– Si crees eso, encontrarás un espíritu afín en Simon Partridge -se sintió primitivo ante la idea de que hallara un espíritu afín en cualquier hombre que no fuera él-. Afirma que voy al galope de regreso al siglo catorce.

– Entonces, ¿por qué trabaja para ti?

– No lo hace. Al menos no lo hará en cuanto traiga de regreso a Faisal. Le molestó mucho el modo en que te secuestré.

– Entonces tienes razón, Hassan. Nos llevaremos bien.

Quiso tomarle la mano, decirle que no era como quería las cosas. Intentar que entendiera que así era como debía ser. Al final comprendía lo impotente que había sido su abuelo durante esos años, y se sintió muy avergonzado por no haber sido lo bastante maduro para aceptar su decisión y hacer que las últimas semanas del anciano en la tierra fueran apacibles.

Con un gesto le indicó que se sentara.

Durante un momento ella lo desafió, luego se dejó caer en los cojines como si sus piernas hubieran cedido. Había olvidado abrocharse los botones. El vestido se abrió un poco y le ofreció una visión de encajes, atormentándolo con la suave elevación de sus pechos.

Quizá se lo mereciera, pero, necesitado de algo de distracción, tomó un poco de pan, lo llenó con el cordero, el tabule y la ensalada y se lo ofreció. Sospechó que Rose lo aceptó porque era demasiado esfuerzo discutir. Pero no intentó comer.

Se preparó otro para él, no porque tuviera hambre, sino porque si no ocupaba las manos temía que concluirían lo que ella había comenzado.

– Háblame de tu familia -ella había dejado el pan. Si Hassan no la hubiera contemplado, su voz lo habría engañado-. ¿Amaba tu madre a tu padre?

– Rose…

– Sé que ella no eligió con quién iba a casarse, pero, ¿lo amaba? -alzó la vista y lo sorprendió con la guardia baja mientras la miraba. Hassan apartó los ojos-. ¿Lo conocía? -insistió.

– No.

– ¿Nada? ¿Nunca habían hablado el uno con el otro?

– En una ocasión mi madre me comentó que era el hombre más hermoso que jamás había visto. También tenía el pelo rojo.

– Oh. Entonces, ¿lo había visto?

– Desde luego. Vivía en el palacio. En esa época las mujeres estaban más resguardadas, pero no había nada que no supieran, o vieran. Pregúntaselo a Nadim.

– Lo haré.

– ¿Esto es para tu artículo?

¿Artículo? Durante un momento ella lo había olvidado. Lo escribiría porque se lo había prometido, pero no tenía nada que ver con un artículo sobre el hombre que debería haber sido emir. Lo quería saber para sí misma.

– Quiero llenar huecos de tu entorno. A los editores les gustan esos detalles; y a los lectores les encantan.

– Apuesto que sí.

– No… no en ese sentido. Sencillamente les fascina una vida que ha sido tan distinta de la suya.

– ¿No deberías tener una grabadora? ¿Un cuaderno de notas?

– Por lo general, sí, pero mi bolso se quedó atrás cuando me presentaste tu urgente invitación -se encogió de hombros-. No te preocupes, te enviaré un borrador para que puedas corregir cualquier error. No quisiera escribir nada que la avergüence.

– ¿A quien? -la observó.

– A tu madre.

– Oh, claro. ¿No te gustaría hablar con ella en persona? Si quieres, Nadim lo arreglará.

– ¿Es Nadim quien se encarga de todo en tu familia?

– Mi hermana menor, Leila, se encuentra demasiado ocupada criando a sus hijos, y mi madre se dedica a obras de caridad, tiene una vida social ocupada -se encogió de hombros-. Nadim siempre fue diferente. Exigió que la mandaran a estudiar a Inglaterra y siguió la carrera de medicina en los Estados Unidos.

– ¿Y su padre la dejó ir?

– Su madre, nuestra madre, lo convenció. Había ido con mi padre a Escocia. El había insistido entonces y nada se le negaba… Allí ella vio una vida diferente para las mujeres.

– ¿Una que le habría gustado a ella?

– Tendrás que preguntárselo tú misma. No lo sé. Claro que todo el mundo advirtió a Nadim de que ningún hombre querría casarse con ella en cuanto abandonara la protección del hogar.

– Dudo que estuviera sola -comentó con voz seca.

– No -logró esbozar una sonrisa-. La acompañó un séquito de mujeres protectoras. Y su marido también es médico, con ideas más liberales que la mayoría de los hombres. Incluso la deja trabajar.

– ¿La deja trabajar? ¿La deja trabajar? -intentó imaginar la reacción de su madre ante semejante exhibición de machismo-. Bueno, eso sí que es ser liberal.

– No tuvo mucha elección. Se negó a casarse con él hasta que aceptara. Dirige una clínica para mujeres en la ciudad. No habrá sido incluida en tu recorrido turístico de Ras al Hajar; las necesidades de las mujeres normales jamás figuraron muy alto en la lista de prioridades de Abdullah -le arrojó el resto del almuerzo a los pájaros-. Háblame de tu marido.

– ¿Michael? -quería preguntarle cosas solare Nadim, la clínica, sus propias prioridades, no hablar de sí misma-. ¿Por qué?

– Para llenar tus huecos -le devolvió su respuesta. Estaba interesado en los detalles, en una vida tan distinta de la suya, donde una esposa era una compañera, no una posesión-. Tenemos toda la tarde. Puedes hacerme una pregunta y luego es mi turno. Es justo, ¿no? -tomó su silencio por una afirmación-. Dijiste que criaba caballos.

– Se supone que soy yo quien ha de entrevistarte, Hassan.

– ¿Caballos de carrera?

– Sí. Caballos de carrera -afirmó tras una pausa-. ¿Tu madre amaba a tu padre?

¿Eso era todo? ¿Tres palabras? Quizá debería probar esa actitud con ella. Pero no podía. Y no sabía lo que su madre había sentido por su padre. Había sido su esposa. Era suficiente.

– El amor es una emoción occidental. Y encima, de finales del siglo veinte.

– ¿De verdad lo crees?

– Es un hecho.

– Sin embargo, la literatura siempre ha gustado de los amantes… Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra.

– Romeo y Julieta -añadió él-. Quizá debería haber dicho que los finales felices eran un desarrollo del siglo veinte.

– Lo catalogaré como un «No sé», ¿te parece?

– ¿Quién sabe algo sobre las vidas de otras personas? -acercó un cojín y apoyó el codo en él. La tenía lo bastante cerca como para tocarla. No resultaba fácil quitarse de la cabeza a Rose Fenton. Tendría que intentar mantener la cabeza centrada en cosas más elevadas-. Háblame de tu marido -repitió, fracasando.

– Eso es demasiado general -protestó ella.

– Respondiste mi última pregunta con una palabra. En esta ocasión tendrás que esforzarte más o mi atención comenzará a distraerse -advirtió.

Rose se sirvió un vaso de té con hielo. Lo miró con expresión interrogadora, él asintió y también le sirvió uno. Ganando tiempo.

– Acababa de salir de la universidad. Me hallaba sin trabajo hasta que conseguí uno en el otoño y Tim me pidió que lo ayudara a arreglar una casa terrible a la que se había trasladado. Una noche lo acompañé durante una visita a unos establos y allí conocí a Michael -bebió té.

– Atracción instantánea -se encogió de hombros-. Desde luego, mi madre dijo que solo buscaba una figura paterna.

– Me preguntaba si sería mayor que tú.

– Sus hijos eran mayores que yo -hizo una mueca-. Veintiséis y veinticuatro años, un par de jóvenes hoscos más preocupados por perder su herencia que por saber si Michael era feliz.

– ¿Fue feliz? -sabía que la pregunta era imperdonable, pero a pesar del hecho de que su vida siempre había estado resguardada por el privilegio y la riqueza, había descubierto que la simple felicidad, esa sensación de despertar cada mañana alegre de estar vivo, lo había eludido toda su vida adulta.

– Eso espero. Yo lo fui. Era el hombre más encantador del mundo, y yo debí complicarle mucho la vida.

– ¿Con sus hijos?

– Sus hijos, su ex esposa, sus amigos. Ninguno aprobó nuestra unión. Con los hombres se reducía a una cuestión de envidia, pero las mujeres -había sido casi pánico. Si Michael podía hacerlo, también sus hombres-. El debió saber cómo iba a ser, pero yo me lancé sobre él de forma poco decorosa -sonrió al recordar. Eran buenos recuerdos, y ese conocimiento llegó hasta lo más hondo de Hassan-. El pobre no tenía ni una oportunidad de escapar. Era demasiado caballero para dejarme caer. Demasiado amable.

– Amable -repitió. Esperaba que la joven que le eligiera Nadim pudiera decir lo mismo de él. Pero cuando miró a Rose, supo que la amabilidad no bastaba-. Rose… -su nombre era como una cerilla a una mecha, y al acercarse para reducir la distancia que los separaba, comprendió que sin importar lo mucho que se opusiera, la explosión había sido inevitable desde el momento en que la vio.

– No… -el deseo de ser abrazada por él, amada, la recorrió como un fuego en un bosque, y una hora atrás se habría lanzado a sus brazos sin pensar en el sentido común o en la razón.

Pero en ese momento no. Iba a casarse. ¿Qué importaba que lo hiciera con una mujer a la que no conocía, que no le importaba? Estaría mal, sería lujuria en vez de amor.

Aun cuando él le quitó el pañuelo que con tanto recato se había pasado en torno a la cabeza en un gesto que la dejó sintiéndose completamente desnuda, aun al inclinarse para pegar los labios a su pecho y arder por él, sabía que en esa ocasión no debía ceder a la terrible necesidad que experimentaba por Hassan.

– No, Hassan… -las dolorosas palabras salieron de su interior y apartó su mano mientras se ponía de pie, encendida-. Suéltame -se protegió con el vestido. ¿Cómo había podido olvidar abotonárselo? Sin duda el pensaría que era algo deliberado.

Quizá lo fuera. El cielo sabía lo mucho que se había esforzado por mantener la distancia. Pero ella se había desabrochado el vestido, atormentándolo, e incluso entonces, cuando la detuvo, se había sentado a su lado con el escote abierto para provocarlo…

Ardiendo de vergüenza, Rose unió los bordes y, aferrándolos con una mano, corrió al agua hasta que le cubrió la cintura, y solo entonces soltó la tela para meter las manos y refrescarse la cara y el cuello, los pechos y los hombros, hasta que quedó empapada.

Al volverse supo que había dado igual. Hassan se hallaba detrás de ella.

Al ver los ojos enormes y el pelo en mechones mojados sobre su cara, Hassan sintió que se quedaba sin aliento. La seda fina se pegaba a ella y la definía como mujer.

Era alta, esbelta, asombrosamente hermosa. Era su igual. Su pareja perfecta. Sus hijos serían fuertes. Las hijas que tanto anhelaban reflejarían su belleza.

Pero para tenerlos, para tenerla a Rose, tendría que abandonar su hogar, vivir en su mundo, verla partir para abarcar la última noticia en algún lugar con problemas, fuera de su vista, de su protección. No podría hacerlo.

No debía hacerlo. En su país lo necesitaban. Pero gimió al alargar los brazos y pegarla a él.

Durante un momento Rose se resistió.

– No, Hassan.

La voz sonó ronca con una necesidad similar a la que él sentía en su cuerpo, aunque dio la impresión de que también ella al fin había reconocido la necesidad, de luchar contra dicha atracción.

El emitió el tipo de sonidos amables que aplacarían a un caballo nervioso.

– Te oigo, Rose. Está bien. Lo entiendo. Pero ahora ven. El agua está demasiado fría.

O quizá solo se trataba del frío que atenazaba su corazón. Pero ella parecía incapaz de moverse, de modo que la alzó en vilo y la sacó del arroyo para recorrer el sendero pedregoso hasta la tienda. El lugar estaba vacío; sus hombres habían encontrado excusas para alejarse.

Nada podría haber indicado de manera más directa que aprobaban su elección. Los hombres mayores habían sido padres sustitutos para él, y le habían enseñado tal como se enseña a los hijos. Y sus hijos eran sus amigos de la infancia.

Habían visto en Rose las mismas cualidades que él admiraba: coraje, determinación y una voluntad indomable. Y le habían mostrado su respeto dirigiéndose a ella como sitti, ansiosos por complacerla.

Para ellos era tan sencillo. Él la deseaba, la haría suya y jamás se marcharía de su casa. Su abuelo no habría experimentado problema alguno con eso. «Si la deseas, tómala», habría dicho. «Tómala y reténla. Dale niños y será feliz».

Incapaz de hacerle eso, sospechaba que su propio rango quedaría seriamente reducido.

A pesar del calor, cuando entraron en la tienda Rose temblaba sin control. La dejó de pie y buscó una toalla.

– Rose, por favor, debes quitarte ese vestido -instó, y se puso a hurgar en la cómoda la suave túnica que su madre le había regalado a su padre cuando se casaron y que lo acompañaba a todas partes. Al volverse, vio que se afanaba por terminar lo que había empezado con los botones, pero sin éxito.

– Lo sien… siento -tartamudeó-. Me tiemblan mu… mucho las manos.

– Shh, no te preocupes. Yo lo haré.