– Pero…
– Yo lo haré -sin embargo, los ojales se habían cerrado en torno a los botones y costaba soltarlos. Desesperado, asió los bordes de la seda, con los dedos ardiendo contra el frío de la piel de Rose, y los arrancó; el peso del agua hizo que cayera al suelo.
Había arreglado que la mujer de uno de sus hombres fuera al centro comercial a comprar ropa interior para Rose. Al comprobar su elección, tuvo que reconocer que había gastado el dinero de manera imaginativa.
Al desabrochar el encaje que sostenía sus pechos y bajarle las braguitas a juego por las caderas, agradeció haberse metido también en el agua fría, los pantalones mojados que mantenían la mecha casi apagada.
– Ven -dijo, introduciéndola en la calidez de la túnica azul para envolverla con ella; sabía que en unos momentos entraría en calor. Quería seguir abrazándola. Pero tomó la toalla y le secó el pelo. Luego apartó la colcha y la metió en la cama. Habría dado cualquier cosa para tumbarse con ella, pero la cubrió y la arrebujó-. Te traeré algo caliente para beber.
– Hassan… -él esperó-. Lo siento. Lo siento mucho. Suelo pensar en lo que deseo y voy a buscarlo. Le hice lo mismo a Michael. Lo necesitaba y no se me ocurrió que quizá el no me necesitara a mi…
– Sshhh -se plantó a su lado en un instante-. No digas eso. Fue el hombre más afortunado del mundo. Un hombre que pueda morir con tu nombre en sus labios no podría lamentar nada… -ella le tomó la mano y la apoyó en su mejilla.
– ¿El nombre de quién tendrás tú en los labios, Hassan? -no podía decirlo. No debía. Pero daba igual. Ella lo sabía-. No debes hacerlo, Hassan. No puedes casarte con una pobre chica que te amará…
– ¡Rose! -demasiado tarde intentó detenerla.
– Una chica que te amará porque no podrá evitarlo, Hassan. Te amará, te dará hijos y tú no la amarás, le romperás el corazón.
– Los corazones no se rompen -mintió-. Estará satisfecha.
– Eso no basta. No para toda una vida.
No. Nunca bastaría. Retiró la mano y trató de devolverle un viso de cordura a una situación que rápidamente escapaba de todo control.
– ¿Preferirías que pasara las noches solo? -preguntó con aspereza.
– Preferiría que recordaras tu honor.
¿Honor? Empezaba a hablar como su hermana… y recordó su estúpida aceptación de que el matrimonio podría ser el único modo de redimirse. Durante un momento la llamada de sirena de la tentación llenó su cabeza. Pero no había honor en ese sendero resbaladizo. Era hora de poner fin a la situación.
– Recordé mi honor, sitti -repuso con frialdad, decidido a alejarse-, cuando tú habías olvidado el tuyo.
– ¿Es así? -se ruborizó enfadada y se apoyó en un codo-. Bueno, lamento contradecir a mi señor, pero yo diría que aquel día quedamos nivelados.
Entonces recordó algo. Hassan aún estaba en deuda con ella, Nadim lo había dicho.
Oro, sangre u honor. Tenía derecho a elegir.
Ese día había empleado los patrones de Hassan para retenerlo a su lado. ¿Podría utilizarlos para poner fin a esa tontería de un matrimonio arreglado? Era una locura, pero, ¿no había dicho Nadim que él nunca sería feliz con una novia tradicional?
¿Matrimonio? Tenía que estar loca. Había tomado demasiado sol. Era muy pronto para pensar en eso. No obstante, lo había sabido con Michael. No había permitido que personas mezquinas o que la disección psicológica que había hecho su madre de la relación le estropearan el breve tiempo que habían disfrutado juntos.
En la mente de Hassan también debía figurar el matrimonio, si no, ¿por qué se resistía a ella con tanto empeño? Entonces la ira se evaporó.
– Quédate conmigo, Hassan -pidió con una voz que apenas reconoció. Se echó sobre los cojines-. Quédate conmigo.
– Rose… por favor…no puedo.
– Sidi, debes quedarte -insistió implacable.
– Debo cambiarme, tengo la ropa empapada… -se excusó débilmente.
– Entonces será mejor que te las quites o serás tú quien se enfríe -aguardó un momento y, al ver que no se movía, continuó-: ¿Puedes arreglarte solo? ¿O necesitas algo de ayuda con los botones?
– No son los botones los que me plantean problemas. Eres tú -pero se sentó en un taburete y se quitó las botas mojadas. Luego se dirigió a la cómoda, abrió uno de los cajones y comenzó a buscar algo seco que ponerse.
Rose lo contempló unos momentos, luego se quitó la suave túnica.
– Prueba esto -ofreció.
Hassan se volvió y soltó una palabra breve y desesperada al ver la túnica azul que le entregaba, cálida de haber estado en contacto con su cuerpo. Se le secó la boca, el corazón le martilleó con fuerza y el tirón de la necesidad se tomó tan intenso que incluso moverse era una tortura.
– ¿Qué quieres, Rose?
– No paras de preguntarme eso, pero ya conoces la respuesta -yacía sobre los cojines con el pelo húmedo alrededor de la cara, los hombros desnudos como seda cremosa contra el algodón blanco, el cuello suplicando ser enmarcado entre perlas-. Tienes que saldar cuentas conmigo antes de poder siquiera pensar en matrimonio, sidi. Estás en deuda.
– ¿En deuda? -¿podía fingir que no entendía?
– Dijiste que podría tener lo que quisiera.
– Y hablaba en serio. Estipula tu precio. El deseo de tu corazón.
– Quiero…
«Que sean diamantes. O su peso en oro…»
Ella dejó caer el vestido, extendió la mano hacia él y murmuró su nombre en una caricia imperceptible.
– Hassan.
El sonido de su propio nombre llenó su cabeza, reverberó hasta que la piel le tembló por el impacto. Alcanzó algo profundo en él, todas sus añoranzas, la necesidad…
Ella había mirado en su alma, había visto el vacío y la llamada de la sirena de sus labios prometía que en sus brazos nunca más tendría que estar solo.
Sus dedos se tocaron, se enlazaron y no se soltaron.
CAPÍTULO 9
CON la cabeza apoyada en la mano, Hassan yacía de costado y observaba el suave subir y bajar de sus pechos. Rose dormía como una niña, boca arriba, indefensa, como convencida de que nada en el mundo podía lastimarla.
Sus pestañas se movieron y suspiró, se estiró y sonrió en su sueño. Para un hombre acostumbrado a la idea del amor, los últimos días habían sido una revelación, un despertar, y ese era el momento de romper los vínculos, de obligarse a alejarse de ella, de su calor, de su amor.
Todo había cambiado pero, al mismo tiempo, nada lo había hecho. Eran dos personas muy distintas y, sin embargo, permanecían encerradas en sus propias culturas, en sus propias expectativas.
Ella seguiría marchándose, porque su vida verdadera estaba en otra parte. El seguiría en Ras al Hajar, porque a pesar de todo aún era su hogar.
Los recuerdos que tenían de esos últimos días y noches juntos tendrían que bastar para toda una vida, ya que su situación carecía de solución, solo les esperaba el inevitable dolor de corazón por un sueño imposible.
– ¿Hassan?
Se volvió a regañadientes. Rose, envuelta en la túnica azul, el pelo bendecido por la luz de las estrellas, era todo lo que un hombre podía desear.
– Lo siento, espero no haberte perturbado.
– Es demasiado tarde para sentirlo -rió en voz baja-. Me perturbaste en cuanto te vi -apoyó la mano en su mejilla y la acarició.
Era una invitación que solo podría resistir un hombre sin corazón, y si algo había aprendido en los maravillosos días que pasó con ella, era que tenía corazón.
Pero quizá ella percibió la distancia que él tanto se afanaba por establecer, porque al rato se apartó un poco y lo miró.
– Has encontrado a Faisal, ¿verdad? -preguntó.
Directa al grano, sin rodeos. Ya era capaz de leerlo como si fuera un libro abierto. Costaría engañarla.
– Sí. Viene de camino a casa -no pudo evitar mirarla y ver el efecto que surtía en ella el reconocimiento de que el idilio se hallaba próximo a su fin.
– Debe ser un alivio para ti -le acarició la manga en un gesto de consuelo.
– Sí -y no. Había comenzado a sufrir la loca ilusión de que podrían quedarse donde estaban para siempre. Aunque no hubiera podido encontrar a Faisal, en algún momento tendría que haber llevado a Rose a su casa. Su madre había llegado con el equipo de noticias de la cadena de televisión y no esperaba con paciencia mientras Abdullah se retorcía las manos y afirmaba que sus hombres hacían todo lo posible por encontrarla. Según Nadim, Pam Fenton le hacía la vida bastante difícil a Su Alteza. Después de conocer tan bien a su hija, no habría esperado menos.
– ¿Y qué pasó con la chica con la que se encontraba? -preguntó Rose.
– ¿La chica? -no se le había ocurrido preguntarlo, y Simon, dominado por la prisa, no lo había mencionado-. Estoy seguro de que Partridge se ocupará de que regrese sana y salva a su casa… -hizo una pausa y añadió-: Con una compensación adecuada por las vacaciones interrumpidas.
– Sí, no me cabe duda de ello -se preguntó qué compensación se consideraría adecuada para la interrupción de sus vacaciones. Sangre, oro u honor. Lo primero resultaba impensable. Lo segundo, insultante. Se apartó de él y salió al exterior.
– ¿Adónde vas? -alargó la mano para detenerla.
– Allí arriba -señaló hacia la elevación que había más allá del campamento-. Ven conmigo. Quiero estar de pie allí y mirar el cielo -lo observó, le quitó la mano del hombro y no la soltó-. Parece tan cerca aquí en el desierto, como si pudieras tocar las estrellas.
– ¿Quieres tocar las estrellas?
– La luna. Las estrellas…
– ¿Eso es todo? De paso, ¿por qué no un par de planetas?
– ¿Por qué no? Contigo alzándome sé que podría hacer cualquier cosa.
La sonrisa de él se desvaneció.
– Hay algo en ti, Rose, que casi hace que crea que es posible.
«No dejes ese pensamiento, Hassan», pensó mientras caminaban juntos hasta la cima de la elevación, donde el cielo era una cúpula enorme llena de estrellas. «No abandones ese pensamiento».
Rose se detuvo cuando lejos, hacia el oeste, un meteorito surcó el horizonte en una lluvia de estrellas fugaces.
– Mira… ¡Mira eso! -susurró-. Es tan hermoso. ¿Has realizado un deseo?
La mano de él se apretó de forma imperceptible sobre la de ella.
– Nuestro destino está escrito, Rose -bajó la vista y la miró-. ¿Y tú?
– Creo que era mi destino estar aquí de pie contigo esta noche justo en el momento en que pasó esa estrella. Era mi destino realizar un deseo -él aguardó, sabiendo que se lo contaría-. No ha sido nada dramático. Siempre es el mismo. Que la gente a la que amo sea feliz y esté sana.
– ¿Nada para ti?
«¿Es que esperaba que dijera que deseaba quedarse allí para siempre? ¿Acaso lo esperaba, un poquito?»
– Era para mí. Si son felices y están sanos, no importa nada más -entonces sonrió-. Además, las cosas pequeñas, como el destino, puedo manejarlas por mí misma. Llegué aquí en el momento adecuado, ¿no?
– Eres tan… tan… -las palabras estallaron de su boca.
Rose pensó que no se sentía exactamente enfadado, sino que no conseguía entender su actitud directa hacia la vida, su decisión de adaptar los acontecimientos a su voluntad.
– ¿Tan… qué? -preguntó. No tendría que provocarlo, no estaba acostumbrado a eso-. ¿Tan confiada, quizá? -no pudo resistir la tentación. Al no obtener confirmación, suspiró de forma exagerada-. No, ya me lo parecía. Piensas que soy obstinada, ¿verdad?
– Decidida -contradijo con voz suave-. Integra -le apartó un mechón de la cara-. Bendecida con fuego y espíritu.
– Es lo mismo -musitó Rose.
– No del todo -en absoluto. Una enfurecía y la otra encantaba, y no tenía duda de cuál de esas palabras se aplicaban a Rose Fenton. Era encantadora y resultaba evidente que él estaba hechizado, porque en su cabeza otras palabras lucharon por salir y ser reconocidas. Inesperada, única, hermosa… como una rosa en el desierto. Y en ese momento supo cuál de sus posesiones le entregaría. Una muda declaración de su amor, algo que, siempre que la mirara, la tocara, le recordara ese momento-. ¿Has visto alguna vez una rosa del desierto? -inquirió.
– ¿Una rosa del desierto? ¿Nace entre las piedras? -miró alrededor, como si esperara ver una entre sus pies-. Mi madre tiene una amarilla que crece…
– No, no se trata de una flor, tampoco de una planta de ningún tipo. Es una formación de cristal. Selenita -inesperada, única, hermosa-. A veces son rosadas y los cristales parecen pétalos. Si sabes dónde buscar, las encuentras en el desierto.
– ¿Y?
«¿Y qué?» Su mente le jugaba trucos; se hallaba demasiado cerca de revelar su corazón ante esa mujer.
– Y nada, salvo la coincidencia con tu nombre. Se me acaba de ocurrir que te encontré en el desierto, eso es todo. Como una Rosa del desierto -pensó que quizá ella había sonreído, pero soltó un leve suspiro.
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