incluso para ella.

– En absoluto. Me contó muy poco que ya no supiera.

– Es ese «muy poco» lo que me molesta.

– ¿Por qué? Garantizar que Faisal retenga el trono no es algo de lo que haya que avergonzarse. Yo había pensado que su intención era apoderarse de él con fines personales -si había esperado provocar una reacción, no lo consiguió-. Y no pienso revelarle a nadie lo que está haciendo -sonrió. «Al menos todavía no»-. En realidad, la principal preocupación de Nadim parecía ser que tendría que pagarle a mi hermano por haberme deshonrado.

Hassan llegó a la conclusión de que se burlaba de él, de que se divertía a su costa. Bueno, mientras eso la mantuviera contenta, perfecto.

– Lo que usted considere apropiado -concedió. Un lakh de oro sería barato a cambio de su cooperación-. Aunque después de conocerla empiezo a dudar que tanto usted como su hermano acepten siquiera una tula de mi oro -al menos eso era verdad. Apostaría la vida a que no estaba al servicio de Abdullah. Su corazón se regocijó.

– Puede que no, pero eso lo deja con un problema -él esperó-. Según Nadim, la única alternativa a un acuerdo económico sería la muerte o el deshonor, y como Tim preferiría morir antes que matar a alguien… -hizo una pausa-. Incluso a usted… -Hassan rió-. Ella ha llegado a la conclusión de que la respuesta que queda es el matrimonio.

– Puede que tenga razón -corroboró. Luego bebió café, dejó la taza sobre el plato y se levantó-. Veo que se ha puesto unos pantalones de montar. ¿Es una insinuación de que le gustaría dar un paseo a caballo esta mañana?

¿Quería cabalgar con Hassan? ¿Por eso había insistido en ponerse esos pantalones ante las protestas de Nadim? De pronto se sintió muy confusa. Hacía tiempo desde que había montado a caballo en compañía del hombre al que amaba. Hacía tiempo que no sentía esa tentación. Pero los pantalones de montar le habían resultado tan familiares, cómodos… Sin mirarlo, estiró las piernas.

– Fueron los únicos pantalones que pudimos encontrar -repuso con actitud evasiva-. Siento aversión a ponerme vestidos largos de seda durante el día. Aunque sean de marcas exclusivas.

Sin embargo, la ropa interior había sido otra cosa. No ponía ninguna objeción a sentir la seda contra la piel. Pero hasta ahí llegaba. La camisa que llevaba era amplia y tuvo que sujetarse los pantalones con un cinturón, pero eran cómodos. Se frotó las palmas de las manos sobre la suave tela usada y al final levantó los ojos.

– ¿Eran suyos?

– Probablemente -él titubeó-. No lo recuerdo -se lo veía incómodo ante la idea de que llevara puesta su ropa, a pesar de que debía hacer años que no se la ponía. Había desarrollado muchos músculos desde que le fabricaron esos pantalones para montar-. Le habría proporcionado su propia ropa, pero entonces habrían deducido que se había marchado por su cuenta.

– Trajo mis botas -unos botines robustos con cordones y que llegaban hasta los tobillos.

– El terreno aquí es agreste -se encogió de hombros.

– Y sería embarazoso que tuviera que llevarme al hospital con un tobillo roto.

– No sea tonta -sonrió ante su aparente ingenuidad-. Diría que la había encontrado en ese estado. Usted no me traicionaría, ¿verdad, Rose? Pensaría en la historia y mantendría la boca cerrada.

Era insufrible. Abandonó todo intento de superarlo y regresó al tema de la ropa.

– Claro que si Khalil le hubiera entregado mi ropa probablemente habría terminado en la cárcel como cómplice. No imagino a Abdullah siendo muy considerado con él.

– ¿Khalil?

– El criado de mi hermano. Alguien debió darle información sobre el maquillaje que uso. Y sobre el champú. A propósito, tiene una ducha muy ingeniosa

– se había llenado con agua un pequeño depósito y el primer sol de la mañana le había dado una temperatura agradable. Terminó el café-. ¿Quién más habría podido manipular el Range Rover sin atraer suspicacias? Khalil lo lava tan a menudo como su propia cara.

– Muy bien -no confirmó ni negó sus especulaciones-, ¿quiere dar un paseo a caballo?

– Es una de las atracciones prometidas.

– ¿Sabe montar?

– Sí -se puso de pie, cada vez más incómoda ante el escrutinio de Hassan.

– Para permanecer sobre uno de mis caballos necesitará algo más que un conocimiento pasajero con un pony dócil de alguna escuela para amazonas.

– No lo dudo, pero tuve un buen maestro. ¿No tiene miedo de que nos puedan ver? -preguntó-. ¿Qué empleen helicópteros en mi búsqueda? -se pasó la mano por el pelo-. Cuesta pasarme por alto.

– Es verdad que consigue que su presencia se note -convino con sonrisa irónica-. Pero su cabello no es problema. Con las ropas adecuadas, será casi invisible. Aguarde aquí.

Regresó unos minutos después con un keffiyeh a cuadros rojos y blancos que le entregó. Ella le quitó el envoltorio se lo puso sobre la cabeza, luego se quedo quieta Era mucho mas grande de lo que había esperado y no sabía bien cómo ajustarlo. Extendió los extremos y lo miró desconcertada.