Durante un instante ambos recordaron el pañuelo que Rose había lucido y lo que Hassan había hecho con él. Luego él respiró hondo.

– Mire -dijo-. Es así -con rapidez lo pasó alrededor de su cabeza y de la parte inferior de su cara, con los dedos muy cerca de sus mejillas aunque sin rozarla en ningún momento. Aun así, el estómago de ella se atenazó ante la proximidad-. Ya está.

– Gracias -apenas fue capaz de susurrar.

– No, gracias a usted, Rose. Por comprender a Nadim. Si Abdullah averiguara…

– Sí. Bueno, no obtendré una exclusiva escondida en el salón de Nadim, ¿verdad?

El sonrió y el gesto iluminó alguna parte detrás de sus ojos. Luego extendió una capa de pelo de camello con rebordes dorados que llevaba sobre el brazo.

Ella se volvió e introdujo los brazos en las amplias aberturas y dejó que colgara a su alrededor. Era holgada y ligera como una pluma, agitándose debido a la suave brisa que soplaba desde las montañas y que entraba en la tienda.

– Casi parece un beduino -musitó mientras se cubría la cabeza con su keffiyeh negro.

Rose se acarició el mentón por encima de la tela.

– Salvo por la barba -ladeó la cabeza-. Pero usted tampoco lleva barba, Hassan. ¿Por qué?

– Hace demasiadas preguntas -repuso apoyando la mano en la espalda de ella para conducirla hacia la brillante mañana.

– Es mi trabajo. Aunque usted es parco con sus respuestas.

La llevó hasta los caballos. Uno era un magnífico corcel negro. La otra montura era más pequeña pero de un tono almendrado de gran hermosura.

– ¿Cómo se llama? -preguntó mientras le acariciaba el cuello.

– Iram.

Rose susurró el nombre y el caballo movió las orejas y alzó la fina cabeza. Recogió las riendas y Hassan enlazó las manos para ayudarla a montar antes de ajustar los estribos. Hacía tiempo que no montaba a caballo, pero, con la cabeza inmovilizada por el mozo de cuadra, parecía un animal sereno.

Hassan montó su corcel, la miró y, al parecer satisfecho con lo que veía, asintió. Los mozos retrocedieron y los caballos emprendieron la carrera.

Durante un instante Rose pensó que le habían arrancado los brazos de cuajo y agradeció que él fuera muy por delante para que no tuviera que presenciar su lucha con el animal engañosamente manso que le había dado.

Cuando Hassan frenó a su montura y se volvió para ver lo que le había sucedido, Rose ya lo tenía bajo control y pasó volando a su lado. El la persiguió, la dejó atrás y abrió la marcha con la capa ondeando al viento. Fue maravilloso, excitante y aterrador al mismo tiempo, y cuando al fin él tiró de las riendas ante el saliente de una colina, ella reía, jadeaba y temblaba por el esfuerzo de controlar a su caballo. Hassan también reía.

– Pensaba que sería demasiado para mí, ¿verdad?

– Ha estado a punto de serlo, pero es una excelente amazona

– Menos mal -rió-. Aunque hace tiempo que no monto.

Hassan desmontó y recogió las riendas.

– ¿Quién le enseñó?

– Un amigo.

– Es evidente -la miró-, ya que monta como un hombre.

– Sí, criaba caballos -fue consciente de su penetrante mirada-. Caballos hermosos -acarició el cuello de su animal-. Era mi marido.

Reinó una pausa momentánea mientras él digería la información.

– ¿,Era? -preguntó cuando Rose no se explayó-. ¿Está divorciada?

– No, murió. No fue un accidente de equitación -de lo contrario, jamás habría podido volver a montar-. Tenía el corazón débil. Lo sabía pero no me lo dijo -hacía más de cinco años que no hablaba de ello. Había continuado con su vida, intentando no pensar en ello. Sacó los pies de los estribos y se deslizó al suelo-. Un día se le detuvo. Y murió.

– Lo siento, Rose -Hassan se unió a ella y, conduciendo a los dos animales, comenzó a hacerlos pasear-. No tenía ni idea.

– Fue hace mucho tiempo.

– No tanto -la observó-. Usted es una mujer joven.

– Casi seis años -apenas veía el paisaje que se extendía ante ella. Veía la vida que podría haber sido. En ese entonces habrían tenido dos hijos. Michael le había preguntado si quería tenerlos, se los habría dado, pero ella se había resistido a la idea. Era joven y había anhelado toda su atención. Tampoco parecía que hubiera ninguna urgencia. Se le nublaron los ojos y tropezó con una piedra. Hassan la sostuvo con la mano en la cintura.

– Es afortunada de tener su carrera. Algo con que llenar el vacío.

– ¿Cree que un trabajo podría hacer eso? ¿,Que una carrera podría compensar lo que he perdido? Nos amábamos -incondicionalmente. Como mujer. No había tenido que competir por su atención, no había tenido que ser mejor ni demostrar nada. Solo ser ella misma.

El la observó pensativo.

– Dígame, ¿ganó su fama de periodista intrépida porque también esperaba morir?

Su respuesta inmediata fue la ira. ¿Cómo se atrevía a creer que podía psicoanalizarla? Su madre había dedicado años a ello. Pero supo que se equivocaba. Los ojos de Hassan no mostraban conocimiento de causa, sino comprensión y simpatía por lo que había tenido que sufrir.

– Tal vez -susurró, reconociéndolo por primera vez-. Tal vez. Durante un tiempo.

– No tenga prisa, Rose. Alá vendrá a buscarla cuando sea el momento.

– Lo sé -logró sonreír-. Pero es mucho más fácil ganar una reputación que perderla. Tengo una boca vehemente y eso también me mete en muchos problemas.

– Lo he notado -de repente también él sonrió.

Su voz, aunque bromista, exhibía una calidez que la devolvió al presente. Era el momento lo que importaba. Y durante un instante, con la mano de él en su cintura, los ojos más encendidos que el sol que calentaba su espalda, pensó que iba a volver a besarla. Pero no lo hizo. Notó el momento en que mentalmente retrocedió antes de bajar la mano y continuar.

Pues no iba a librarse con tanta facilidad. Ella tenía que escribir una historia y ya era hora de llevar a cabo una investigación seria.

– Entonces -caminó a su lado-, ¿por qué se afeitó la barba?

CAPÍTULO 6

HASSAN rió, disfrutando del súbito cambio de introspección a ataque directo.

– ¿Quién dijo que alguna vez llevé alguna? No se trata de una compulsión -ella enarcó las cejas y le recordó que no era una joven ingenua-. Es usted como un terrier con un hueso -se quejó.

– Los cumplidos no me impresionan, Hassan. Los he oído todos ya. ¿Por qué? -insistió, queriendo conocer qué lo motivaba.

– Quizá soy un rebelde nato.

– ¿La típica oveja negra de la familia? -aunque no lo creía-. ¿No es un poco obvio?

– Con veintiún años -repuso él-. No es una edad para la sutileza. Y cuando algo funciona, ¿por qué cambiarlo? -se dirigió hacia una roca baja y plana, ató los caballos a un árbol, la invitó a sentarse y le ofreció la cantimplora.

Ella se apartó el keffiyeh y agradecida bebió un sorbo del agua fría. El la imitó y se sentó a su lado.

Ante ellos la tierra caía por una ladera rocosa hasta la llanura costera y, en la distancia, Rose pudo ver el resplandor del sol sobre un mar tan azul que se fundía con el cielo. Era un paisaje desolado en el que las sombras de las piedras y los ocasionales árboles se extendían hasta el infinito -

«Muy distinto del fresco verdor de casa»; sin embargo, notaba la atracción. Había algo magnético, atemporal. Poseía una extraña belleza.

Nadim había comentado que a Hassan le encantaba. Percibía que era un lugar que podía penetrar en el corazón de una persona. Lo miró, todavía a la espera.

Él se encogió de hombros y se pasó la mano por la cara afeitada.

– Mi abuelo llegó a la conclusión de que yo no sería capaz de mantener unidas a las tribus -explicó-. Era una época difícil. Entraba mucho dinero por el petróleo y él sabía que las familias rivales aprovecharían el hecho de que mi padre era un extranjero para causarme problemas.

– ¿No tenía hijos propios para que lo sucedieran?

– No. Media docena de hijas, pero ningún varón. Yo era su nieto mayor, pero llegado el momento hizo lo que haría cualquier gobernante y antepuso el país a los deseos de su corazón.

– ¿Cuando nombró heredero a Faisal?

– Mi madre se volvió a casar muy pronto tras el fallecimiento de mi padre. Una unión política. Tuvo un par de hijas; Nadim es una de ellas. Luego tuvo a Faisal. El posee el pedigrí perfecto para gobernar.

– Aún es muy joven.

– Lo sé, pero todos tenemos que crecer. Es la hora de él. Solo espero que lo lleve mejor que yo.

Ella percibió su dolor; aunque estaba enterrado hondo, se hallaba presente.

– Debió ser duro que usted lo aceptara -no supo si era la periodista o la mujer quien lo quería saber.

Hassan recogió una piedra y la apretó.

– Sí, lo fue. Solo tenía esto -sopesó la piedra un instante y luego la arrojó lejos-. Después me quedé sin nada. Lo que lo empeoró fue tener que soportar que nombrara a Abdullah Emir Regente para apaciguar a sus enemigos -alzó la mano en un gesto de aceptación-. No tuvo otra elección; lo sé. Me estaba protegiendo. Si yo hubiera sido diez años mayor, quizá hubiera podido desafiarlos. Pero se moría y probablemente tenía razón; yo era demasiado joven para manejar ese tipo de problemas. Ahora el único problema que tenemos es Abdullah y sus seguidores, con sus manos sucias metidas en la tesorería mientras la gente anhela educación, cuidados médicos y todas las ventajas de vivir en el siglo veintiuno.

Rose pensó en el lujoso centro médico que le habían enseñado. Todo era nuevo. Como el elegante centro comercial a rebosar de tiendas exclusivas, el fabuloso club de gimnasia en el que al instante la habían hecho socia honorífica… todo irradiaba privilegios. Había sospechado que existía un lado oscuro y había tomado nota para investigarlo. Y al parecer así era. Cruzó las manos sobre las rodillas y apoyó el mentón en ellas.

– Nadie podría culparlo por no tomárselo bien.

– Nadie lo hizo. Y nadie trató de detenerme. Desheredado, me afeité la barba, me dediqué a vestir de negro y me comporté muy mal. Puede que me quitara el derecho al trono, pero mi abuelo compensó la pérdida de otras maneras. Me vi con demasiado dinero y muy poco sentido común y me dediqué a demostrarle al mundo que el abuelo había tomado la decisión correcta, mientras Abdullah y sus partidarios se mantenían al margen, prácticamente animándome, con la esperanza de que me autodestruyera. Yo era inmaduro, malcriado y estúpido. Lo sé porque mi madre, que haría casi cualquier cosa antes que subir a un avión, voló a Londres con el único propósito de decírmelo a la cara.

– Sin embargo, no volvió a dejarse la barba. Ni adoptó una forma más conservadora de vestir. Tampoco moderó mucho su comportamiento.

– ¿El rebelde arrepentido como un perro apaleado? Cuánto habría disfrutado Abdullah con eso. Habría hecho correr rumores de que intentaba recuperar el favor perdido y que planeaba apoderarme del trono, una excusa perfecta para actuar en contra de Faisal y de mí. No, estoy dispuesto a soportar mi conducta hasta que mi hermano se encuentre instalado a salvo en el lugar que por derecho es suyo -la miró-. Y mientras mi primo menos predilecto esté ocupado buscándola a usted, Rose Fenton, aún hay tiempo.

Con la cabeza señaló hacia la costa, donde había aparecido un par de helicópteros de búsqueda. Se apoyó sobre un codo sin mostrar señal alguna de preocupación.

– ¿Qué hará si se presentan en el campamento?

– Dispararle al primer hombre que intente entrar en los alojamientos de las mujeres.

– ¿Alojamientos de las mujeres? ¡Vaya!

– ¿Qué tiene de malo?

– Bueno, para empezar, solo estoy yo, y no soy una de sus mujeres.

– Se halla bajo mi protección. Una mujer o cien, ¿qué diferencia hay?

– Pero matar a alguien… -lo observó.

– No he dicho matar. Solo disparar. Una bala en la pierna del más valiente por lo general basta para desanimar al resto -se encogió de hombros-. No esperarían nada menos -al ver que seguía sin estar convencida, añadió-: Me harían lo mismo si la situación fuera al revés.

– Pero… -tembló-… eso es tan primitivo.

– ¿Se lo parece? -los ojos grises brillaron bajo el sol-. Puede que tenga razón. Lo primitivo se encuentra más próximo de la superficie de lo que la mayoría está dispuesta a reconocer, Rose, como casi descubrió usted en persona anoche.

Hablaba del momento en que ambos habían estado a punto de abandonar cualquier atisbo de comportamiento civilizado, de lanzarse al abismo.

Claro que solo se había debido a la tensión. Captor y cautiva unidos en una atmósfera precaria y cargada, una olla de emociones combustibles que, bajo presión, alcanzó una temperatura increíble…

Apartó rápidamente la vista. Los helicópteros habían bajado en dirección a la costa.